8.3. La torre del régimen
- José Carlos Mariátegui
1No habrá obra pública acometida o terminada por esta próvida administración del señor Pardo que pase inadvertida para las muchedumbres peruanas. Esta administración quiere derramar sobre los pueblos del Perú los favores y las gracias que mejor les conviniesen y sentasen. Pero no quiere hacerlo sin sonoridad, sin ruido y sin fausto.
Sabe el señor Pardo que vivimos en una tierra de hombres malagradecidos, descontentos y olvidadizos, donde no se mira ni se valora los muchos bienes que nos hacen quienes nos gobiernan para ventura de algunos y consternación de los demás. Y comprende que más que realizar el beneficio es necesario señalarlo y enaltecerlo.
Ahora estamos, por ejemplo, en un momento de obras públicas. Los sobrantes del presupuesto vierten sus mercedes sobre esta tierra amortecida y perezosa. Y, si no por la comodidad u holganza que nos dispensen, nos enteramos de ellas por los viajes que para bendecirlas en el nombre del señor Pardo practican sus funcionarios de fomento.
Pocos días hace que el señor Escardó y Salazar, nuestro ministro de Fomento, se acomodó dentro de un pullman regalado y confortable en viaje a Huancayo, asistido por nuestro ex cónsul en Cardiff el señor don Óscar Víctor Salomón, rodeado de diputados y de senadores y seguido por los mensajeros de la prensa. Y dentro de breves horas, aunque sin séquito ni cortejo, se acomodará dentro de un barco el señor Pérez Figuerola, nuestro director de Fomento, comisionado por el señor Pardo para inaugurar la torre de Cachendo y desde ella hacernos las señas que mejor le pareciesen.
Probablemente va a lamentar la ciudad que se vaya del Ministerio de Fomento el adiposo funcionario que tan connaturalizado y tan consustanciado está con su manejo y dirección. Nos habíamos habituado a la idea de verlo en ese ministerio sentado sobre su lata de petróleo hasta el día en que regresase el señor Escardó y Salazar. Y nos habíamos persuadido de que no se alejaría de nuestra ciudad mientras no pudiese llevarse a nuestro ex cónsul en Cardiff a quien la república habría querido ver denodadamente instalado en la cúspide de la osada torre de Cachendo.
Pero los acontecimientos se empeñan en contrariarnos.
vamos a quedarnos de improviso sin el señor Escardó y Salazar, nuestro ministro de Fomento, sin el señor don Óscar Víctor Salomón, nuestro excónsul en Cardiff y sin el señor Pérez Figuerola, nuestro director de Fomento y Aguas.
Nos preguntan en la calle:
–¿No es verdad que el señor Pérez Figuerola debía haber ido a Huancayo y el señor Escardó y Salazar a la torre de Cachendo? ¿No es verdad que el viaje a la torre de Cachendo es más trascendental?
Maquinalmente respondemos:
–No. ¿Qué vale la torre de Cachendo al lado del ferrocarril de Huancayo a Ayacucho que tanto entusiasma al señor Escardó y Salazar y al lado de la hulla de Jatunhuasi que tanto entusiasma al señor Salomón?
Y nos refutan:
–¡Gran error! ¡Ustedes no comprenden la importancia que tendrá en la historia de la administración del señor Pardo la torre de Cachendo! ¡La torre de Cachendo será para la posteridad una torre famosa! ¡Se hablará de la torre de Cachendo como se habla de la torre de Babel! ¿No ven ustedes en la torre de Cachendo un anhelo glorioso de elevarse hasta el cielo? ¡Ustedes no ven nada!
Nos callamos entonces. Pensamos que así debe ser. Pensándolo volvemos los ojos hacia el señor Pérez Figuerola. Y mirando al señor Pérez Figuerola nos acordamos del prestigio misterioso que en la vida peruana posee el apellido Pérez. Sentimos que se entroniza cada día más en el Perú este terrible apellido. Cerramos los ojos para coleccionar mentalmente a los famosos señores Pérez que circulan por las calles metropolitanas investidos de alguna autoridad. Y vemos pasar, uno tras otro, al señor Alfredo Pérez Figuerola, Director de Fomento y de Aguas, cargando una lata de petróleo en cada mano; al Sr. Heráclides Pérez, Director de Hacienda, sonando la alcancía de los superávit; al señor Justo Pérez Figuerola, Director de Instrucción, presidiendo una procesión de los niños de las escuelas fiscales del Perú; al señor Pérez Araníbar, Director de Beneficencia, ocultando dentro de su automóvil de médico de campanillas la huachafería de su chicago de paja y de su chaqué de lustrín; y, finalmente, al señor don Manuel Bernardino Pérez, flor y espejo de cuantos Pérez en el mundo han sido, exhibiendo en el umbral de Broggi el criollismo de su obesidad, de su talle, de su pensamiento y de sus camisas…
Sabe el señor Pardo que vivimos en una tierra de hombres malagradecidos, descontentos y olvidadizos, donde no se mira ni se valora los muchos bienes que nos hacen quienes nos gobiernan para ventura de algunos y consternación de los demás. Y comprende que más que realizar el beneficio es necesario señalarlo y enaltecerlo.
