5.8. Elegía

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Hay que decirlo de una vez.
         El señor Aspíllaga no puede seguirse llamando candidato a la presidencia de la República. Virtualmente su candidatura se ha acabado ya. Aún se pasea en automóvil. Pero es una candidatura muerta. Una candidatura muerta, aunque no haya salido todavía su defunción en los periódicos.
         Desde que esta candidatura nació la gente comprendió que no duraría.Adivinó que su vida era muy precaria. Y dijo a gritos que era una candidatura para unos cuantos días. Los días necesarios para que el gobierno del partido civil pasara de los civilistas del señor Prado y Ugarteche a los civilistas del señor Pardo.
         Y nosotros suspiramos de pena. No suspiramos por el Perú. No suspiramos por el señor Prado. No suspiramos por nosotros. Suspiramos por el señor Aspíllaga. Suspiramos desde el fondo del alma. Suspiramos con un desconsuelo muy hondo.
         Nos miró la ciudad después de mirar al señor Aspíllaga. Y nos hizo un guiño. Un guiño que era una orden. La orden de que desde esta mala columna cotidiana le tomáramos todos los días el pelo al señor Aspíllaga.
         Y nosotros, sin embargo, no le quisimos hacer caso a la ciudad. Vimos primero que el pelo se le caía solo al señor Aspíllaga. Vimos después que el señor Aspíllaga era un candidato de plazo muy corto. Vimos enseguida muchas cosas que teníamos vistas perfectamente. Que el señor Aspíllaga era un gentilhombre. Que el señor Aspíllaga era un gentleman. Que el señor Aspíllaga era muy buena persona.
         Movimos, pues, la cabeza.
         Y le gritamos a la ciudad:
         —Aquí no estamos para molestar al señor Aspíllaga. Aquí no estamos para contribuir a que la gente lo moleste. Aquí no estamos sino para aconsejarle que no caiga en la tentación de empeñarse en ser presidente de la República.
         Y cumplimos nuestra palabra.
         No nos cabía en la cabeza que el señor Aspíllaga, poseedor de tantos dones, de tantos regalos, de tantos dineros y de tantos contentamientos aspirase a la presidencia del Perú. Y se lo declarábamos constantemente. Y unas veces, le hablábamos de sus flores. Otras veces de sus caballos de carrera. Otras veces de sus automóviles. Otras veces de su ingenio. Otras veces de sus trajes. Otras veces de su azúcar. Por nada de esta vida nos animábamos a hablarle de su candidatura.
         Pero, así como nosotros no le hacíamos caso a la ciudad que nos pedía que le tomásemos el pelo al señor Aspíllaga, el señor Aspíllaga no nos hacía caso a nosotros que le pedíamos que no volviese a aspirar a la presidencia de la República.
         Y mantenía su candidatura. La mantenía a todo evento. La mantenía a todo trance. La mantenía contra viento y marea.
         Ahora nos encontramos con que la candidatura del señor Aspíllaga ha muerto. Y con que el señor Aspíllaga no lo sabe todavía. Porque no hay un alma franca que se lo haga saber.
         Todos le preparan el ánimo para la mala noticia.
         Y unos, muy eufemistas, le dicen:
         —Su candidatura está en muy mal caballo.
         Y otros, muy medrosos, le dicen:
         —Su candidatura está enferma de gravedad.
         Y otros, más valientes, le dicen:
         —Su candidatura se está muriendo.
         Mas no hay quien quiera anunciarle la verdad infausta pero irremediable.
         Y nosotros, por eso, a trueque de que el señor Aspíllaga se enoje con nosotros, a trueque de que nos suponga adversarios suyos y a trueque de que se olvide de que hemos sido buenos y cordiales con él, nos arriesgamos a hablarle de esta manera:
         —Oiga usted señor Aspíllaga. Usted no puede seguirse llamando candidato a la presidencia de la República. Y no es porque usted no merezca ser presidente del Perú. Es porque no hay posibilidad de que usted lo sea. Usted nos contestará que el partido civil es suyo. Pero nosotros le replicaremos que se fije en que el partido civil acaba de quedarse sin quórum. ¡Usted nos dirá que el señor Pardo lo alienta! Pero nosotros le replicaremos que el señor Pardo está seguro de que el país no cree que ese aliento sea sincero. Usted nos dirá que tiene un periódico propio. Pero nosotros le replicaremos que la imprenta de su periódico está frente a una agencia funeraria y que esa agencia funeraria les ha tomado afición a los periódicos de la vecindad. Y así, poco a poco, le probaremos señor Aspíllaga que usted no debe seguir de candidato. Y se lo probaremos con alegría. Porque oponiéndonos a su candidatura defendemos su felicidad. ¡Su felicidad que es adversaria de su candidatura!
         Y después de probarle así nos sentamos convencidos de que somos los mejores amigos del señor Aspíllaga.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 10 de julio de 1918. ↩︎