4.5. Asamblea en ciernes – Tercio emocionante
- José Carlos Mariátegui
Asamblea en ciernes1
Eso de la reorganización demócrata camina.
Irrespetuosamente nos atrevemos nosotros a pensar algunas veces que la gloria de la declaración de principios y de la entrada de Cocharcas es una gloria que se apaga, que se aleja y que se envejece. Una gloria que comienza a parecerse a la gloria de La Breña, a la gloria de la “huaripampeada” y a las demás glorias que todavía miramos colgadas de la panoplia del partido constitucional. Y que todavía hacen ruido cuando saca su espada el general Cáceres. Y que todavía dan miedo.
Pero es que nosotros somos nosotros. Unos buenos chicos en riña con los hombres de peso. Y el país es muy distinto. El país aún se emociona cuando se acuerda de la coalición. Aún se entusiasma cuando se acuerda de la estrategia del coronel Oré. Aún se enternece cuando se acuerda de la prócera cantinera del 95. Y aún suspira cuando se acuerda de que esos tiempos y esas hazañas se han acabado para siempre.
Y es que estos demócratas saben asombrar al país. Un día les dicen que su fama anda enmohecida. Y al día siguiente hacen un veintinueve de mayo. No les importa que los metan al Panóptico. Quieren únicamente que se les admire.
Mucho se ha eclipsado con los años la bizarría de los demócratas. Ya no son, sin duda alguna, los mismos revolucionarios que antes. Pero les queda el aire. Ni más ni menos que como el doctor Durand. Y, ni más ni menos también, con el aire les basta.
Quien ve entrar al senado, por ejemplo, al señor Gazzani, sabe que el señor Gazzani no es ya un varón de terribles arrestos sino un varón sereno y prudente. Pero encuentra en el continente del señor Gazzani el aire de un demócrata legendario. Y pasa lo mismo con el señor Souza. Y con el señor don Pedro de Osma. Y con el señor don Manuel Ortiz de Zevallos. Y con el ilustre presidente del Senado señor don José Carlos Bernales. El único demócrata que ha perdido hasta el aire es el señor Capelo.
Y, por todas estas muchas razones, la reorganización demócrata tiene eco, tiene trascendencia, tiene interés. El pueblo, a pesar de los taimados ataques del señor Maúrtua al señorío del pisco, grita aún de vez en cuando que es pierolista. Y pierolista quiere decir demócrata. Aunque demócrata no quiera decir pierolista.
Para que la reorganización demócrata camine y para que camine con suerte no puede haber, por esto, ningún auspicio más milagroso que la presencia del señor don Carlos de Piérola en su gobierno y dirección. Un partido demócrata con el nombre del señor Piérola en su bandera es para la gente un partido demócrata auténtico. Auténtico y pierolista, que es lo necesario.
Y así es como, bajo el auspicio del señor don Carlos de Piérola, tendremos en agosto asamblea demócrata. Teniendo asamblea demócrata tendremos partido demócrata. Y tendremos acaso ruido en las calles y vivas en las esquinas. Y tendremos, finalmente, lunch en la Alameda de los Descalzos. O pachamanca más bien.
Habrá algo que ya no había.
Y volveremos acaso a los románticos tiempos en que el doctor Baltazar Caravedo, gran folklorista hoy y joven estudiante entonces, era palmeado en el hombro por gente que le decía con sumo convencimiento y enamorado énfasis:
—¡Somos de la causa!
Irrespetuosamente nos atrevemos nosotros a pensar algunas veces que la gloria de la declaración de principios y de la entrada de Cocharcas es una gloria que se apaga, que se aleja y que se envejece. Una gloria que comienza a parecerse a la gloria de La Breña, a la gloria de la “huaripampeada” y a las demás glorias que todavía miramos colgadas de la panoplia del partido constitucional. Y que todavía hacen ruido cuando saca su espada el general Cáceres. Y que todavía dan miedo.
