5.2. Invierno crudo
- José Carlos Mariátegui
1Lluvia, neblina, gripe, barro.
Racso, investigador y estudioso, nos busca, mientras nosotros tiritamos bien arropados, la explicación de estos aguaceros máximos. Hay quien lo auxilia. Hay quien lo secunda. Hay quien le sonríe no más. Nuestro gentil y sabio amigo don José Antonio de Lavalle y García se olvida de que está con el pie en el estribo y se asocia a Racso para hablarnos de la corriente de Humboldt que se aleja y de la corriente del Niño que se acerca. Y, como a pesar de ser un eminente hombre de ciencia es también un poco poeta, le pide a Racso que alce los ojos al cielo y que mire la estrella de Aries.
Pero la gente ni quiere pensar en la corriente helada ni en la corriente fría. No quiere pensar en el invierno. No quiere pensar en los aguaceros. No quiere pensar en la nueva estrella. No quiere pensar en Aries.
Y tampoco quiere que nosotros, servidores suyos, pensemos en esas cosas. Ruidosamente penetra en esta casa para sacarnos de cavilaciones hurañas.
Penetra gritando:
—¿Dónde están ustedes metidos?
Y enseguida, en cuanto nos encuentra, nos rodea con sus preguntas:
—¿Qué saben ustedes de Aspíllaga? ¿Qué opinan ustedes de su periódico? ¿Qué han oído decir ustedes de la venida de Leguía?
Nosotros nos acordamos en ese momento de que somos periodistas. Periodistas de Lima. Periodistas políticos. Y periodistas de la oposición, aunque periodistas muy tranquilos y pusilánimes.
Y, sin embargo, no podemos responder sino esto:
—No sabemos nada. No opinamos nada. No hemos oído decir nada.
Naturalmente la gente, se solivianta:
—¿Entonces están ustedes como Aspíllaga?
Y nosotros nos sorprendemos:
—¿Cómo el señor Aspíllaga?
Y es que del señor Aspíllaga no tenemos noticias. Lo suponíamos encerrado en sus habitaciones. Lo suponíamos muerto de frío. Lo suponíamos acatarrado. Lo suponíamos junto a la estufa. Lo suponíamos leyendo su periódico de principio a fin. Desde la cabeza hasta el pie de imprenta. Y por eso nos asombra la aseveración de que está como nosotros.
Otra vez la gente nos interroga:
—¿Y qué piensan ustedes de la presidencia del senado? ¿Les parece que volverá a ser para Bernales?
Y nosotros contestamos lo primero que se nos ocurre:
—¡Por supuesto!
Pero la gente nos observa:
—¡Es que Aspíllaga no quiere!
Y nosotros le damos la respuesta más fácil que hallamos a la mano:
—¡Aunque Aspíllaga no quiera!
Sentimos que llueve. Abrimos la ventana para comprobarlo. Y el aguacero nos cae en la cara. Nos cae sañudamente. Y tenemos que cerrar la ventana.
Entonces somos nosotros los que interrogamos:
—¿Y estas lluvias? ¿Qué nos dicen ustedes de estas lluvias? ¿Han leído ustedes el artículo de Racso? ¿Han leído ustedes el artículo de Lavalle? ¿Han leído ustedes el artículo de Aries?
Y la gente nos mira con desprecio:
—¿Pero ustedes se preocupan también de las lluvias? ¿Pero ustedes se preocupan también de las corrientes marítimas? ¿Pero ustedes se preocupan también del cielo y las estrellas? ¿Ustedes que son periodistas?
Tanta es la compasión con que la gente nos dirige estas preguntas que no podemos menos que avergonzarnos de ser como somos.
Y, acordándonos con más fuerza que nunca de que somos periodistas de Lima, periodistas políticos, periodistas de la oposición, le damos la razón a la gente:
—¡De veras! ¡Nosotros no tenemos que ver con las lluvias!
Y, después de buscar desesperadamente un chisme cualquiera en alguno de los rincones de nuestra escueta fantasía, comenzamos a hablar de esta manera:
—Pues bien. Han de saber ustedes que Villarán…
Que es, más o menos, como nosotros debemos hablar siempre.
