3.1. Congreso a pasto

  • José Carlos Mariátegui

 

        1Este quinto congreso extraordinario es, según las crónicas y los cronistas, el primero de la historia del Perú. Y es para todos nosotros una cosa escapada de las regiones de lo acontecedero y de lo normal donde se posa habitualmente nuestra mirada y donde trisca aburridamente nuestro pensamiento.
        Nunca pasó por nuestra cabeza humilde y perezosa la sospecha de que el gobierno del señor Pardo alargaría hasta una quinta legislatura la temporada parlamentaria. Ni pasó tampoco tal sospecha por ninguna cabeza criolla, grande o chica, avizora o distraída, ensortijada o híspida. Ni por la donairosa cabeza iqueña del señor Manzanilla ni por la pelada cabeza roja del señor Teófilo Menacho. Ni por la fosforescente cabeza revolucionaria del señor Secada ni por la melancólica cabeza quechua del señor Manuel Jesús Gamarra. Ni por la complicada cabeza grandilocuente del señor Mariano H. Cornejo ni por la redonda cabeza de “pomito” del Conde de Lemos. Ni por la gentil cabeza millonaria del señor Ántero Aspíllaga ni por la tonsurada cabeza oleosa del señor Sánchez Díaz. Ni por la presidencial cabeza bondadosa del señor José Carlos Bernales ni por la arrepentida cabeza penitente del señor Peña Murrieta. Ni por la doctoral cabeza de niño serio del señor José de la Riva Agüero ni por la romántica cabeza tribunicia del señor Víctor Andrés Belaunde. Ni por la infantil cabeza “chaposita” del señor Manuel Químper ni por la abollada cabeza teologal del señor Germán Arenas. Ni por la catedrática cabeza de “divino calvo” del señor Manuel Vicente Villarán ni por la suculenta cabeza ladina del señor Manuel Bernardino Pérez. Ni por la científica cabeza rosada del gran alienista doctor Sebastián Lorente ni por la sabia cabeza aborigen del señor Tello. Ni por cabeza alguna, famosa o desconocida, agreste o metropolitana, rapada o undosa, de esta tierra perspicaz.
        Probablemente ni siquiera en la majestuosa cabeza de buenmozo del señor Pardo, cuando en el Nombre de Dios y de la Constitución del Estado se abrieron las sesiones del congreso ordinario, tuvo asiento la idea de que estas sesiones se prolongaran hasta el mes de mayo que en otras partes es el mes de las flores y de los troveros y que, entre nosotros, acaso para nuestra ventura, es el mes del partido liberal y de la revolución de Chosica.
        Y es que de un presidente que en el segundo año de su gobierno no nos dio ni una legislatura extraordinaria no era posible esperar que en el segundo año de su gobierno nos diera cinco. Y cinco legislaturas extraordinarias sin ningún intermedio de vacaciones para los fatigados senadores y diputados.
        Discurriendo sobre esta fiebre de convocatorias hemos encaminado nosotros nuestros pasos, después de muchos días de alejamiento, hacia las cámaras legislativas. Pero no hemos ido para devolvernos a su trato ni para saber si hay cansancio y fastidio en los señores don José Carlos Bernales y don Juan Pardo, preclaras personas que las dirigen, las guían y las conciertan. Hemos ido para poner los ojos en el asiento vacío del señor don José Matías Manzanilla nuestro muy insigne orador parlamentario.
        Y no hemos hallado siquiera en el camino al señor Manzanilla. Antes bien, hemos constatado una vez más que el señor Manzanilla se siente totalmente desvinculado de la actividad legislativa. Que cada convocatoria del señor Pardo es para él un documento que lo desasosiega y lo solivianta.
        Pasa que el recuerdo de los malos días de 1916 en que el señor Manzanilla, presidente de la Cámara de Diputados, aguardaba inútilmente que el señor Pardo convocase a una legislatura extraordinaria, se vuelve más acérrimo y enardecedor para el gran leader a medida que se suceden las convocatorias. La primera convocatoria desazonó al señor Manzanilla. La segunda convocatoria lo desazonó mucho más. La tercera convocatoria lo desazonó en supremo grado. La cuarta convocatoria turbó mortalmente su ánima cordial. La quinta convocatoria ha estado a punto de apagar para siempre su gran sonrisa, su clásica sonrisa, su historiada sonrisa. Y seguramente si hay una sexta convocatoria el señor Manzanilla se saldrá de quicio, convocará a un mitin, le hablará al pueblo, se pondrá furente y, reportado luego, concluirá su discurso con un chiste nervioso.
        Gentes que lo admiran y lo quieren, pero buenas y candorosas, atajan en las calles al señor Manzanilla y le preguntan:
        —¿Qué nos dice usted, maestro? ¿No nos dice usted que está muy contento? ¿No nos dice usted siquiera que el parlamentarismo se abre paso? ¿No nos dice usted, parlamentarista, que le alegra que el parlamento funcione hasta ahora?
        Y entonces el señor Manzanilla se inquieta:
        —¡Yo soy parlamentario! ¡Y soy parlamentarista! ¡Pero no puedo estar contento ni puedo alegrarme! ¡Yo era el presidente de la Cámara de Diputados en 1916!
        Y, después de pronunciar estas palabras, el señor Manzanilla se despide con las dos manos de las gentes buenas y candorosas que así lo abordan.
        Pero, sin embargo, el señor Manzanilla no quiere pedirle a su Cámara licencia para no concurrir a sus sesiones. Quiere que las gentes se fijen bien, todos los días, en su rebeldía sistemática y persistente. Quiere que lean en los diarios que no va a la Cámara.
        Y, por eso, llama consuetudinariamente por teléfono a uno de los secretarios de la Cámara y le habla así:
        —¡Amigo mío! ¡Póngame usted entre los inasistentes! ¡Pero póngame usted entre los inasistentes que han avisado su inasistencia! ¡Póngame con letras muy grandes!
        Y se para en la puerta de su estudio, con los brazos cruzados y con la sonrisa muy fuerte, para que miren las gentes que no está enfermo.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 5 de mayo de 1918. ↩︎