2.2. Pobres, pero magníficos

  • José Carlos Mariátegui

 

        1He aquí, señores, que hemos estado en lo verdadero cuando hemos dicho que el señor Pardo que nos manda era un varón de elevado temperamento artístico. El señor Pardo acaba de probar la justicia de nuestras aseveraciones. Acaba de demostrar que no hemos mentido. Acaba de venir una vez más en socorro de nuestro pensamiento. Le ha parecido que no debía contentarse con haber patentizado su gran admiración a la belleza del sonido, de la palabra y del color. Y que no debía contentarse con haber acudido al teatro para oír la hijadalgo música de Wagner, para sentirse identificado con el caballero Lohengrin en su aventura y para acabar, quién sabe, identificándose con el caballero Lohengrin en su amor.
        Aguardaron el lunes las gentes que el señor Pardo concurriese a la apertura de la Universidad para escuchar el discurso académico del señor don Alberto Salomón. Pensaron las gentes que su condición de presidente de la República lo conduciría hacia esa ceremonia y hacia ese discurso. Y se dijeron que nuevamente iban a encontrarse, unidos por el lazo de su función intelectual, el señor Pardo que nos manda desde el Palacio de Gobierno y el señor Prado que nos enseña desde su cátedra de maestro de la juventud y de profesor de energía.
        Mas el señor Pardo quiso manifestarles a las gentes que se engañaban. Que se engañaban cuando lo suponían irremediablemente obligado a acudir a la apertura de la Universidad. Que se engañaban más aún cuando lo suponían irremediablemente obligado a enterarse de lo que el señor Salomón dijese sobre el grave problema de nuestro desarrollo económico.
        Y, por eso, el señor Pardo no fue el lunes a la Universidad. Por eso no se quedó en Miraflores. Por eso no se encerró siquiera en el Palacio de gobierno. Por eso resolvió visitar un taller de escultura, regalarse con el noble arte nacional y alabar una gallarda estatua del mariscal Castilla durante los momentos en que el señor Salomón hablara de nuestro pasado, de nuestro presente, de nuestro porvenir, de nuestro petróleo, de nuestra hulla y de nuestro algodón mitafifi.
        Mientras que, en el recinto universitario, bajo el auspicio de nuestro muy insigne amigo y señor don Javier Prado, delante del devoto auditorio de una gran muchedumbre de estudiantes, el señor Salomón andaba engolfado en una disertación trascendental, el señor Pardo vivía entregado a la serena y dulce contemplación de la línea, del gesto, del escorzo y del ritmo.
        Preguntábanse las gentes en las calles:
        —¿Por qué no ha ido el señor Pardo a la Universidad? ¿Acaso ha sido por no aproximarse al señor Prado y Ugarteche? ¿O tal vez ha sido por no oír al señor Salomón?
        Y añadían luego:
        —Por no oír al señor Salomón, por ejemplo, no han ido los preclaros catedráticos del comité de la calle de La Rifa.
        Y les respondían así:
        —El señor Pardo no ha ido a la Universidad porque ha preferid oír al taller de un escultor.
        Y les añadían después:
        —El señor Pardo estima más a nuestros grandes artistas que a nuestros grandes pensadores. El señor Pardo tiene un gentil espíritu sentimental. El señor Pardo es un enamorado de la belleza.
        Pero como las gentes de la ciudad son muy descontentas se soliviantan entonces contra el señor Pardo. Se quejaban de que le interesase más el arte que la ciencia. Se dolían de que le fuese más grata la escultura que la dialéctica. Gritaban que al Perú le convenía un hombre práctico, un hombre moderno, un hombre de estudio.
        Tanto y tanto se agitaban las gentes que nosotros teníamos que salir de la imprenta a averiguar lo que acontecía en la ciudad. Y nos instruíamos de todo lo que pasaba. De que el señor don Alberto Salomón, parlamentario y catedrático, había puesto en prosa universitaria las pláticas de su hermano el señor don Oscar Víctor Salomón, nuestro excónsul en Cardiff, sobre la necesidad del capital extranjero. De que esta necesidad había sido evidenciada bajo el techo de la Universidad mejor que al aire libre. De que el señor Salomón había sido felicitado por sus sustanciosos conceptos. Y de que el señor Pardo se había perdido de escucharlos solo por ir a ver una estatua.
        Nosotros, que somos personas de suma flaqueza, estábamos a punto de solidarizarnos con el sentimiento público. Queríamos sumarnos a sus protestas. Decidíamos asociarnos a sus cóleras y a sus asombros.
        Solo que las gentes de la ciudad lo impedían hablándonos de esta suerte:
        —¡Ustedes que son artistas, ustedes que son románticos, ustedes que son literatos, ustedes que hacen versos, alabarán seguramente al señor Pardo! ¡Ustedes se holgarán de que el señor Pardo haya preferido contemplar una estatua a oír un discurso científico! ¡Ustedes que son tan líricos!
        Naturalmente, después de estas palabras, nosotros teníamos que reaccionar, teníamos que imaginarnos que las gentes de la ciudad estaban en lo justo, teníamos que alborozarnos de que el señor Pardo se hubiera comportado tan insólitamente.
        Y, más tarde, nos hemos confirmado en estos sentimientos. Nos hemos dicho que el señor Pardo es casi un bohemio. Que el presidente del Perú no debe ser un estadista sino un artista. Que más vale una estatua que un ferrocarril. Que más vale el ditirambo de un poeta mestizo, que un discurso del gran parlamentario señor don Víctor Maúrtua. Y, finalmente, que nada debe importarnos ser pobres mientras podamos ser magníficos…


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 4 de abril de 1918. ↩︎