3.3. Desvíos de la fama

  • José Carlos Mariátegui

 

        1Poco a poco van apareciendo en el gesto, en el paso y en el continente del señor Balbuena la misma fatiga, la misma lasitud y el mismo desencanto que han aparecido en el gesto, en el paso y en el continente del señor Manzanilla. El señor Balbuena no habla, no va a Palacio, no coopera al abaratamiento de las subsistencias, no es aclamado por sus partidarios ni es recomendado en ninguna forma a la consideración pública. Ya ni siquiera se oye en el jirón de la Unión, en la puerta de una peluquería, de una confitería o de un periódico, su aguda risa estridente de avecilla alegre y venturosa.
        Podría suponerse que la juventud que se le escapa al señor Manzanilla se le escapa también al señor Balbuena. Que el mal que aqueja al maestro aqueja también al más amado de sus discípulos. Que, así como el señor Manzanilla y el señor Balbuena están identificados en el gozo, están también identificados en la pena.
        Pero no es así.
        Ocurre que la dolencia del señor Balbuena no es la dolencia del señor Manzanilla. No es que el enamorado corazón del discípulo tiembla de dolor porque se apaga el brillante alborozo del maestro. Es que el señor Balbuena siente que este es un momento hostil para su celebridad. Un momento en el cual no suena, no se le comenta, no se le mira y no se le busca. Un momento en el cual acaso solo nosotros, fidelísimos amigos suyos, desafiando el enojo del gran ciudadano don Juan Manuel Torres Balcázar, nos acordamos de él para quejarnos de que la popularidad no quiera rodearlo con sus favores.
        Mucho nos contraría que el señor Balbuena no esté en el pensamiento de las gentes, ni en los carteles de las esquinas, ni en las “cabezas” de los periódicos, ni en los gritos de los clubes, ni en el diario de los debates.
        Y, por esto, le decimos:
        —¡Vaya usted, doctor, a la Cámara!
        Y él nos responde con un tono de profunda decepción:
        —¡Si voy todos los días!
        Entonces le aconsejamos:
        —Bueno; pero no se calle. ¡Pronuncie algún discurso sensacional!
        Y se queda silencioso, pensativo e irresoluto.
        Pasa en su raudo y lujoso automóvil ministerial el ministro bolchevique señor Víctor Maúrtua y nosotros se lo señalamos al señor Balbuena:
        —¡Interpele usted al señor Maúrtua! ¡Trabe usted con él sonora batalla oratoria! ¡Haga usted que la atención pública no se concentre solo alrededor del señor Maúrtua sino también alrededor de usted!
        Pero el señor Balbuena mueve la cabeza:
        —¡No puedo! ¡El señor Maúrtua es mi amigo! ¡Y para mí no es el ministro de Hacienda sino el ministro del pueblo! ¡Y yo no puedo estar contra el ministro del pueblo!
        Hondamente consternados nos tenemos, pues, que quedar con el convencimiento de que el señor Balbuena se halla en un momento de crisis para su fama, para su lustre, para su sonoridad. Él sabe que se le olvida. Pero no se rebela contra esta dura injusticia del destino.
        Le hacemos un último reproche:
        —¿Y por qué si quiera no le ha pronunciado usted un discurso de bienvenida al doctor Durand? ¿Por qué no ha proclamado usted la candidatura del doctor Durand a la presidencia de la República, así como el señor Salazar y Oyarzábal ha proclamado la candidatura del señor Leguía?
        Y nuestro amigo, no pudiendo respondernos, suspira…


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 7 de mayo de 1918. ↩︎