5.7. Alta política

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Sentado en el grave sillón de la presidencia del Senado, delante de una campanilla y de un reglamento, el señor don José Carlos Bernales se está haciendo el hombre más importante del momento histórico. Bajo su imperio el Senado se ha vuelto una cámara de decisiones solemnes y de pensamientos avanzados. Y ha comenzado a ser una alta Cámara. La cámara de los lores peruanos como diría el señor don Óscar Víctor Salomón.
         Tienen todas las gentes la sensación porfiada de que el señor Bernales ha revolucionado al Senado. Su talle, su palabra, su elegancia y sus escarpines han determinado que la Cámara de Senadores no sea ya solamente la colegisladora de la Cámara de Diputados. El señor Bernales ha hecho que el Senado se convierta en la cámara hacia la cual converjan las miradas más atentas del país.
         Mientras tanto se diría que el señor don Juan Pardo ha envejecido a la Cámara de Diputados. No importa que el señor Elguera haya exornado suntuosamente la sala de la Cámara y haya puesto los escaños bajo el amparo risueño de una farola lechuguina y alechugada. No importa que el señor Ríos haya seguido poniendo a los papeles de la Cámara el sello abracadabrante de sus tres erres. No importa que el señor Serdio haya imitado sistemáticamente las amabilidades orgánicas del señor Manzanilla. No importa que el señor Balbuena haya permanecido en su escaño de diputado suplente, ni que el señor Manuel Bernardino Pérez haya regresado a la Cámara para representar una provincia con mote de diminutivo. La Cámara de Diputados se envejece inevitablemente por obra del señor don Juan Pardo, a pesar de todas las galanterías y prestigios de un donjuanismo tradicional. Se envejece tanto la Cámara de Diputados, que no parece, sino que estuviera en su presidencia el señor don José Pardo que nos manda, o el señor don Juan Clímaco Bendezú que es mandado.
         Viendo el envejecimiento de nuestra Cámara predilecta, sintiéndolo irremediable hasta en el envejecimiento del señor Secada que nos parecía eternamente joven, advirtiendo abulias y displicencias acendradas en las almas de los ilustres señores Maúrtua, Manzanilla y Ulloa, nosotros mismos hemos sido ya asediados por la tentación de dejar la tribuna periodística de la Cámara de Diputados para irnos al Senado. Y es que hemos hallado cada día más triste y cambiado nuestro viejo y vibrante hogar de la Cámara joven.
         El viernes tuvimos la impresión de que los propios diputados, aburridos de su Cámara, la dejaban para siempre y se iban al Senado. Era la tarde del discurso del señor Cornejo. Los diputados entraban a su palacio y lo abandonaban enseguida.
         Y nos tentó el señor Balbuena:
         —¡Vámonos al Senado a oír al señor Cornejo! Asentimos:
         —Vámonos al Senado…
         El señor Peña Murrieta, que es recalcitrantemente diputado, protestaba a la sazón del desbande general:
         —¡Todos se van a pasar al Senado!
         Y al ver que también nosotros, fidelísimos cronistas de la Cámara joven, nos íbamos con el señor Balbuena, quiso hacernos un reproche apenado y preguntó:
         —¿También ustedes se pasan?
         Respondimos con una excusa cobarde:
         —Nos lleva el señor Balbuena donde el señor Cornejo…
         Y el señor Peña Murrieta nos contradijo:
         —¡Yo creo que el señor Balbuena los lleva más bien donde el señor Bernales!
         Una vez más sentimos la persuasión de que era el señor Bernales quien rejuvenecía y transformaba al Senado. Nos preguntamos a nosotros mismos si realmente iríamos nosotros al Senado por el señor Bernales y no por el señor Cornejo. Nos confundimos tanto, que no supimos esclarecer nuestro sentimiento y concluimos pensando que más que a escuchar al señor Cornejo íbamos a ver al señor Bernales. Y adquirimos el convencimiento caprichoso de que el señor Cornejo hablaba únicamente en servicio del señor Bernales.
         Más tarde nos entusiasmábamos con el arrebato retórico del señor Cornejo. Vibrábamos con el señor Cornejo. Alzábamos los ojos al éter infinito con el señor Cornejo. Nos paseábamos a través de las edades con el señor Cornejo.
         Pero repentinamente el discurso del señor Cornejo nos hacía pensar nuevamente en el señor Bernales. El nombre del señor Bernales recobraba todo su señorío en nuestras ánimas y en nuestros corazones. Sentíamos que el hombre de ese instante no era el señor Cornejo sino el señor Bernales, aunque no era el señor Bernales quien estaba pronunciando el discurso.
         Es que el señor Cornejo había dicho:
         —¡Hubo una vez en el Perú un gran presidente del Congreso!
         Todos habían gritado:
         —¡Don Ramón Castilla!
         El señor Cornejo había proseguido:
         —Este gran presidente del Congreso llenó de gloria al Perú en otra hora magna.
         Nosotros sentimos inmediatamente la necesidad categórica de olvidarnos del señor Cornejo para mirar al señor Bernales.
         Y nos persuadimos de que el señor Bernales se sonreía íntimamente y pensaba:
         —¡Castilla, un gran presidente del Congreso! ¡Bernales, otro gran presidente del Congreso!
         Y exclamamos:
         —¡Además, Bernales es el nieto de una heroína! ¡Si no es un Mariscal como Castilla, es por lo menos descendiente de una Mariscala! ¡Y qué Mariscala!


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 10 de septiembre de 1917. ↩︎