3.8. Raid sonoro
- José Carlos Mariátegui
1Caballero en un tordillo de paso, con criollo aderezo, blanco y fino jipijapa, noble pellón sampedrano y campesinos arreos señoriales y asistido por abundante y gentil cortejo de hacendados y labradores, ha recorrido pueblecitos y caletas, fundos y parcelas, ingenios y alquerías, nuestro buen amigo el señor don Jorge Prado, durante varios días que han sido de inefable gozo para su espíritu, de denodada actividad para su cuerpo y de resignado esfuerzo para su cabalgadura.
Aburríase el señor Prado en la ciudad. Ir y venir de Chorrillos a Lima, leer los periódicos de la mañana en el lecho sazonando su lectura con el desayuno, ojear los periódicos de la tarde como sobremesa del té doméstico, discurrir por los salones de la hidalga casona solariega, hacer un viaje dominical a Chosica, conversar con dos o tres personajes trascendentales, encontrarse con nosotros en esta acera que nos une, nos coaliga y nos solidariza y devolverle el saludo a tal cual adolescente de la grey de don Pedro de Ugarriza, eran cosas más o menos interesantes todas, pero no podían ser cosas que tuviesen contento y entretenido en esta tierra al señor Prado. Tal vida era para él monótona, cansada y fastidiosa y hacíale añorar sus días de combate ardoroso y de alocución altisonante.
Y, por eso, alborozado y risueño, se despidió una mañana de sus familiares y vecinos para marcharse, con dos o tres de sus amigos de los valles, a correr alegremente por los campos, cenar patriarcalmente en las aldeas y dormir tibia y parcamente en las haciendas tan hospitalarias como madrugadoras.
Comentaron el suceso las gentes de la ciudad que bien quieren al señor Prado haciéndose toda suerte de conjeturas sobre su andanza y las honestas o pecadoras intenciones que a ella la habían empujado. Se acordaron de que el catorce era su “santo”. Y se preguntaron por qué no había querido pasar ese día en la ciudad entre las cumplimentaciones de sus amigos y de sus partidarios.
Y hubo quienes se explicaron así el viaje del señor Prado:
—Jorge Prado se ha ido de la ciudad huyendo, sin duda alguna, del homenaje público. No ha querido que se le vitorease ni que se le aclamase. Ha deseado alejarse del ruido y de la popularidad.
Pero nosotros les refutamos:
—¡Inexacto!
Y les probamos en seguida, con sobrados y elocuentes argumentos, que se engañaban. Les dijimos que don Jorge Prado ama el ruido y la popularidad. Que le place sentirse entre las muchedumbres. Que lo posee el fervor democrático. Que lo arrebata la jornada cívica. Que todo en él es de tumultuario y nada es en él de benedictino. Y que precisamente para mirarse rodeado por las masas se había ido a los valles.
Todos se convencían prontamente de que estábamos en lo cierto. Don Jorge Prado no había dejado la ciudad en busca de paz y de silencio. Había dejado la ciudad para rememorar en los valles, trabajadores y leales, los bulliciosos días de mayo en que su candidatura se paseaba estruendosamente por nuestra provincia, enardeciendo a las multitudes, preocupando a las autoridades y sacando de quicio a toda la gente reñidora y vocinglera. Y había querido que fuesen los electores de los valles y no los electores de la ciudad quienes lo celebrasen porque fueron los electores de los valles quienes le dieron la mayoría de votos. La ciudad lo ama; pero los valles lo aman mucho más. La ciudad es suya; pero los valles son más suyos todavía. La ciudad es grande; pero los valles son mucho más grandes aún.
Muy pronto nuestras afirmaciones se han visto confirmadas.
Veinte telegramas nos han contado que estos días no han sido de apacible y dulce tranquilidad virgiliana para don Jorge Prado. Han sido de fiesta, de popularidad, de estrépito, de repique, de ovación y vuelta al ruedo. Lurín, Chilca y Mala y otras varias poblaciones han acogido con palmas, cohetes y discursos al señor Prado. Cada aldea lo ha recibido con sus mejores galas. En su honor han hablado los alcaldes, han colgado cadenetas y quitasueños los niños y se han adornado las hermosas.
