3.15. Sones marciales

  • José Carlos Mariátegui

 

        1Estaba concertado que ayer se deliberara sobre el trigo en la Cámara de Diputados. Y que nuestro gran ministro bolchevique fuera a cobrarle su felino arañazo del otro día al señor Balta. Pero la oposición que, como el diablo, todo lo descompone no quiso que así aconteciera.
        Apenas se abrió la sesión la minoría mandó a la mesa un proyecto de mucha cola: la renta del guano para la defensa nacional.
        Dialéctica patriótica; ademán denodado; ruido guerrero.
        Y, después de prender la mecha, la minoría se subió a los escaños de su ángulo para ver cómo apagaba el fuego la mayoría.
        Pero la mayoría en lugar de apagarlo comenzó a avivarlo.
        Atizó el señor Sayán y Palacios y sopló el señor Borda. Sopló el señor Luna y atizó el señor Pinzás. Atizó el señor Pérez y sopló el señor Balta.
        Desde la tribuna de la prensa nosotros le poníamos toda suerte de apostillas a la sesión. Metíamos ruido hasta desasosegar a la guardia. Y posábamos nuestro pensamiento ora sobre la pelada cabeza del señor don Teófilo Menacho, ora sobre la pedagógica cabeza del señor Uceda, ora sobre la jadeante cabeza del señor Pinzás, ora sobre la ladina cabeza del Tunante, ora sobre la oleosa cabeza del señor Sánchez Díaz, ora sobre la huanuqueña cabeza del señor Ingunza.
        Mientras tanto la mayoría se enredaba cada vez más.
        Pedía el señor Borda.
        —¡Que venga el ministro de guerra!
        Y lo contradecía el señor Luna:
        —¡Que no venga!
        Y toda la mayoría lo mismo:
        —¡Que no venga!
        Hasta que el señor Borda concluía rindiéndose sudoroso y fatigado:
        —¡Bueno, que no venga!
        Y entonces el señor Luna, por dejar de una pieza al señor Borda, se sustituía en su petición:
        —¡Que venga el ministro de guerra!
        Se salía de quicio el señor Borda:
        —¿Pero usted no se oponía?
        Y el señor Luna le replicaba muy dueño de sí:
        —¡Eso era “enantes”!
        Nuestro señor don Juan Pardo, cuya calidad e ingeniero tiene sorprendida todavía a la Cámara de Diputados, no sabía cómo gobernar a esta mayoría, indisciplinada y revoltosa como la minoría.
        Mas no había guiño del señor Pardo que valiese.
        Uno hablaba; otro proponía: nadie se entendía. Vino un momento en que pareció que la conflagración se apagaba y que no quedaba de todo sino un poco de ceniza.
        Fue un momento de arrepentimientos:
        —Yo retiro mi pedido.
        —Yo retiro mi oposición.
        —Yo retiro mis palabras.
        —Yo retiro mi actitud.
        Respiró el señor Pardo:
        —¡Vaya!
        Y no pudo continuar respirando:
        El señor Castillo que, desde que se siente puesto en medio de la calle por el gobierno, habla con una entonación terrible, se puso de pie como si no se hubiese enterado de nada y empezó a clamar con todas sus fuerzas:
        —¡Hay que armar al país!
        Y entonces toda la mayoría se dio al mismo empeño de antes:
        —¡Que venga el ministro de guerra!
        Esta vez, gracias a la diligencia del Sr. Pardo, no se prolongó la polémica. Se acordó la concurrencia del ministro de guerra. Y desfallecidos se dejaron caer en sus escaños los diputados de la mayoría.
        Arriba, en su ángulo heroico, la minoría sonríe traviesa.
        Y el señor Pardo suspendió la sesión, convencido de la ineficacia del esfuerzo…
        Un gran progreso del señor Pardo.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 28 de mayo de 1918. ↩︎