3.4. En terna – Retazo parlamentario
- José Carlos Mariátegui
En terna1
Parece que la candidatura del señor Aspíllaga apresura el paso. Quiere asomarse pública y sonoramente a su ventana. Y quiere hablarle al pueblo. No se conforma con recibir en su gran casona solariega los halagos de la popularidad ni de pasar de incógnito por las calles metropolitanas. Ha resuelto ser de veras una candidatura.
Pensaba la gente que no era necesario, sino que el doctor Durand llegara a Lima para que la candidatura del señor Aspíllaga se cayera al suelo de susto. Pero la gente se equivocaba. El peligro ha fortalecido a la candidatura del señor Aspíllaga. La ha hecho sacar fuerzas de su elegancia, de su aristocracia y de su azúcar. Y la ha puesto de pie.
Empiezan a decir los aspillaguistas, muy persuasivos y muy serios.
—¿Creen ustedes que el gobierno no tiene candidato? Pues se engañan ustedes. Don Ántero es el candidato del gobierno. Solo don Ántero puede serlo.
—¿Y el señor don José Carlos Bernales?
—¡Oh!¡El señor Bernales no es civilista!¡Ni es azucarero!¡Apenas si es gerente de la Recaudadora! ¡Y presidente del senado!
—¿Y el doctor don Augusto Durand?
—¡Oh!¡El doctor Durand no es si quiera gerente de la Recaudadora!¡El doctor Durand no es siquiera presidente del senado!
—¿Y el Dr. don Francisco Tudela y Varela?
—¡Oh! ¡El doctor Tudela y Varela no es siquiera el doctor Durand!
Así estamos ya. Los aspillaguistas son más numerosos que antes de ayer. Y hablan con mucha circunspección, con mucha suficiencia y con mucha gravedad de la formalización de la candidatura del señor Aspíllaga. El paso ceremonioso y feliz del automóvil del señor Aspíllaga les infunde plena confianza en el presente y en el porvenir. Sobre todo, en el porvenir.
Y hasta se comienza a señalar a los probables vicepresidentes del señor Aspíllaga. Se asegura que el señor Aspíllaga tiene definitivamente elegidos sus vicepresidentes. Y se pondera los merecimientos de los dos vicepresidentes.
Anoche nos dieron los nombres en una esquina.
—El primer vicepresidente del señor Aspíllaga es un hombre muy alto.
—¿Muy alto? ¿Acaso es el señor don Víctor M. Maúrtua?
—No, señores. El señor Maúrtua es socialista. El primer vicepresidente del señor Aspíllaga es muy alto. ¡Pero es capitalista! ¡Es el señor don Víctor Larco Herrera!
—¡El señor Larco Herrera es leguiísta!
—¡El señor Larco Herrera es azucarero!
—¡Y filántropo!
—¡Eso es! ¡Azucarero y filántropo!
—¿Y quién es el segundo vicepresidente?
—El segundo vicepresidente del señor Aspíllaga es un hombre de ciencia.
Es el señor don José Balta.
—¡El señor Balta es liberal!
—¡El señor Balta es minero! ¡Y la candidatura del señor Aspíllaga es una candidatura del capital, de la riqueza, de la fortuna!
—¡Y el señor Larco Herrera es la Agricultura! ¡Y el señor Balta es la Minería!
—Ni más ni menos.
Los aspillaguistas andan encantados con sus noticias. Aseveran que en el mes de julio tendrán gabinete propio. Se miran en los espejos del Palais Concert con unas caras desbordantes de contento. Y grita por todos ellos don Pedro de Ugarriza mientras sonríe por todos ellos el joven mayorazgo don Ramón Aspíllaga y Anderson.
Pensaba la gente que no era necesario, sino que el doctor Durand llegara a Lima para que la candidatura del señor Aspíllaga se cayera al suelo de susto. Pero la gente se equivocaba. El peligro ha fortalecido a la candidatura del señor Aspíllaga. La ha hecho sacar fuerzas de su elegancia, de su aristocracia y de su azúcar. Y la ha puesto de pie.
