3.9. Palabras y cigarrillos

  • José Carlos Mariátegui

 

        1Nuestro grave y trascendental Senado no acaba todavía de desenrollar el pliego de ingresos del presupuesto general de la república. Pasan los días apresuradamente. Pero los senadores, bajo la paternal presidencia del señor don José Carlos Bernales, se reúnen casi todas las tardes con la misma parsimonia, con la misma lentitud y con la misma calma. Avanzan paso a paso. Y así un día están en las aduanas. Otro día entran en los timbres. Y otro día llegan al guano de las islas.
        Parado en medio de la sala de sesiones, el señor don Miguel Grau no deja pasar ninguna partida sin una tremenda resistencia. Quiere ser para el presupuesto no un senador oposicionista sino más bien una línea Hindenburg. El público lo mira entusiasmado como a un goal-keeper formidable y heroico. Y piensa probablemente que cada partida que el senado aprueba es un gol que le meten al señor Grau.
        Y, por eso, cuando el señor Grau detiene una partida, el público grita:
        —¡Bravo!
        Siente el público que el señor Grau es un gran goal-keeper. Cree que una partida del gobierno no es para él sino una “bola”. Una bola que él ataja unas veces con una mano. Otras veces con un hombro. Y otras veces con un pie.
        Pero, sin embargo, el debate no tiene el fragor, el ardimiento ni el estrépito de su iniciación. El señor Grau comprende que su contendor el señor don Víctor M. Maúrtua, nuestro ministro bolchevique, es un contendor muy gentil. Y, como su ánima es un ánima de caballero castellano, el señor Grau se halla en la necesidad de ser muy valiente con el señor Maúrtua, pero también se halla en la necesidad de ser muy cortés y muy galante.
        De esto resulta que el señor Grau, aunque no cesa de hablarle con los puños más cerrados que nunca y la voz más apocalíptica que nunca, le dice de vez en vez al señor Maúrtua:
        —¡Usted que es un hombre de talento! ¡Usted que es un hombre de ciencia! ¡Usted que es un maestro! ¡Usted que es un gran parlamentario! ¡Usted que es un admirable orador!
        Y poco a poco el debate se aproxima más a una justa caballeresca. Se extinguen las intransigencias, desaparecen las palabras acérrimas, se endulzan los ademanes. La pujanza de la palabra no decae, pero la palabra se adorna y se engalana.
        De repente el señor Maúrtua quiere producir un asombro. Después de un ardoroso discurso del señor Grau reclamando bravamente que tal partida se aumente en dos mil libras, el señor Maúrtua, con una cara muy seria y un tono muy convencido, declara que realmente hay que aumentar esa partida, pero no en dos mil libras sino en veinte mil libras. El señor Grau se queda perplejo. Mira intranquilo al señor Maúrtua. Y luego exclama a la sordina:
        —¡Si es un maximalista!
        Y humorista siempre nuestro ministro bolchevique manda comprar un paquete de cigarrillos habanos antes de salir del ministerio. Sería capaz de ir al senado sin papeles y sin datos. Pero no sería capaz de ir sin cigarrillos.
        Y es que, durante la sesión, mientras el señor Grau habla y el señor Sousa le replica, el ministro bolchevique fuma un cigarrillo tras otro. Cuando el señor Grau hace una pausa, el señor Maúrtua prende un cigarrillo. Cuando el señor Grau reanuda su discurso, lo chupa. Y cuando la barra aplaude, suelta una gran bocanada de humo.
        De rato en rato se pone de pie y pronuncia un discurso con la misma elegante displicencia con que fuma un cigarrillo. Habla sin ruido, sin nerviosismo, sin estruendo. Su voz es sedante, su concepto tranquilo y su dialéctica ponderada.
        Y cuando se levanta la sesión mira risueñamente toda la ceniza que han dejado en la sala sus cigarrillos. Tal vez se pregunta si será que se han quemado en ellos todos los discursos, todos los apóstrofes y todos los argumentos de la tarde. O tal vez no se pregunta nada. Porque ambas cosas son muy posibles…


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 19 de mayo de 1918. ↩︎