3.14. Estamos conspirando

  • José Carlos Mariátegui

 

        1Aquellos típicos días peruanos de las amenazas y de los amagos revolucionarios; aquellos típicos días peruanos de los sobresaltos, de las grimas y de los cuchicheos, aquellos típicos días peruanos de las patrullas a la media noche y de los arrestos a medio día; aquellos típicos días peruanos de los “golpes” en ciernes, de los soplones en el techo y del pavor en los corazones medrosos; aquellos típicos días peruanos cuya pintura sabe hacer con tan sabrosas palabras, tan oportunas risas y tan discretos guiños el insigne folklorista nacional doctor Baltazar Caravedo; aquellos típicos días peruanos de la zozobra, de la desazón y de la sospecha no quieren extinguirse para siempre. Aunque ya no es posible que los Mateo Vera de la quebrada atraquen trenes y desasosieguen serranías, ni que una arenga del coronel Oré saque de quicio a la muy famosa provincia de Cañete, ni que una “montonera” huaripampee a un regimiento, ni que se repita ninguna de las muchas hazañas que adornaban antaño la historia de los próceres de nuestra democracia mestiza, parece que renacen otra vez en la ciudad las aprensiones y los temores de los tiempos en buena hora idos.
        Probablemente no es, sino que deseamos tener miedo como antes, alarma como antes y turbación como antes. Nos pesa mucho esta tranquilidad que el progreso nos ha traído. Y estamos a punto de salir a la calle a dar de gritos así:
        —¡Siquiera antes nos metíamos a la cama muertos de susto!
        Una política que no nos emociona, un gobierno que no nos emociona y una oposición que no nos emociona, no sirven para nada. Todo lo vuelven papeles impresos, epígrafes gordos y literatura altisonante. Pero no espeluznan a nadie. Y en esta tierra le tenemos mucha afición a lo trágico. Por eso creemos que Belmonte es el hombre más grande del mundo.
        De aquí que hayamos comenzado a pensar que se conspira. Y que el gobierno haya comenzado a vigilar los cuarteles. Y que los soplones hayan comenzado a aguaitar por las rendijas. Y que el señor Pardo haya comenzado a visitar los buques y los campamentos.
        Buscamos a tientas un complot que se nos escurre de las manos, se nos esconde y se nos pierde.
        —Pero, ¿ahora estamos conspirando contra el señor Pardo? —le preguntamos a uno de los que cuentan que el gobierno anda inquieto.
        —Ahora —nos responde.
        —¿Ahora que el señor Pardo concluye su período?
        —Conspiramos contra él precisamente por eso. Porque concluye su período.
        —No hay lógica.
        —Bueno; pero hay ganas de conspirar.
        Nosotros, bolcheviques, que creíamos acabada la era de las conspiraciones criollas, no fiamos en lo que nos aseguran.
        Movemos la cabeza.
        —¡Mentira! ¡No hay ganas! ¡No hay hombres! ¡No hay temores!
        Y nos porfían terriblemente:
        —¡Hay!
Pasa el automóvil presidencial llevándose a Miraflores al señor Pardo.
        —¡Ahí está! ¡El señor Pardo se va solito a Miraflores!
        —Se va corriendo con toda la fuerza de su gasolina. Y el teléfono avisa. Y los gendarmes esperan. Y se expurga a los autos en las avenidas.
        Pasa sonando su bocina el automóvil del ministro de guerra y empinándonos, vemos que el coronel La Fuente va dentro.
        Y nos agregan:
        —¡A veinte metros del señor Pardo va el ejército!
        Así es.
        Mas nosotros continuamos dudando de lo que nos refieren. Persistimos en nuestra convicción de que no volverán los días liquidados. Aseveramos que todo no es, sino que nos hemos aburrido del orden público y que anhelamos que alguien lo ponga de cabeza, aunque no sea sino para contrariar al señor Villanueva.
        —Protestamos:
        —¿Conspiración para quién? ¿Para qué? ¿Quién puede alimentarla? ¿El doctor Durand acaso? ¡Pero si el doctor Durand tiene a su partido en el ministerio de gobierno! ¿El doctor Prado y Ugarteche, tal vez? ¡Pero el doctor Prado es un político moderno y maestro de la juventud y hombre de ciencia! ¿El señor Leguía, quién sabe? ¡Pero si el señor Leguía está muy lejos!
        Y luego nos encogemos de hombros.
        ¡Bah!
        Y a tres cuadras de la imprenta, en la esquina donde tomamos todas las noches nuestro tranvía nos tropezamos con el doctor Caravedo que con la voz húmeda de alegría nos dice una vieja frase criolla:
        —¡La cosa está muy fea!
        Y entonces soltamos la carcajada.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 27 de mayo de 1918. ↩︎