Ahora estamos, por ejemplo, en un momento de obras públicas. Los sobrantes del presupuesto vierten sus mercedes sobre esta tierra amortecida y perezosa. Y, si no por la comodidad u holganza que nos dispensen, nos enteramos de ellas por los viajes que para bendecirlas en el nombre del señor Pardo practican sus funcionarios de fomento.
Pocos días hace que el señor Escardó y Salazar, nuestro ministro de Fomento, se acomodó dentro de un pullman regalado y confortable en viaje a Huancayo, asistido por nuestro ex cónsul en Cardiff el señor don Óscar Víctor Salomón, rodeado de diputados y de senadores y seguido por los mensajeros de la prensa. Y dentro de breves horas, aunque sin séquito ni cortejo, se acomodará dentro de un barco el señor Pérez Figuerola, nuestro director de Fomento, comisionado por el señor Pardo para inaugurar la torre de Cachendo y desde ella hacernos las señas que mejor le pareciesen.
Probablemente va a lamentar la ciudad que se vaya del Ministerio de Fomento el adiposo funcionario que tan connaturalizado y tan consustanciado está con su manejo y dirección. Nos habíamos habituado a la idea de verlo en ese ministerio sentado sobre su lata de petróleo hasta el día en que regresase el señor Escardó y Salazar. Y nos habíamos persuadido de que no se alejaría de nuestra ciudad mientras no pudiese llevarse a nuestro ex cónsul en Cardiff a quien la república habría querido ver denodadamente instalado en la cúspide de la osada torre de Cachendo.
Pero los acontecimientos se empeñan en contrariarnos.
vamos a quedarnos de improviso sin el señor Escardó y Salazar, nuestro ministro de Fomento, sin el señor don Óscar Víctor Salomón, nuestro excónsul en Cardiff y sin el señor Pérez Figuerola, nuestro director de Fomento y Aguas.
Nos preguntan en la calle:
–¿No es verdad que el señor Pérez Figuerola debía haber ido a Huancayo y el señor Escardó y Salazar a la torre de Cachendo? ¿No es verdad que el viaje a la torre de Cachendo es más trascendental?
Maquinalmente respondemos:
–No. ¿Qué vale la torre de Cachendo al lado del ferrocarril de Huancayo a Ayacucho que tanto entusiasma al señor Escardó y Salazar y al lado de la hulla de Jatunhuasi que tanto entusiasma al señor Salomón?
Y nos refutan:
–¡Gran error! ¡Ustedes no comprenden la importancia que tendrá en la historia de la administración del señor Pardo la torre de Cachendo! ¡La torre de Cachendo será para la posteridad una torre famosa! ¡Se hablará de la torre de Cachendo como se habla de la torre de Babel! ¿No ven ustedes en la torre de Cachendo un anhelo glorioso de elevarse hasta el cielo? ¡Ustedes no ven nada!
Nos callamos entonces. Pensamos que así debe ser. Pensándolo volvemos los ojos hacia el señor Pérez Figuerola. Y mirando al señor Pérez Figuerola nos acordamos del prestigio misterioso que en la vida peruana posee el apellido Pérez. Sentimos que se entroniza cada día más en el Perú este terrible apellido. Cerramos los ojos para coleccionar mentalmente a los famosos señores Pérez que circulan por las calles metropolitanas investidos de alguna autoridad. Y vemos pasar, uno tras otro, al señor Alfredo Pérez Figuerola, Director de Fomento y de Aguas, cargando una lata de petróleo en cada mano; al Sr. Heráclides Pérez, Director de Hacienda, sonando la alcancía de los superávit; al señor Justo Pérez Figuerola, Director de Instrucción, presidiendo una procesión de los niños de las escuelas fiscales del Perú; al señor Pérez Araníbar, Director de Beneficencia, ocultando dentro de su automóvil de médico de campanillas la huachafería de su chicago de paja y de su chaqué de lustrín; y, finalmente, al señor don Manuel Bernardino Pérez, flor y espejo de cuantos Pérez en el mundo han sido, exhibiendo en el umbral de Broggi el criollismo de su obesidad, de su talle, de su pensamiento y de sus camisas…
Referencias
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Publicado en El Tiempo, Lima, 4 de diciembre de 1917. ↩︎