7.4. Diapasón guerrero

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Vivíamos sin emoción y sin ruido en esta buena ciudad donde el señor don Manuel Bernardino Pérez es todavía un tenorio teórico de camisa rosada y medias blancas, donde el señor don Alejandro de Vivanco M. dogmatiza sobre éticas y estéticas, donde hay espíritus que se regalan con el vals de la Duquesa de Bal Tabarin y se aburren con el Claro de Luna de Beethoven, donde matiza el invierno una carretita de maní y sazona el verano un heladero de D’Onofrio, donde la aspiración de la jarana no se aparta del pensamiento individual y colectivo y donde se organiza el comentario público en la coctelera del vermouth cotidiano.
         Nos desesperábamos pidiéndole al cielo un acontecimiento sensacional que nos sacudiese y nos conflagrase.
         Y he aquí que el cielo ha sido tan bueno, tan próvido y tan misericordioso, que ha derramado sobre esta ciudad, antes amortecida y lánguida, la merced de grandes sorpresas y sonoros sucesos.
         Si ponemos los ojos en el señor Pardo, lo vemos desasosegado por la suerte de su proyecto de emisión de billetes, magüer se distrae honestamente con la música de Wagner y la música de Verdi. Si ponemos los ojos en el Parlamento, lo vemos estremecido por el debate ruidoso del proceso de Lima que tiene hasta ahora en mangas de camisa al gran ciudadano señor don Juan Manuel Torres Balcázar. Si ponemos los ojos en la prensa, la vemos preocupada aún por la aventura de la dulce señora Norka Rouskaya, de quien quiso hacer el señor don Manuel Bernardino Pérez la dama de sus pensamientos. Si ponemos los ojos en el señor don José de la Riva Agüero, lo vemos en el atrenzo marcial de una clarinada tremenda.
         Así el gobierno como el Congreso, así el periodismo como la justicia, así el pueblo como la Iglesia, así los hombres gentiles como los hombres palurdos, así los viejos varones como las ingenuas doncellas, todo anda nervioso, conturbado e intranquilo en esta tierra hasta ayer ávida de placer o de dolor.
         Ya no suena la decepcionada exclamación:
         –¡No pasa nada!
         Ya no nos preguntan para bostezar enseguida:
         –¿Hay algo nuevo?
         Ahora nos atajan para reírse, para murmurar o para burlarse con nosotros ora de una cosa jocunda, ora de una cosa solemne, ora de una cosa trascendental.
         Tornamos a la Cámara de Diputados para sentirnos nuevamente bajo el señorío de los timbres del señor don Juan Pardo. Y encontramos a la Cámara enardecida y soliviantada. Y sentimos que no es ya la Cámara que discutía sobre rieles y sobre durmientes con el señor Maldonado y con el señor Escardó y Salazar. Y hasta hallamos transustanciado en catedrático al señor don Carlos Borda que hasta antes de ayer no parecía sino un estudiante alegre y aplicado, de aquellos que estudian en la azotea para que les dé el fresco.
         Y, levantando los ojos a las galerías, vemos enseñoreados en ellas a los virotes mercenarios que son siempre la decoración, el aderezo y la bufanda de nuestra democracia veleidosa e intermitente.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 11 de noviembre de 1917. ↩︎