6.1. Otra vez
- José Carlos Mariátegui
1Henos aquí, nuevamente, sentados delante de un teclado complaciente y norteamericano que quiere ser cómplice de toda tomadura de pelo; henos aquí, nuevamente, rodeados de los rumores y de las murmuraciones de un ciudad maliciosa, neurasténica y temeraria que aguarda la tomadura de pelo para soltar su carcajada; henos aquí, nuevamente, restituidos a la acérrima obligación de escribir una columna cotidiana que debe ser retozo de nuestro espíritu bolchevique y que suele ser tan solo su negligente y desvaído desperezamiento.
Acabamos de llegar en un tren de la sierra igual a esos trenes de la sierra en que acostumbra llegar también el doctor don Augusto Durand, unas veces para gobierno de su proselitismo, otras veces para desazón de la república y otras veces para cualquiera cosa menos trascendental.
Y llenos de orgullo pensamos que somos capaces de semejarnos al doctor Durand, nuestro ingenioso caballero andante, siquiera en aquello de llegar en un tren de la sierra sin ruido y sin sonoridad.
Venimos de unas sierras altísimas y hospitalarias que han sabido devolver a nuestra ánima la blancura de otros años y a nuestro corazón el optimismo que en él habían amenguado, mellado y amortecido los hostiles acaecimientos y los malos hombres.
Hemos salido hace muy pocas horas de un abigarrado ambiente de tibias bufandas de vicuña, de obesas cajas de manjarblanco de Tarma, de montoneros y bizarros ponchos, de gordos ramos de violetas de Surco, de campesinas sartas de granadillas de San Bartolomé, de grandes sombreros de scout y de vagos sedimentos de soroche.
Y apenas hemos puesto el pie en el andén de la estación nos han tendido los brazos las gentes de la ciudad para decirnos:
—¡Vengan ustedes a oír al señor Manzanilla!
Y nos han respondido cuando nosotros les hemos preguntado si el señor Manzanilla hablaba otra vez en la Cámara:
—No habla todavía; pero ya pide la palabra.
Y entonces nos han hecho exclamar cansados por el viaje y mareados por el andén:
—¡Muy interesante es que el señor Manzanilla pida ya la palabra!
Más tarde, en el jirón de la Unión, se nos ha ocurrido una interrogación:
—¿Y el señor Aspíllaga sigue de candidato a la presidencia de la República?
Pero a la gente de la ciudad no se le ha ocurrido sino una sonrisa.
Y únicamente después de mucho rato se le ha ocurrido una lisura:
—¿Ustedes se acuerdan todavía de que el señor Aspíllaga es candidato a la presidencia de la República? ¡Cómo se conoce que ustedes vienen de la sierra!
Una lisura que nos ha servido a nosotros de motivo para pronunciar ardorosamente el elogio de la sierra, para acabar sus muchas excelencias, gracias y encantos; para contar cómo son de altas sus cumbres, de generoso su clima, de abundante su ganado, de blanca su leche y de diáfano su cielo; y para gritar que en la ciudad no tenemos otro antojo que el de volver a alejarnos de ella.
Aunque después el corazón —corazón metropolitano—, nos haya traicionado de improviso:
—Bueno. Vamos, pues, a la Cámara. ¿No dicen ustedes que va a hablar el señor Manzanilla?
Acabamos de llegar en un tren de la sierra igual a esos trenes de la sierra en que acostumbra llegar también el doctor don Augusto Durand, unas veces para gobierno de su proselitismo, otras veces para desazón de la república y otras veces para cualquiera cosa menos trascendental.
Y llenos de orgullo pensamos que somos capaces de semejarnos al doctor Durand, nuestro ingenioso caballero andante, siquiera en aquello de llegar en un tren de la sierra sin ruido y sin sonoridad.
Venimos de unas sierras altísimas y hospitalarias que han sabido devolver a nuestra ánima la blancura de otros años y a nuestro corazón el optimismo que en él habían amenguado, mellado y amortecido los hostiles acaecimientos y los malos hombres.
Hemos salido hace muy pocas horas de un abigarrado ambiente de tibias bufandas de vicuña, de obesas cajas de manjarblanco de Tarma, de montoneros y bizarros ponchos, de gordos ramos de violetas de Surco, de campesinas sartas de granadillas de San Bartolomé, de grandes sombreros de scout y de vagos sedimentos de soroche.
Y apenas hemos puesto el pie en el andén de la estación nos han tendido los brazos las gentes de la ciudad para decirnos:
—¡Vengan ustedes a oír al señor Manzanilla!
Y nos han respondido cuando nosotros les hemos preguntado si el señor Manzanilla hablaba otra vez en la Cámara:
—No habla todavía; pero ya pide la palabra.
Y entonces nos han hecho exclamar cansados por el viaje y mareados por el andén:
—¡Muy interesante es que el señor Manzanilla pida ya la palabra!
Más tarde, en el jirón de la Unión, se nos ha ocurrido una interrogación:
—¿Y el señor Aspíllaga sigue de candidato a la presidencia de la República?
Pero a la gente de la ciudad no se le ha ocurrido sino una sonrisa.
Y únicamente después de mucho rato se le ha ocurrido una lisura:
—¿Ustedes se acuerdan todavía de que el señor Aspíllaga es candidato a la presidencia de la República? ¡Cómo se conoce que ustedes vienen de la sierra!
Una lisura que nos ha servido a nosotros de motivo para pronunciar ardorosamente el elogio de la sierra, para acabar sus muchas excelencias, gracias y encantos; para contar cómo son de altas sus cumbres, de generoso su clima, de abundante su ganado, de blanca su leche y de diáfano su cielo; y para gritar que en la ciudad no tenemos otro antojo que el de volver a alejarnos de ella.
Aunque después el corazón —corazón metropolitano—, nos haya traicionado de improviso:
—Bueno. Vamos, pues, a la Cámara. ¿No dicen ustedes que va a hablar el señor Manzanilla?
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 15 de agosto de 1918. ↩︎