6.12. Retiro temporal
- José Carlos Mariátegui
1Ambulando por los pasillos y por los salones de la Cámara de Diputados empezamos a sentir en estas aburridas tardes de los ferrocarriles la acérrima y desoladora nostalgia de la frase, del hongo y de la risa del señor Balbuena. No hallamos en esos pasillos ni en esos salones un diputado que sepa verter alborozos en nuestra ánima tan sabiamente como el señor Balbuena. Y acabamos creyendo que el señor Balbuena se ha ido de la Cámara para afligirnos y para compelernos a pensar en él y a escribir sobre él sin descanso.
No llegamos jamás a conformarnos viendo ocupado por el señor don Gregorio Durand el escaño del señor Balbuena. Para nosotros el señor don Gregorio Durand es, por supuesto, el propietario del señor Balbuena. Pero es asimismo un hidalgo mayorazgo provinciano que no debía abandonar su casona ni su latifundio de las sierras para transigir con la democracia plebeya de la ciudad.
Baldío es que el señor Pinzás, obeso, jadeante y germanófilo, nos invite a reemplazar el trato del señor Balbuena con el trato del señor don Gregorio Durand mientras el señor Balbuena ande ausente del Parlamento.
Nos defendemos, fieles al señor Balbuena, de las insinuaciones taimadas del señor Pinzás que nos aconseja una perfidia:
–¡No, señor Pinzás! ¡No queremos ser amigos del señor don Gregorio Durand! ¡No le perdonamos que haya venido a sentarse en el escaño del señor Balbuena!
Razona así el señor Pinzás:
–El señor Durand no ha desalojado al señor Balbuena. El señor Balbuena ha evacuado su asiento. Y entonces lo ha ocupado el señor Durand. ¡El señor Durand es muy buena persona!
Mas nosotros insistimos:
–¡Es que nosotros preferiríamos ver vacío el asiento del señor Balbuena!
Y somos sinceros.
Desde el avieso día en que el señor Balbuena salió de la Cámara para que entrase en ella el señor don Gregorio Durand ha comenzado a oprimirnos una angustia muy honda. Se ha enseñoreado en nuestro espíritu la obsesión de que el señor Balbuena no podrá volver a la Cámara mientras el señor Durand esté en ella. Nos hemos persuadido de que es imposible la presencia simultánea del señor Balbuena y del señor Durand en la Cámara del señor don Juan Pardo y del señor don Manuel Bernardino Pérez.
Grande y denodado esfuerzo hacemos nosotros para librarnos de estas misteriosas y porfiadas sugestiones. Nos decimos que el señor Balbuena y el señor Durand pueden estar juntos no solo en una rama del Parlamento sino en cualquier otra rama menos hospitalaria y menos vigorosa. Tratamos de convencernos a nosotros mismos de que son vanos nuestros miedos y absurdas nuestras inquietudes.
Y hasta nos repetimos las últimas palabras del señor Balbuena desde la ventanilla de su automóvil:
–¡Yo volveré a la Cámara una de estas tardes! ¡Cuando menos se lo espere el país! ¡Yo soy muy amigo de las sorpresas! ¡Yo me he ido de la Cámara únicamente para darles a ustedes una alegría: la de volver!
Pero ni siquiera la aseveración del señor Balbuena serena nuestra ánima que sigue acongojada por el temor de que se pase una legislatura sin el señor Balbuena.
Y es que, desde el umbral de su imprenta, el señor Torres Balcázar, más socarrón que nunca, nos dice con todo el énfasis de un hombre en mangas de camisa:
–¡Atiéndanme ustedes, jóvenes líricos y apasionados!¡Balbuena no volverá a la Cámara de Diputados sin mi permiso! ¡O sin el de su propietario por lo menos!
No llegamos jamás a conformarnos viendo ocupado por el señor don Gregorio Durand el escaño del señor Balbuena. Para nosotros el señor don Gregorio Durand es, por supuesto, el propietario del señor Balbuena. Pero es asimismo un hidalgo mayorazgo provinciano que no debía abandonar su casona ni su latifundio de las sierras para transigir con la democracia plebeya de la ciudad.
Baldío es que el señor Pinzás, obeso, jadeante y germanófilo, nos invite a reemplazar el trato del señor Balbuena con el trato del señor don Gregorio Durand mientras el señor Balbuena ande ausente del Parlamento.
Nos defendemos, fieles al señor Balbuena, de las insinuaciones taimadas del señor Pinzás que nos aconseja una perfidia:
–¡No, señor Pinzás! ¡No queremos ser amigos del señor don Gregorio Durand! ¡No le perdonamos que haya venido a sentarse en el escaño del señor Balbuena!
Razona así el señor Pinzás:
–El señor Durand no ha desalojado al señor Balbuena. El señor Balbuena ha evacuado su asiento. Y entonces lo ha ocupado el señor Durand. ¡El señor Durand es muy buena persona!
Mas nosotros insistimos:
–¡Es que nosotros preferiríamos ver vacío el asiento del señor Balbuena!
Y somos sinceros.
Desde el avieso día en que el señor Balbuena salió de la Cámara para que entrase en ella el señor don Gregorio Durand ha comenzado a oprimirnos una angustia muy honda. Se ha enseñoreado en nuestro espíritu la obsesión de que el señor Balbuena no podrá volver a la Cámara mientras el señor Durand esté en ella. Nos hemos persuadido de que es imposible la presencia simultánea del señor Balbuena y del señor Durand en la Cámara del señor don Juan Pardo y del señor don Manuel Bernardino Pérez.
Grande y denodado esfuerzo hacemos nosotros para librarnos de estas misteriosas y porfiadas sugestiones. Nos decimos que el señor Balbuena y el señor Durand pueden estar juntos no solo en una rama del Parlamento sino en cualquier otra rama menos hospitalaria y menos vigorosa. Tratamos de convencernos a nosotros mismos de que son vanos nuestros miedos y absurdas nuestras inquietudes.
Y hasta nos repetimos las últimas palabras del señor Balbuena desde la ventanilla de su automóvil:
–¡Yo volveré a la Cámara una de estas tardes! ¡Cuando menos se lo espere el país! ¡Yo soy muy amigo de las sorpresas! ¡Yo me he ido de la Cámara únicamente para darles a ustedes una alegría: la de volver!
Pero ni siquiera la aseveración del señor Balbuena serena nuestra ánima que sigue acongojada por el temor de que se pase una legislatura sin el señor Balbuena.
Y es que, desde el umbral de su imprenta, el señor Torres Balcázar, más socarrón que nunca, nos dice con todo el énfasis de un hombre en mangas de camisa:
–¡Atiéndanme ustedes, jóvenes líricos y apasionados!¡Balbuena no volverá a la Cámara de Diputados sin mi permiso! ¡O sin el de su propietario por lo menos!
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 19 de octubre de 1917. ↩︎