Pero es que nosotros somos nosotros. Unos buenos chicos en riña con los hombres de peso. Y el país es muy distinto. El país aún se emociona cuando se acuerda de la coalición. Aún se entusiasma cuando se acuerda de la estrategia del coronel Oré. Aún se enternece cuando se acuerda de la prócera cantinera del 95. Y aún suspira cuando se acuerda de que esos tiempos y esas hazañas se han acabado para siempre.
Y es que estos demócratas saben asombrar al país. Un día les dicen que su fama anda enmohecida. Y al día siguiente hacen un veintinueve de mayo. No les importa que los metan al Panóptico. Quieren únicamente que se les admire.
Mucho se ha eclipsado con los años la bizarría de los demócratas. Ya no son, sin duda alguna, los mismos revolucionarios que antes. Pero les queda el aire. Ni más ni menos que como el doctor Durand. Y, ni más ni menos también, con el aire les basta.
Quien ve entrar al senado, por ejemplo, al señor Gazzani, sabe que el señor Gazzani no es ya un varón de terribles arrestos sino un varón sereno y prudente. Pero encuentra en el continente del señor Gazzani el aire de un demócrata legendario. Y pasa lo mismo con el señor Souza. Y con el señor don Pedro de Osma. Y con el señor don Manuel Ortiz de Zevallos. Y con el ilustre presidente del Senado señor don José Carlos Bernales. El único demócrata que ha perdido hasta el aire es el señor Capelo.
Y, por todas estas muchas razones, la reorganización demócrata tiene eco, tiene trascendencia, tiene interés. El pueblo, a pesar de los taimados ataques del señor Maúrtua al señorío del pisco, grita aún de vez en cuando que es pierolista. Y pierolista quiere decir demócrata. Aunque demócrata no quiera decir pierolista.
Para que la reorganización demócrata camine y para que camine con suerte no puede haber, por esto, ningún auspicio más milagroso que la presencia del señor don Carlos de Piérola en su gobierno y dirección. Un partido demócrata con el nombre del señor Piérola en su bandera es para la gente un partido demócrata auténtico. Auténtico y pierolista, que es lo necesario.
Y así es como, bajo el auspicio del señor don Carlos de Piérola, tendremos en agosto asamblea demócrata. Teniendo asamblea demócrata tendremos partido demócrata. Y tendremos acaso ruido en las calles y vivas en las esquinas. Y tendremos, finalmente, lunch en la Alameda de los Descalzos. O pachamanca más bien.
Habrá algo que ya no había.
Y volveremos acaso a los románticos tiempos en que el doctor Baltazar Caravedo, gran folklorista hoy y joven estudiante entonces, era palmeado en el hombro por gente que le decía con sumo convencimiento y enamorado énfasis:
—¡Somos de la causa!
Tercio emocionante
El señor Fariña es un orador de mucha cuerda.
Por eso, desde que nosotros vimos al señor Fariña pararse a hablar contra la emisión, comprendimos que su discurso duraría luengas horas. Se lo conocimos en la cara. Aunque al señor Fariña no es fácil conocerle algo en la cara.
Y así no pudimos ayer asombrarnos de que el señor Fariña estirase su disertación como un alfeñique.
Sentados en cuclillas lo escuchábamos y cotejábamos sus palabras con los arrugados y jurídicos faldones de su chaqué.
Y abríamos la boca cuando el señor Fariña, que es muy religioso y muy católico, profetizaba terribles catástrofes para la república si la Cámara de Diputados aprobaba la emisión:
—¡Será el caos! ¡Será la ruina! ¡Será la miseria! ¡El hambre rugirá en los hogares! ¡El pueblo pecará! ¡Grandes muchedumbres saquearán las tiendas de los chinos! ¡No habrá “sencillo” para dar vuelta! ¡Tampoco habrá “duro” para recibirla! ¡El mar del Callao se vendrá hasta La Legua! ¡Los ricos tendrán que salir a espetaperros perseguidos por los pobres descamisados y famélicos! ¡Se marcharán al extranjero en los vapores de la Compañía Peruana de Vapores! ¡Pero los submarinos alemanes los echarán a pique! ¡Y ese será su castigo!