Racso, investigador y estudioso, nos busca, mientras nosotros tiritamos bien arropados, la explicación de estos aguaceros máximos. Hay quien lo auxilia. Hay quien lo secunda. Hay quien le sonríe no más. Nuestro gentil y sabio amigo don José Antonio de Lavalle y García se olvida de que está con el pie en el estribo y se asocia a Racso para hablarnos de la corriente de Humboldt que se aleja y de la corriente del Niño que se acerca. Y, como a pesar de ser un eminente hombre de ciencia es también un poco poeta, le pide a Racso que alce los ojos al cielo y que mire la estrella de Aries.
Pero la gente ni quiere pensar en la corriente helada ni en la corriente fría. No quiere pensar en el invierno. No quiere pensar en los aguaceros. No quiere pensar en la nueva estrella. No quiere pensar en Aries.
Y tampoco quiere que nosotros, servidores suyos, pensemos en esas cosas. Ruidosamente penetra en esta casa para sacarnos de cavilaciones hurañas.
Penetra gritando:
—¿Dónde están ustedes metidos?
Y enseguida, en cuanto nos encuentra, nos rodea con sus preguntas:
—¿Qué saben ustedes de Aspíllaga? ¿Qué opinan ustedes de su periódico? ¿Qué han oído decir ustedes de la venida de Leguía?
Nosotros nos acordamos en ese momento de que somos periodistas. Periodistas de Lima. Periodistas políticos. Y periodistas de la oposición, aunque periodistas muy tranquilos y pusilánimes.
Y, sin embargo, no podemos responder sino esto:
—No sabemos nada. No opinamos nada. No hemos oído decir nada.
Naturalmente la gente, se solivianta:
—¿Entonces están ustedes como Aspíllaga?
Y nosotros nos sorprendemos:
—¿Cómo el señor Aspíllaga?
Y es que del señor Aspíllaga no tenemos noticias. Lo suponíamos encerrado en sus habitaciones. Lo suponíamos muerto de frío. Lo suponíamos acatarrado. Lo suponíamos junto a la estufa. Lo suponíamos leyendo su periódico de principio a fin. Desde la cabeza hasta el pie de imprenta. Y por eso nos asombra la aseveración de que está como nosotros.
Otra vez la gente nos interroga:
—¿Y qué piensan ustedes de la presidencia del senado? ¿Les parece que volverá a ser para Bernales?
Y nosotros contestamos lo primero que se nos ocurre:
—¡Por supuesto!
Pero la gente nos observa:
—¡Es que Aspíllaga no quiere!
Y nosotros le damos la respuesta más fácil que hallamos a la mano:
—¡Aunque Aspíllaga no quiera!
Sentimos que llueve. Abrimos la ventana para comprobarlo. Y el aguacero nos cae en la cara. Nos cae sañudamente. Y tenemos que cerrar la ventana.
Entonces somos nosotros los que interrogamos:
—¿Y estas lluvias? ¿Qué nos dicen ustedes de estas lluvias? ¿Han leído ustedes el artículo de Racso? ¿Han leído ustedes el artículo de Lavalle? ¿Han leído ustedes el artículo de Aries?
Y la gente nos mira con desprecio:
—¿Pero ustedes se preocupan también de las lluvias? ¿Pero ustedes se preocupan también de las corrientes marítimas? ¿Pero ustedes se preocupan también del cielo y las estrellas? ¿Ustedes que son periodistas?
Tanta es la compasión con que la gente nos dirige estas preguntas que no podemos menos que avergonzarnos de ser como somos.
Y, acordándonos con más fuerza que nunca de que somos periodistas de Lima, periodistas políticos, periodistas de la oposición, le damos la razón a la gente:
—¡De veras! ¡Nosotros no tenemos que ver con las lluvias!
Y, después de buscar desesperadamente un chisme cualquiera en alguno de los rincones de nuestra escueta fantasía, comenzamos a hablar de esta manera:
—Pues bien. Han de saber ustedes que Villarán…
Que es, más o menos, como nosotros debemos hablar siempre.
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 2 de julio de 1918. ↩︎