4.6. Tercera etapa – Años y lentes

  • José Carlos Mariátegui

Tercera etapa1  

         Nos ratificamos en que el señor Fariña es un orador de mucha cuerda. Y no nos rectificamos en nada de lo que hemos dicho de él. Ni en lo de que es muy católico, por ejemplo.
         Parece que el señor Fariña quiere que su discurso sobre la emisión pase a la historia. Que pase a la historia por largo. Y la república no se opone a este inocente anhelo del señor Fariña.
         Se encoge de hombros y dice:
         —Bueno; ¡que pase!
         Y el señor Fariña piensa que la república lo aclama. Y que lo mira. Y que lo guapea. Y que lo alienta. Y que, más tarde, con la mano puesta sobre la historia, hablará así:
         —En tal época el diputado Fariña pronunció un discurso que duró tantos días.
         Y, claro, no hay, por eso, quien le corte el vuelo al señor Fariña que, si batiendo las alas no parece un águila caudal, parece por lo menos un pájaro marino. Pero no, por supuesto, un albatros ni un petrel de esos que presagian las tempestades, sino un pájaro pacífico y bueno. Un pájaro de las islas sin duda alguna.
         Todas las gentes de la ciudad que acudieron ayer a la galería de la Cámara comprendieron desde el primer momento que el señor Fariña iba a seguir remontándose.
         Y, naturalmente, se sentaron.
         El señor Maúrtua, nuestro ministro bolchevique, puso sobre su carpeta un enorme paquete de cigarrillos pastosos, encendió uno y empezó a echar humo.
         Y el señor Fariña se inició con una apología de los números:
         —¿Por qué el señor Maúrtua se ríe de mis números? ¡El número es la verdad! ¡Es la verdad suma, la verdad máxima, la verdad altísima! ¡El número aparece, señores diputados, hasta en las tablas de Moisés! ¡Luego el número es de origen divino! ¿Cómo, pues, señor Maúrtua, gran hombre de ciencia, desdeña el número?
         Y con estas y otras muy sazonadas razones continuó haciendo la apología del número. Una apología que, por pronunciarla el señor Fariña, era un panegírico. Un gran panegírico.
         Hubo en la barra, en honor al número, sumas, restas y multiplicaciones y hubo en la Cámara diputados que comenzaron a jugar al “michi”.
         Y el señor Fariña pasó del número a la balanza.
         —Ahora seguiré ocupándome de la balanza comercial. Entro en la segunda parte de mi disertación.
         Circuló a la sordina este comentario:
         —El discurso del señor Fariña es como El conde de montecristo. Dura varios días y tiene muchas partes. Como El conde de montecristo. Y como Los misterios de New York.
         Y el señor Pardo suspendió la sesión y bajó corriendo desde su estrado para rogarle al señor Fariña:
         —¡Deje tranquila a la balanza! Y para agregarle un latincito:
         —¿Quousque tandem, Fariña?
         Pero el señor Fariña reanudó su discurso.
         Y el público se aficionó de un estribillito:
         —Sube la balanza.
         Y luego de este otro:
         —Baja la balanza.
         Y finalmente de este:
         —Sube y baja.
         Todo su pensamiento lo colocaba el señor Fariña sobre la balanza. Y lo pasaba de un platillo a otro. Dale que dale. Más que un orador parlamentario era el señor Fariña, sin duda alguna, un inspector de pesas y medidas. El problema del cambio se llamaba para él el problema de la balanza. De la balanza comercial.
         Y así llegó el final de la sesión.
         Bajando y subiendo la balanza el señor Fariña. Y echando humo el señor Maúrtua.
Humo de habano.

Años y lentes  

         Estamos muertos de pena.
         Y no es porque nos hayan llegado al alma las profecías apocalípticas del señor Fariña, ni es porque los submarinos alemanes hayan aparecido en los mares de nuestro continente colónida, ni es porque el Sr. Balta haya perdido su sabia ecuanimidad e ingeniero y de matemático, ni es porque el señor don Jorge Prado se nos haya ido otra vez a los distritos rurales de su predilección y de sus andanzas.
         Es porque el señor Balbuena se ha puesto lentes. Porque se los ha puesto de la noche a la mañana. Porque se los ha puesto sin darle ninguna disculpa a sus electores. Y porque se los ha puesto sin esperar que se los pusiera antes el señor Manzanilla de quien es discípulo muy amado.
         Nos parece que mirar al señor Balbuena con lentes es como mirarlo sin juventud. Su juventud estaba en sus ojos y en su sonrisa.
         Y el señor Balbuena, como el señor Manzanilla, se sonreía sobre todo con los ojos.
         Conmovidos en el alma, se lo hemos dicho al señor Balbuena:
         —Esos lentes lo envejecen. Esos lentes lo desnaturalizan. Esos lentes lo cambian.
         El señor Balbuena nos ha replicado:
         —¡Los uso en obediencia al dictamen de mi médico! ¡Como soy un hombre moderno me someto siempre a la palabra de la ciencia!
         Y le hemos asegurado entonces:
         —Esos lentes lo asemejan al señor Fariña.
         Y naturalmente el señor Balbuena ha protestado:
         —¡Perdón! ¡Yo no puedo semejarme al señor Fariña! ¡Aunque, por supuesto, el Sr. Fariña merece toda mi devoción y toda mi reverencia!
         Pero nosotros hemos insistido:
         —Esos lentes lo asemejan por lo menos al señor Parodi.
         Y el señor Balbuena ha seguido protestando.
         Nosotros, consternados, muy consternados, nos hemos despedido del señor Balbuena.
         Y más tarde el señor Balbuena nos ha cogido de la mano para hacernos esta confidencia:
         —¡Oigan ustedes! ¡Esos lentes me han sido ordenados por el doctor Flórez! ¡Y el doctor Flórez, además de ser oculista, es ministro liberal! ¡Y yo tengo que hacerle caso al ministro de mi partido! ¡Yo soy muy disciplinado!


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 7 de junio de 1918. ↩︎