Nosotros nos sobábamos las manos de gusto murmurando:
—¡Ahora las palabras del señor Cornejo! ¡Mañana lloraréis como siervos lo que no habéis sabido impedir como ciudadanos! ¡Y una ovación tremenda!
Pero nos convencíamos enseguida de que el señor Fariña no quería acabar tan pronto. Le había dado fuerte con las profecías lúgubres. Su entonación era la entonación del Apocalipsis. Y su frase también. ¡El Diluvio! ¡La mar brava! ¡El Anticristo! ¡Babilonia, la inmunda! ¡La gran bestia!
Y el público de la barra, que no está para recordar a San Juan Evangelista, se sentía en la Cámara con el discurso agorero del señor Fariña como en el teatro con los dramas policiales.
Mas el señor Maúrtua, nuestro ministro bolchevique, no se entretenía como el público.
Y, dadas las ocho y media de la noche, le pidió permiso al señor Fariña para interrumpirlo de esta suerte:
—¡Todas las fantasías del señor Fariña se asientan sobre sus graciosas interpretaciones gramaticales!
Y el señor Fariña puso el grito en el cielo:
—¡Protesto señor presidente! ¡Protesto ante Dios y los hombres!
Y lo aplaudió el señor Balta con las dos manos.
Hizo el señor Maúrtua un ademán con una sola mano:
—Es aplauso del señor Balta…
Por eso, desde que nosotros vimos al señor Fariña pararse a hablar contra la emisión, comprendimos que su discurso duraría luengas horas. Se lo conocimos en la cara. Aunque al señor Fariña no es fácil conocerle algo en la cara.
Y así no pudimos ayer asombrarnos de que el señor Fariña estirase su disertación como un alfeñique.
Sentados en cuclillas lo escuchábamos y cotejábamos sus palabras con los arrugados y jurídicos faldones de su chaqué.
Y abríamos la boca cuando el señor Fariña, que es muy religioso y muy católico, profetizaba terribles catástrofes para la república si la Cámara de Diputados aprobaba la emisión:
—¡Será el caos! ¡Será la ruina! ¡Será la miseria! ¡El hambre rugirá en los hogares! ¡El pueblo pecará! ¡Grandes muchedumbres saquearán las tiendas de los chinos! ¡No habrá “sencillo” para dar vuelta! ¡Tampoco habrá “duro” para recibirla! ¡El mar del Callao se vendrá hasta La Legua! ¡Los ricos tendrán que salir a espetaperros perseguidos por los pobres descamisados y famélicos! ¡Se marcharán al extranjero en los vapores de la Compañía Peruana de Vapores! ¡Pero los submarinos alemanes los echarán a pique! ¡Y ese será su castigo!
Nosotros nos sobábamos las manos de gusto murmurando:
—¡Ahora las palabras del señor Cornejo! ¡Mañana lloraréis como siervos lo que no habéis sabido impedir como ciudadanos! ¡Y una ovación tremenda!
Pero nos convencíamos enseguida de que el señor Fariña no quería acabar tan pronto. Le había dado fuerte con las profecías lúgubres. Su entonación era la entonación del Apocalipsis. Y su frase también. ¡El Diluvio! ¡La mar brava! ¡El Anticristo! ¡Babilonia, la inmunda! ¡La gran bestia!
Y el público de la barra, que no está para recordar a San Juan Evangelista, se sentía en la Cámara con el discurso agorero del señor Fariña como en el teatro con los dramas policiales.
Mas el señor Maúrtua, nuestro ministro bolchevique, no se entretenía como el público.
Y, dadas las ocho y media de la noche, le pidió permiso al señor Fariña para interrumpirlo de esta suerte:
—¡Todas las fantasías del señor Fariña se asientan sobre sus graciosas interpretaciones gramaticales!
Y el señor Fariña puso el grito en el cielo:
—¡Protesto señor presidente! ¡Protesto ante Dios y los hombres!
Y lo aplaudió el señor Balta con las dos manos.
Hizo el señor Maúrtua un ademán con una sola mano:
—Es aplauso del señor Balta…
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 6 de junio de 1918. ↩︎