2.1. Lo mismo que ayer

  • José Carlos Mariátegui

 

        1Estamos en abril. Estamos en los primeros días de otoño. Y estamos en que el señor don Ántero Aspíllaga, gentil hombre de elegante continente de rico latifundio, sigue queriendo de rato en rato la presidencia de la República. Sin quererla por su cuenta sino más bien por cuenta del señor Pardo.
        Parece que la semana santa ha dejado aquietada la política nacional. Aunque, interrumpiendo la beatitud del sábado de gloria, se ha batido el señor don Miguel Grau con el señor don Orestes Ferro, no se siente ninguna efervescencia, ninguna trepidación, ningún estruendo. Todavía las cosas huelen a unción y saben a arrepentimiento y a pan de dulce.
        Alguien que quiere decir algo nuevo ataja a un transeúnte para conmoverlo.
        Y solo le dice una mentira muy vieja:
        —¡Leguía no viene!¡Aunque los leguiístas lo nieguen, es lo cierto que Leguía no viene! ¡Me lo ha dicho un hombre de mucho peso!
        Se asombra el transeúnte:
        —¿Pero no aseguraban que venía? ¿Pero no había salido ya de Londres? ¿Pero no había proclamado su candidatura a la presidencia de la República el señor Salazar y Oyarzábal?
        Y, luego, ese alguien se acerca a nosotros para asegurarnos lo mismo:
        —¡Leguía no viene! ¡Me lo ha dicho un hombre de mucho peso! ¡Un hombre que no puede decir sino la verdad!
        Solo que nosotros, acordándonos de nuestro insigne amigo, el doctor Baltazar Caravedo, le hemos respondido risueñamente:
        —¿Un hombre de mucho peso? Será entonces un vocal de la Suprema…
        Y nos hemos quedado inmediatamente sin interlocutor y sin noticia. Pero nos hemos quedado con el gran refocilamiento que produce siempre en nuestro espíritu la evocación del concepto criollo que atribuye a la palabra de los vocales de la Suprema la más infalible autoridad tanto para dictaminar sobre la validez de una credencial de diputados como para dictaminar sobre la excelencia de unos tamales con pichón o sobre la inocuidad del tabaco.
        Así son todas las noticias que pasan por la puerta de la imprenta y que penetran, de vez en vez, en nuestra estancia. Una noticia es que no viene el señor Leguía. Otra noticia es que sí viene. Otra noticia es que al señor Aspíllaga se le han caído varios mechones de pelo. Otra noticia es que al señor Aspíllaga no se le ha caído nada. Otra noticia es que el señor Tudela y Varela quiere también ser presidente de la República. Otra noticia es que el señor Tudela y Varela no quiere sino ser siempre ministro del señor Pardo. Ministro de relaciones exteriores o de hacienda. Pero ministro de todas maneras. Y presidente del gabinete.
        Salimos a la calle en busca de otros sucesos, de otras sospechas, de otras previsiones o de otras mentiras siquiera.
        Y en la esquina más próxima nos encontramos con el señor don Jorge Prado, a quien está enfermando la monotonía, que no nos dice sino esto:
        —¿Qué pasa? No pasa nada. Nada o casi nada. Ustedes que son periodistas tienen que saber que lo que pasa es muy poco. Qué pasa, por ejemplo, que Miguel Grau se bate pero que tira al aire. Y que naturalmente no pasa nada.
        Y en la esquina de La Colmena nos encontramos con el gran diputado iqueño señor don José Matías Manzanilla, que anda entregado a la presidencia del ilustre colegio de abogados, y que no nos dice sino esto:
        —¿Qué pasa? Pasa que somos muy felices. Mientras la humanidad se desangra, mientras la humanidad sufre, mientras la humanidad perece, nosotros vivimos encerrados dentro de nosotros mismos, contentos unos, mal contentos otros, yo conversando con ustedes, ustedes conversando conmigo, Paquita Escribano cantando tonadillas, ustedes escribiendo, yo estudiando y alabándolos a ustedes. ¡Los hombres de Europa en guerra y nosotros en paz! ¡Y yo, como siempre, abogado; yo, como siempre, profesor, y yo, como siempre, amigo de ustedes!
        Y en la otra esquina nos encontramos con el señor don Carlos Concha, buen amigo nuestro, que ha venido de La Paz, del Cuzco y de Arequipa, a donde se marchara en demanda de regalo, de placer y de salud y no de aventuras políticas como ha pensado la gente desmandada y suspicaz de esta ciudad. Pero el señor Concha no viaja a pie como nosotros sino en automóvil y a prisa. Y no podemos interrogarlo.
        Y, más allá, en la última esquina, cuando estamos ya con el pie en el estribo del tranvía que debe conducirnos al pueblo donde temporalmente nos hemos refugiado, nos encontramos con el señor don Alfredo Piedra, buen amigo nuestro también y, sobre todo, bolchevique latente también.
        Pero tampoco el señor Piedra puede darnos una noticia nueva, una noticia que nos interese, una noticia que podamos roer un rato por nuestra cuenta y otro rato por cuenta del público.
        Y no nos dice sino esto, que es muy poco decirnos:
        —¿Qué pasa? ¡Pasa que este es el Perú todavía!


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 1 de abril de 1918. ↩︎