Empiezan a decir los aspillaguistas, muy persuasivos y muy serios.
—¿Creen ustedes que el gobierno no tiene candidato? Pues se engañan ustedes. Don Ántero es el candidato del gobierno. Solo don Ántero puede serlo.
—¿Y el señor don José Carlos Bernales?
—¡Oh!¡El señor Bernales no es civilista!¡Ni es azucarero!¡Apenas si es gerente de la Recaudadora! ¡Y presidente del senado!
—¿Y el doctor don Augusto Durand?
—¡Oh!¡El doctor Durand no es si quiera gerente de la Recaudadora!¡El doctor Durand no es siquiera presidente del senado!
—¿Y el Dr. don Francisco Tudela y Varela?
—¡Oh! ¡El doctor Tudela y Varela no es siquiera el doctor Durand!
Así estamos ya. Los aspillaguistas son más numerosos que antes de ayer. Y hablan con mucha circunspección, con mucha suficiencia y con mucha gravedad de la formalización de la candidatura del señor Aspíllaga. El paso ceremonioso y feliz del automóvil del señor Aspíllaga les infunde plena confianza en el presente y en el porvenir. Sobre todo, en el porvenir.
Y hasta se comienza a señalar a los probables vicepresidentes del señor Aspíllaga. Se asegura que el señor Aspíllaga tiene definitivamente elegidos sus vicepresidentes. Y se pondera los merecimientos de los dos vicepresidentes.
Anoche nos dieron los nombres en una esquina.
—El primer vicepresidente del señor Aspíllaga es un hombre muy alto.
—¿Muy alto? ¿Acaso es el señor don Víctor M. Maúrtua?
—No, señores. El señor Maúrtua es socialista. El primer vicepresidente del señor Aspíllaga es muy alto. ¡Pero es capitalista! ¡Es el señor don Víctor Larco Herrera!
—¡El señor Larco Herrera es leguiísta!
—¡El señor Larco Herrera es azucarero!
—¡Y filántropo!
—¡Eso es! ¡Azucarero y filántropo!
—¿Y quién es el segundo vicepresidente?
—El segundo vicepresidente del señor Aspíllaga es un hombre de ciencia.
Es el señor don José Balta.
—¡El señor Balta es liberal!
—¡El señor Balta es minero! ¡Y la candidatura del señor Aspíllaga es una candidatura del capital, de la riqueza, de la fortuna!
—¡Y el señor Larco Herrera es la Agricultura! ¡Y el señor Balta es la Minería!
—Ni más ni menos.
Los aspillaguistas andan encantados con sus noticias. Aseveran que en el mes de julio tendrán gabinete propio. Se miran en los espejos del Palais Concert con unas caras desbordantes de contento. Y grita por todos ellos don Pedro de Ugarriza mientras sonríe por todos ellos el joven mayorazgo don Ramón Aspíllaga y Anderson.
Retazo parlamentario
Persiste en el Senado el debate encendido y atrayente. Bajo el preclaro auspicio del señor don José Carlos Bernales es allí apasionada la polémica, es allí sonoro el acento y es allí marcial el diapasón. Un ministro entra y otro ministro sale. Y la barra oye las cordiales amonestaciones de la campanilla presidencial. También ayer hubo un ministro en el senado. Un ministro, el señor Maúrtua, que acude muy familiarmente a las cámaras. Pero un ministro siempre. Y, por ende, tuvo la sesión un intenso ambiente popular.
Nuestro grande y buen amigo el señor Miguel Grau, el senador de la bíblica palabra y del nombre arcangélico y guerrero, interpeló con los puños cerrados al ministro bolchevique sobre el presupuesto general de la república.
—¿Qué le parece a usted, gran hacendista, este presupuesto?
Y le respondió el señor Maúrtua con su serena dialéctica de orador británico enemigo del estrépito.