Y ni siquiera en el Palacio de Gobierno se ha puesto en duda la diáfana y blanca inocencia de esta excursión de don Jorge Prado. Aunque se sabe que las aclamaciones de los pueblos y de las haciendas no han sido solo para él. Y que todas no han sido aclamaciones.
Aburríase el señor Prado en la ciudad. Ir y venir de Chorrillos a Lima, leer los periódicos de la mañana en el lecho sazonando su lectura con el desayuno, ojear los periódicos de la tarde como sobremesa del té doméstico, discurrir por los salones de la hidalga casona solariega, hacer un viaje dominical a Chosica, conversar con dos o tres personajes trascendentales, encontrarse con nosotros en esta acera que nos une, nos coaliga y nos solidariza y devolverle el saludo a tal cual adolescente de la grey de don Pedro de Ugarriza, eran cosas más o menos interesantes todas, pero no podían ser cosas que tuviesen contento y entretenido en esta tierra al señor Prado. Tal vida era para él monótona, cansada y fastidiosa y hacíale añorar sus días de combate ardoroso y de alocución altisonante.
Y, por eso, alborozado y risueño, se despidió una mañana de sus familiares y vecinos para marcharse, con dos o tres de sus amigos de los valles, a correr alegremente por los campos, cenar patriarcalmente en las aldeas y dormir tibia y parcamente en las haciendas tan hospitalarias como madrugadoras.
Comentaron el suceso las gentes de la ciudad que bien quieren al señor Prado haciéndose toda suerte de conjeturas sobre su andanza y las honestas o pecadoras intenciones que a ella la habían empujado. Se acordaron de que el catorce era su “santo”. Y se preguntaron por qué no había querido pasar ese día en la ciudad entre las cumplimentaciones de sus amigos y de sus partidarios.
Y hubo quienes se explicaron así el viaje del señor Prado:
—Jorge Prado se ha ido de la ciudad huyendo, sin duda alguna, del homenaje público. No ha querido que se le vitorease ni que se le aclamase. Ha deseado alejarse del ruido y de la popularidad.
Pero nosotros les refutamos:
—¡Inexacto!
Y les probamos en seguida, con sobrados y elocuentes argumentos, que se engañaban. Les dijimos que don Jorge Prado ama el ruido y la popularidad. Que le place sentirse entre las muchedumbres. Que lo posee el fervor democrático. Que lo arrebata la jornada cívica. Que todo en él es de tumultuario y nada es en él de benedictino. Y que precisamente para mirarse rodeado por las masas se había ido a los valles.
Todos se convencían prontamente de que estábamos en lo cierto. Don Jorge Prado no había dejado la ciudad en busca de paz y de silencio. Había dejado la ciudad para rememorar en los valles, trabajadores y leales, los bulliciosos días de mayo en que su candidatura se paseaba estruendosamente por nuestra provincia, enardeciendo a las multitudes, preocupando a las autoridades y sacando de quicio a toda la gente reñidora y vocinglera. Y había querido que fuesen los electores de los valles y no los electores de la ciudad quienes lo celebrasen porque fueron los electores de los valles quienes le dieron la mayoría de votos. La ciudad lo ama; pero los valles lo aman mucho más. La ciudad es suya; pero los valles son más suyos todavía. La ciudad es grande; pero los valles son mucho más grandes aún.
Muy pronto nuestras afirmaciones se han visto confirmadas.
Veinte telegramas nos han contado que estos días no han sido de apacible y dulce tranquilidad virgiliana para don Jorge Prado. Han sido de fiesta, de popularidad, de estrépito, de repique, de ovación y vuelta al ruedo. Lurín, Chilca y Mala y otras varias poblaciones han acogido con palmas, cohetes y discursos al señor Prado. Cada aldea lo ha recibido con sus mejores galas. En su honor han hablado los alcaldes, han colgado cadenetas y quitasueños los niños y se han adornado las hermosas.
Y ni siquiera en el Palacio de Gobierno se ha puesto en duda la diáfana y blanca inocencia de esta excursión de don Jorge Prado. Aunque se sabe que las aclamaciones de los pueblos y de las haciendas no han sido solo para él. Y que todas no han sido aclamaciones.
Referencias
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Publicado en El Tiempo, Lima, 17 de mayo de 1918. ↩︎