8.10.. Primavera peruana - Regalada vida

  • José Carlos Mariátegui

Primavera peruana1  

        He aquí, señores, que el adiposo funcionario señor don Arturo Pérez Figuerola no era solo un varón enamorado de las industrias petroleras e hidráulicas que se hallan bajo su gobierno, sino también un enamorado de las industrias gentiles y sentimentales que se hallan bajo el gobierno de todas las criaturas de buena voluntad. Acaba de advertirlo por primera vez la ciudad con motivo de la exposición de flores, donde el señor Pérez Figuerola, rodeado de rosas, jazmines y crisantemos, ha semejado un Apolo con chaqué de jurisconsulto y con obesidad de foca púber y bigotuda.
        Nunca se nos habría ocurrido que veríamos algún día al señor Pérez Figuerola presidiendo un maravilloso concierto de muy preciosas, excelentes y raras flores. Jamás habríamos creído en la posibilidad de que el señor Pérez Figuerola se entronizara sobre un plinto de alhelíes y amapolas. Probablemente ni la fantasía del señor don Alejandro N. Ureta llegó a imaginarse al señor Pérez Figuerola convertido en un romántico y paternal jardinero. Más fácil habría sido que se lo imaginase tañendo la lira virgiliana en las sendas campesinas de las églogas.
        Y es que quien haya mirado pasar, dentro de su automóvil, al señor Pérez Figuerola; quien haya sabido que fue el funcionario mandado por el señor Pardo para inaugurar la torre de Cachendo; quien haya tenido noticias de su versación en aceites minerales y en marcas de fábrica; quien de cualquier suerte se haya enterado de su calidad de director de Fomento y Aguas y quien haya reparado en que se apellida Pérez como el señor don Manuel Bernardino y como el señor don Augusto Pérez Araníbar, no podría absolutamente suponer que este funcionario estuviese en aptitud de enseñorearse igual sobre un macizo de jazmines del campo que sobre un pedestal de latas de petróleo.
        Pero la vida peruana es muy pródiga en sucesos exóticos y sorpresivos. Y nos ha ofrecido por eso el sustancioso acaecimiento de una exposición de flores gobernada y dirigida por el señor Pérez Figuerola, que hace apenas diez días le enviaba al señor Pardo un trascendental mensaje desde la torre de Cachendo.
        Asoció su fama a la del señor Pérez Figuerola en esta exposición el señor don Ántero Aspíllaga, que además de amo de tierras, de cañaverales, de ingenios y de caballos de carrera, es amo de lozanos y poéticos jardines. Y juntos el señor Pérez Figuerola, presidente de la exposición, y el señor don Ántero Aspíllaga, padrino de todas las flores bonitas y aromosas de la tierra, recibieron la visita del señor Pardo y de los ministros de fomento y de justicia a sus transitorios y frágiles dominios de la exposición.
        Acudió el señor Pardo a la contemplación de tantas flores para mostrar ese sumo amor a la belleza de la armonía y del color que nosotros le hemos alabado reiteradamente, un día a propósito de sus raudas carreras de Miraflores a Miramar, y otro día a propósito de sus entusiasmos por el divino poema del caballero Lohengrin y de la rubia Elsa.
        Y acudió, asimismo, para iniciar en su fervoroso culto por las flores no al ministro de Justicia que es hasta dueño de un apellido sentimental y literario sino al ministro de Fomento que es sobre todas las cosas un carrilano convencido de que el progreso del Perú es únicamente una obra de ingeniería.
        Solo hubo que notar en la exposición de flores una ausencia. Fue la de nuestro ex cónsul en Cardiff el señor Óscar Víctor Salomón, que habría preferido probablemente una exposición de hulla, pero que es siempre un galante varón que se inclina reverentemente ante la belleza.
        Si el señor Salomón hubiera asistido a la exposición de flores no solo habría aprovechado la oportunidad para pronunciar un nuevo discurso sobre la atracción del capital extranjero sino también para decirle al señor Pardo:
        –Señor presidente: estas flores, sabedoras de que es usted un gentleman, me piden en inglés que le trasmita su saludo…

Regalada vida  

        Desde el día en que el ingenioso hidalgo señor don Augusto Durand, munido de una autógrafa del señor don José Pardo, partió para la ciudad de Buenos Aires, hemos vivido aguardando el pronto regreso de ese inquieto y trashumante político a estas aborígenes tierras donde tantas veces sonaron sus gritos revolucionarios, medraron sus bizarrías gallardas y cabalgaron en sobrios y honestos mulos sus mesnaderos de poncho y jipijapa.
        Acontece que siempre hemos abrigado el convencimiento de que el señor Durand se hastiaría rápidamente de la holgada y suntuosa vida de Buenos Aires, a pesar de sus contentamientos y placeres. Hemos pensado que lo traerían a Lima con presura sus nostalgias de caballero andante. Y hemos creído que se aburriría de la vida de ministro plenipotenciario en la Argentina y en el Uruguay lo mismo que se aburre acaso el señor Pardo de su vida de presidente de la República y lo mismo que nos aburrimos a veces nosotros de nuestra vida de comentadores de los vulgares acaecimientos peruanos.
        Pero hemos asistido inesperadamente al fracaso total de tales expectativas. Hemos visto en los diarios un mensaje de Buenos Aires que nos dice que el señor Durand ha declarado que no es cierto que tenga la menor intención de abandonar Buenos Aires y que se encuentra muy a gusto en su cargo de ministro plenipotenciario en la Argentina.
        Hemos exclamado:
        –¡El señor don Augusto Durand está muy a gusto en Buenos Aires!
        Y los liberales nos han rodeado para añadirnos:
        –¡Muy a gusto y muy augusto!
        De súbito hemos tenido, pues, que persuadirnos de que el señor Durand se ha metamorfoseado radicalmente. Parece que ya se han extinguido en su ánima los postreros bríos de montonero y de caudillo. Parece que ya no es el intranquilo varón de otros tiempos. Parece que ya no le acometen los desasosiegos y las nerviosidades de su mocedad. Parece que ya nole cautiva siquiera el recuerdo de sus andanzas, de sus disfraces y de sus aventuras de fugitivo.
        Apenas oye murmurar que se aguarda su vuelta al Perú, se pone de pie para negarlo, para anunciar que se halla muy a gusto en Buenos Aires y para ratificarse en su apego a la vida diplomática, metropolitana y fastuosa. Tan a gusto está el señor Durand en Buenos Aires que ni aun se aleja de allí para ir a Montevideo a presentar sus credenciales de ministro del Perú en el Uruguay. Buenos Aires, la gran ciudad argentina, se ha adueñado de la devoción del señor Durand. Y todo será posible y acontecedero en el mundo menos que el señor Durand se aleje algún día de Buenos Aires con el gesto airado de la señora Isadora Duncan que, desde un proscenio, la apostrofó siete veces, en siete idiomas distintos, con la contumelia o el denuesto que el criollismo peruano denomina “requintada”.
        Mientras en nuestra mansa y desabrida ciudad de mestizos el señor Pardo se regala unas veces con las mercedes líricas de la ópera y otras veces con las mercedes románticas de los jardines que le mandan a sus dominios gubernativos sus rosas, sus crisantemos y sus alhelíes, en la soberbia y plácida ciudad de Buenos Aires el señor Durand se asombra de que se le suponga capaz de regresar tan prontamente al lugar donde tiene su partido, su periódico, su latifundio, su carabina, su cabalgadura y sus recuerdos.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 18 de diciembre de 1917. ↩︎