—¡Este presupuesto no es mío! Pero es el presupuesto formulado por el poder ejecutivo. Y es el presupuesto recomendado por la comisión de hacienda de la cámara de senadores. Para mí es, pues, el presupuesto del gobierno y del congreso. Y mi deber de funcionario me obliga a conformarme con él. Yo salvo mi opinión personal sobre este presupuesto; pero no puedo sustituirlo porque es muy tarde para hacerlo. ¡Yo no puedo, además, vincularme a la responsabilidad de la demora del presupuesto!
Replicó el señor Grau con los puños cerrados siempre:
—¡Malo el presupuesto! ¡Malo el ministro! ¡Malo el abaratamiento! ¡Malo el carbón de palo! ¡Malo el plan de cultivos!
Y duplicó el señor Maúrtua:
—¡Bien! Ese ardimiento y esa entonación son los recursos sugestivos de las oposiciones. Pero yo reclamo siempre en las oposiciones un alto y permanente sentimiento de justicia. ¡Ahora no se me puede pedir un presupuesto científico! ¡Si me quedo en el ministerio de hacienda hasta la legislatura ordinaria —¡Dios no lo quiera!— les mandaré a las cámaras ese presupuesto científico! ¡Porque yo no he aceptado el ministerio para olvidarme de mis doctrinas y de mis teorías sino para intentar su aplicación! ¡Y para dejarlo tan luego como me convenza de la imposibilidad de poner en práctica en el gobierno mis ideas de parlamentario!
Por tercera vez el señor Grau cerró los puños. Mas era ya tarde. El ministro bolchevique, muy risueño y muy ecuánime, prendió un cigarrillo. Y nuestro señor don José Carlos Bernales tocó el campanillazo terminal.
Nuestro grande y buen amigo el señor Miguel Grau, el senador de la bíblica palabra y del nombre arcangélico y guerrero, interpeló con los puños cerrados al ministro bolchevique sobre el presupuesto general de la república.
—¿Qué le parece a usted, gran hacendista, este presupuesto?
Y le respondió el señor Maúrtua con su serena dialéctica de orador británico enemigo del estrépito.
—¡Este presupuesto no es mío! Pero es el presupuesto formulado por el poder ejecutivo. Y es el presupuesto recomendado por la comisión de hacienda de la cámara de senadores. Para mí es, pues, el presupuesto del gobierno y del congreso. Y mi deber de funcionario me obliga a conformarme con él. Yo salvo mi opinión personal sobre este presupuesto; pero no puedo sustituirlo porque es muy tarde para hacerlo. ¡Yo no puedo, además, vincularme a la responsabilidad de la demora del presupuesto!
Replicó el señor Grau con los puños cerrados siempre:
—¡Malo el presupuesto! ¡Malo el ministro! ¡Malo el abaratamiento! ¡Malo el carbón de palo! ¡Malo el plan de cultivos!
Y duplicó el señor Maúrtua:
—¡Bien! Ese ardimiento y esa entonación son los recursos sugestivos de las oposiciones. Pero yo reclamo siempre en las oposiciones un alto y permanente sentimiento de justicia. ¡Ahora no se me puede pedir un presupuesto científico! ¡Si me quedo en el ministerio de hacienda hasta la legislatura ordinaria —¡Dios no lo quiera!— les mandaré a las cámaras ese presupuesto científico! ¡Porque yo no he aceptado el ministerio para olvidarme de mis doctrinas y de mis teorías sino para intentar su aplicación! ¡Y para dejarlo tan luego como me convenza de la imposibilidad de poner en práctica en el gobierno mis ideas de parlamentario!
Por tercera vez el señor Grau cerró los puños. Mas era ya tarde. El ministro bolchevique, muy risueño y muy ecuánime, prendió un cigarrillo. Y nuestro señor don José Carlos Bernales tocó el campanillazo terminal.
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 9 de mayo de 1918. ↩︎