6.6. Asamblea entusiasta - Trance solemne

  • José Carlos Mariátegui

Asamblea entusiasta1  

        Bajo la presidencia, el auspicio, el favor, el gobierno y la protección del Sr. B. José Carlos Bernales se reunieron ayer en el teatro Municipal las gentes poderosas y las gentes humildes de esta ciudad que quieren hacer alcalde al Sr. D. Víctor Larco Herrera, amo de rico latifundio, varón de exuberante salud y ciudadano de constantes y sensacionales larguezas.
        Otra vez hemos sentido la predestinación del señor don José Carlos Bernales para presidirnos. Nos ha presidido el señor Bernales en la histórica sesión de Congreso en que ha hablado el pensamiento esclarecido de los señores Maúrtua y Ulloa y ha mandado la palabra insuflada del señor Tudela. Nos ha presidido el Sr. Bernales en la entusiasta asamblea en que hemos decidido que el señor Larco Herrera higienice, barra, riegue, pinte, cepille y acicale nuestra ciudad. En solo tres días ha tenido que presidir el señor Bernales dos muchedumbres y dos actos solemnes.
        Probablemente nos presidiría el señor Bernales desde la alcaldía si no nos presidiese también desde la gerencia de la Recaudadora, porque parece que el señor Bernales ha venido al mundo para presidirnos. Presidenciales son siempre sus sueños, presidencial su continente, presidencial su gesto, presidencial su frase y presidenciales sus escarpines. El señor Bernales es en suma un individuo orgánicamente presidencial.
        Tenemos que declarar que, puesto que ha presidido su proclamación el señor Bernales, la candidatura del señor Larco Herrera será una candidatura feliz y dichosa. El señor Bernales es para ella un padrino de bautizo y de confirmación más o menos. Y un padrino como el señor Bernales es para cualquier ahijado una garantía y un seguro contra desventuras, desabrimientos y tribulaciones.
        Un burgomaestre apadrinado por el señor Bernales posee una aptitud original para hacer la felicidad de la metrópoli. No importa que sea un burgomaestre venido de los campos. Su energía le servirá precisamente para corregir los pecados, enmendar los entuertos y purificar las conductas. Su pujanza abrirá los surcos. Y su diligencia campesina sembrará en ellos la buena y virtuosa simiente.
        Piensan los partidarios de la candidatura del día, que la elección del señor Larco Herrera esconderá este significado: una inyección de savia rural en el organismo metropolitano. Aseveran que los hombres de la ciudad están anémicos y débiles. Enaltecen a los hombres de los campos. Y escogen para la alcaldía de Lima a un hombre que es un dechado de salud, de vigor, de voluntad y de honradez.
        Hubo ayer en la asamblea del teatro una eclosión fervorosa de estos sentimientos del ánimo de la ciudad. Mimaban y engreían las gentes al señor Larco Herrera. Pronunciábanle discursos y dábanle vivas.
        Y se preguntaban entre ellas:
        –¿Por qué no le ponemos al señor Larco Herrera un mote bonito y moderno? ¿Por qué no le decimos el rey del azúcar, por ejemplo? ¡El rey del azúcar, sería un título muy democrático y muy elegante!
        Y se entusiasmaban:
        –Ya está: ¡el rey del azúcar!
        Más tarde desfilaban las gentes por las calles.
        Y nosotros observábamos:
        –¡Los directores de la renovación municipal son todos médicos! ¡Miren ustedes! ¡El doctor Lauro Curletti! ¡El doctor Baltazar Caravedo! ¡El doctor Guillermo Angulo y Puente Arnao! ¡El doctor Sebastián Lorente y Patrón!
        Nos explicaban entonces:
        –¡Claro! ¡En Lima estamos unánimemente enfermos! ¡Vamos a elegir alcalde por eso a un hombre sano de cuerpo y alma!
        –¿Y los médicos?
        –Para el vecindario…

Trance solemne  

        Estamos en un momento trascendental de nuestra historia. Hemos roto nuestras relaciones con Alemania, la grande y rubia nación del general Von Bernhardi. Nos hemos asociado a los Estados Unidos. Le hemos dado sus pasaportes al señor Perl. Hemos sacado a la patria de su sosiego perezoso y desvaído. Somos ya un país con filiación política en la gran contienda que tiene perturbada a la humanidad.
        Los testarudos hombres que nos mandan habían pretendido que el Perú fuese en la política universal lo que son nuestras gentes en la política doméstica: independiente. Los asustaba la idea de que el Perú se inscribiese en uno de los partidos en lucha. Los enamoraba en cambio la resolución de que el Perú guardase su independencia.
        –El Perú es imparcial –aseveraban.
        Y añadían:
        –¡El Perú es muy chico!
        Pero lentamente se han persuadido de que el Perú no podía ser independiente. No podía serlo, sobre todo, por ser muy chico. Su pequeñez lo obligaba a renunciar a sus propósitos de abstención. Y era tanta su pequeñez que no le consentía elegir partido. Estaba el Perú forzado a seguir al caudillo de los países débiles, flacos, mutilados y tundidos.
        Un acontecimiento tan interesante como el de la ruptura con Alemania ha tenido que agitar a la ciudad. Para la nerviosidad criolla ha sido la ruptura una novedad emocionante. La frase del señor Ulloa nos ha invitado al recogimiento. Hemos comprendido que ha empezado para el país un momento grave y tremendo.
        Sin embargo, el buen humor limeño ha defendido sus fueros. El comentario metropolitano ha vuelto a rebosar de alborozo, de picardía y de travesura. Nos hemos burlado, como de costumbre, de nosotros mismos.
        Todavía se habla apasionadamente en la ciudad de la gran sesión del viernes en que quedó decidida y ratificada la ruptura. Se habla para glosar las palabras y los ademanes del altísimo señor Maúrtua. Se habla para reír de las angustias y de las desazones del señor Tudela y Varela. Se habla para lamentar el enmudecimiento de los rimbombos universitarios y huachafos del señor Barreda. Y se habla especialmente para investigar por qué el señor don Mariano H. Cornejo no quiso pronunciar el discurso supremo de la sesión memorable.
        Tanto nos había dicho el señor Cornejo de la guerra universal, de la legendaria Francia, de la pundonorosa Inglaterra y de los maravillosos Estados Unidos que aguardábamos justificadamente que el señor Cornejo fuese el hombre de la sesión del viernes.
        Grandes hubieron de ser, pues, nuestros asombros, cuando el señor Cornejo profirió esta frase insólita en un orador sistemático:
        –¡No es la hora de los discursos!
        Malignos amigos nuestros le ponían a esta frase una apostilla sutil:
        –¡No es la hora de los discursos porque el señor Cornejo no ha preparado ninguno!
        Es cierto que habló siempre el señor Cornejo. Pero muy brevemente. Y no para que rompiésemos con Alemania en gracia a los ideales. Habló para buscar una conciliación entre los ideales de Mr. Woodrow Wilson y las realidades del señor Tudela y Varela. Era que los ideales significaban en esos momentos un riesgo para el señor Tudela y Varela.
        Es así como estamos ahora de adversarios de Alemania y de aliados de Estados Unidos, sin que el señor Cornejo haya amenizado este acontecimiento con las musicalidades sonoras del infinito azul, del éter insondable, del Calvario y del Tabor de Francia, y de otras personalísimas transacciones de su positivismo de catedrático de sociología con su idealismo de orador plebiscitario como dice el señor Maúrtua.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 8 de octubre de 1917. ↩︎