4.18. Ambiente dramático

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Lima está de salir corriendo.
         Un chico de la Universidad se bate con todos los senadores Lanatta y con el diputado Mavila. El señor don Felipe Pardo, marqués y mayorazgo, arremete contra el señor don Augusto B. Leguía. El señor don Augusto Leguía y Swayne le responde a nombre de su padre. El señor don José de la Riva Agüero se pone terrible contra esta hoja del General La Fuente. El señor Corbacho no acaba de sacarse papeles del bolsillo. El señor Grau nos mata de miedo a gritos.
         Y hasta el señor don Mariano H. Cornejo, nuestro ilustre senador por Puno, reta a duelo al señor Tudela y Varela, después de tundir con una saña de bolchevique a nuestro desventurado parlamento.
         Solo que, felizmente, este duelo del señor Cornejo con el señor Tudela y Varela no es sino duelo epistolar. Nada de sables. Nada de floretes. Nada de pistolas. Nada de padrinos. Duelo de cartas no más. Carta va. Carta viene. Una pluma de ave, romántica y legendaria, para el señor Cornejo. Y un estilógrafo para el señor Tudela y Varela.
         Estamos por creer que jamás en esta mansa y desabrida tierra de mestizos hubo tanta riña y tanta batalla.
         Y es que todo no es sino belicosidad.
         El señor Cornejo que es el personaje más pacífico de la república quiere la guerra. La guerra contra Alemania. La guerra mañana mismo. Y cuando el señor Cornejo quiere la guerra es, probablemente, porque el general Cáceres, por ejemplo, quiere montar a caballo inmediatamente. Y porque el general Canevaro, quiere equipar por su cuenta un regimiento.
         Haciéndose la guerra los unos y los otros, se preparan aquí los hombres, sin duda alguna, para hacer la guerra al enemigo. Y por eso es, tal vez, que se entretienen en tirarse tajos y echarse bala entre ellos. El período parece de revolución y de trocatinta. Pero no es sino de entrenamiento.
         Y no hay modo de tener el ánima tranquila.
         Cuando por un milagro del cielo comienza un minuto de sosiego el señor Corbacho nos repite su frase:
         —¡La historia se repite!
         Y, naturalmente, nos deja fríos. En vano queremos separar los ojos de la tierra y tocarlos en el cielo. En vano llamamos a Aries, que pasa por la acera de enfrente, para pedirle que nos diga dónde está su estrella. En vano Aries nos la señala con el dedo. En vano nos quedamos mirándola con la boca abierta.
         En vano.
         Por aquí no más tenemos un ruido de esgrima que nos paraliza el corazón y nos demuda el semblante.
         Ni a la máquina de escribir nos dan ganas de acercarnos. Nos asusta la idea de que se nos escape una mala palabra y de que nos armen una polémica. Temblamos de pavor pensando en la posibilidad de perder nuestro tino. Y nos apocamos preguntándonos si no sería de morirse que una de estas mañanas también nosotros nos despertáramos agresivos y empezásemos por tirarle el café a la cara al criado que nos sirve el desayuno.
Porque en este mundo nadie está libre de una desgracia.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 19 de junio de 1918. ↩︎