7.3. Acto de contrición

  • José Carlos Mariátegui

 

          1Tenemos un asombro muy grande y muy acendrado
          Pero no es porque hayamos asistido a un estremecimiento nervioso de nuestra buena ciudad asustadiza; ni es porque hayamos asistido a una crisis de la fantasía criolla; ni es porque hayamos asistido a las quejas flébiles de un señor que tiene cotidianamente actitudes y entonaciones de plañidera; ni es porque hayamos asistido a una disertación de don Alejandro de Vivanco M. sobre las danzas de Isadora Duncan cuya fama debe haber llegado hasta las selvas vírgenes del Madre de Dios; ni es porque hayamos asistido a tanto alboroto, a tanto aspaviento y a tanto rimbombo.
          Es por un acontecimiento más valioso, más sorpresivo, más sustantivo, más típico, más peruano y más trascendental. Es porque estamos viendo al señor don Manuel Bernardino Pérez, a pesar de su traje verde, a pesar de su camisa rosada, a pesar de su corbata grosella, a pesar de su dije de guardapelo, a pesar de todo lo que es en él jocundo y luminoso, en el trance de un arrepentimiento que es una claudicación o de una claudicación que es un arrepentimiento.
          Este señor Pérez tan nuestro, tan nacional y tan abogado ha sido siempre un admirador sistemático de las artistas. Verdad es que las mujeres del teatro que hubo el trato y recibieron el homenaje del señor Pérez no fueron nunca sino bailarinas de castañuelas, de pandereta y de “oleé mi niño “o coristas de zafios modales y labios cotizables. Pero ya fueron bailarinas o artistas en el comentario callejero y en la frase del señor Pérez.
          Tales andanzas diéronle al señor Pérez una bien ganada fama de don Juan de bastidores, de camarines y de rejas. Representaron el atributo máximo de su personalidad. Fueron su adorno, su gala, su decoración y su ornato.
          Y he aquí que insólitamente el señor Pérez se ha erguido en el Club Nacional, en el Parlamento y en la Beneficencia, para maldecir de Norka Rouskaya que es una artista joven, bonita, sazonada y graciosa.
         Toda la ciudad se ha llenado de estupor:
         –¡Pero este no es ya el señor Pérez!
         Y ha habido interrogaciones:
         –¿Acaso el señor Pérez se ha vestido de negro? ¿Ha renunciado tal vez al traje verde? ¿Se ha quitado por ventura la camisa rosada?
         No ha habido quien responda.
         Solo la voz del señor Pérez ha continuado sonando envejecida, tortuosa y lerda para tundir a la bella dama a quien un día quiso aproximarse para expresarle su acatamiento, su reverencia y su genuflexión espiritual.
         Y nosotros queremos decirle a la ciudad, a esta ciudad aprensiva, a esta ciudad conturbada, a esta ciudad sacudida, que el señor Pérez se siente ya muy viejo y empieza ya a ponerse contrito, arrepentido y penitente.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 8 de noviembre de 1917. ↩︎