5.16. Prócer burlón
- José Carlos Mariátegui
1En los días ya lejanos en que vibraban en la Cámara de Diputados apóstrofes y acusaciones, era una amenaza tremenda la trágica farola de los estremecimientos agoreros y de los crujidos pavorosos. Temblaban su armazón y sus cristales cuando las imprecaciones del señor Secada eran todavía imprecaciones. Y poblaba de miedos las ánimas de los representantes en los momentos en que se hablaba de ella como se habla de truculentas historias misteriosas en las asustadas vigilias de los niños.
Sobre las cabeza híbridas y abigarradas de los diputados la farola era una irónica y risueña simulación de la espada de Damocles. Los diputados atisbaban en su semblante secretos cambios y ocultas modalidades. Y se guarecían bajo los arcos laterales que son hoy el umbral de acarameladas mamparas.
El señor Elguera sustituyó esa farola trágica con una farola alegre, plácida y alechugada. No hizo una farola solemne sino una farola frívola. Aunque puso graves inscripciones en la cristalería clara y jocunda, quiso que la fisonomía de la farola no fuese por ningún motivo una fisonomía adusta y severa. Prefirió que fuese una fisonomía huachafa.
Pero es muy socarrón el espíritu del señor Elguera. Pensó probablemente el señor Elguera que no era posible que el salón de la Cámara de Diputados se quedase sin una sola amenaza gravitante y taimada. Algún riesgo, alguna inquietud, alguna desazón debía persistir en el salón de sesiones de los diputados.
Y acaso un día, después de haber dejado listo para el funcionamiento parlamentario el salón histórico, el señor Elguera miró la noble escultura de Agurto que proyecta la gloria de los próceres sobre el estrado del presidente y de los secretarios y sobre la tribuna barnizada y desierta.
El señor Elguera comprendería en ese momento que los yesos del artista Agurto habían adivinado su intención. Se sonreiría con la más alborozada y maliciosa de sus sonrisas. Dejaría de ser presidente de la comisión del centenario para ser totalmente Barón de Keef y amigo y confesor del mercader Soria.
Y ha sido así como más tarde, en medio de la tranquilidad laboriosa de la legislatura, ha tenido la Cámara de Diputados una sorpresa. A la amenaza de la farola ha reemplazado la amenaza del alto relieve de Agurto. Al peligro del cristal ha sustituido el peligro del yeso.
Un brazo de San Martín, el brazo preclaro que alza la bandera del Perú en el alto relieve, ha empezado a fatigarse y a dolerse. Dicen algunos varones malignos del Parlamento que el brazo del héroe se ha cansado de sostener la bandera. Pero nosotros, que no hemos deseado entrometernos en el ánimo de San Martín, nos hemos limitado a constatar que su brazo va a desplomarse de repente sobre el estrado de la presidencia.
Nuestro diputado por Lima el señor Químper, que es un perpetuo enamorado de la travesura y de la mataperrada, ha llenado de turbación el alma del señor don Juan Pardo:
—¡Mire usted a San Martín! ¡Va a dejar caer el puño sobre la “mesa”!
El señor Pardo ha puesto los ojos en la escultura y ha intentado rectificar al señor Químper.
—¡No será únicamente sobre la “mesa”! ¡Será sobre toda la Cámara!
El señor Químper, asistido por la verdad más absoluta, ha insistido:
—¡Sobre la “mesa” no más!
Pero el señor Pardo ha dicho entonces:
—Bueno. ¡La “mesa” representa a la Cámara!
Desde ese instante el señor Pardo no ha dejado de pensar en el puño indignado del prócer en yeso. Ha abandonado dos veces la presidencia para que la ocuparan el señor Balta y el señor Criado y Tejada. Se ha convencido de que el ademán de San Martín es inquietante e insólito. Y se ha aterrado ante la idea de que el puño gravitante tenga la intención aviesa de achatarle el rostro donjuanesco cual achataría otro puño menos famoso en remotos tiempos el rostro de juez de paz del señor Carrillo…
Sobre las cabeza híbridas y abigarradas de los diputados la farola era una irónica y risueña simulación de la espada de Damocles. Los diputados atisbaban en su semblante secretos cambios y ocultas modalidades. Y se guarecían bajo los arcos laterales que son hoy el umbral de acarameladas mamparas.
El señor Elguera sustituyó esa farola trágica con una farola alegre, plácida y alechugada. No hizo una farola solemne sino una farola frívola. Aunque puso graves inscripciones en la cristalería clara y jocunda, quiso que la fisonomía de la farola no fuese por ningún motivo una fisonomía adusta y severa. Prefirió que fuese una fisonomía huachafa.
Pero es muy socarrón el espíritu del señor Elguera. Pensó probablemente el señor Elguera que no era posible que el salón de la Cámara de Diputados se quedase sin una sola amenaza gravitante y taimada. Algún riesgo, alguna inquietud, alguna desazón debía persistir en el salón de sesiones de los diputados.
Y acaso un día, después de haber dejado listo para el funcionamiento parlamentario el salón histórico, el señor Elguera miró la noble escultura de Agurto que proyecta la gloria de los próceres sobre el estrado del presidente y de los secretarios y sobre la tribuna barnizada y desierta.
El señor Elguera comprendería en ese momento que los yesos del artista Agurto habían adivinado su intención. Se sonreiría con la más alborozada y maliciosa de sus sonrisas. Dejaría de ser presidente de la comisión del centenario para ser totalmente Barón de Keef y amigo y confesor del mercader Soria.
Y ha sido así como más tarde, en medio de la tranquilidad laboriosa de la legislatura, ha tenido la Cámara de Diputados una sorpresa. A la amenaza de la farola ha reemplazado la amenaza del alto relieve de Agurto. Al peligro del cristal ha sustituido el peligro del yeso.
Un brazo de San Martín, el brazo preclaro que alza la bandera del Perú en el alto relieve, ha empezado a fatigarse y a dolerse. Dicen algunos varones malignos del Parlamento que el brazo del héroe se ha cansado de sostener la bandera. Pero nosotros, que no hemos deseado entrometernos en el ánimo de San Martín, nos hemos limitado a constatar que su brazo va a desplomarse de repente sobre el estrado de la presidencia.
Nuestro diputado por Lima el señor Químper, que es un perpetuo enamorado de la travesura y de la mataperrada, ha llenado de turbación el alma del señor don Juan Pardo:
—¡Mire usted a San Martín! ¡Va a dejar caer el puño sobre la “mesa”!
El señor Pardo ha puesto los ojos en la escultura y ha intentado rectificar al señor Químper.
—¡No será únicamente sobre la “mesa”! ¡Será sobre toda la Cámara!
El señor Químper, asistido por la verdad más absoluta, ha insistido:
—¡Sobre la “mesa” no más!
Pero el señor Pardo ha dicho entonces:
—Bueno. ¡La “mesa” representa a la Cámara!
Desde ese instante el señor Pardo no ha dejado de pensar en el puño indignado del prócer en yeso. Ha abandonado dos veces la presidencia para que la ocuparan el señor Balta y el señor Criado y Tejada. Se ha convencido de que el ademán de San Martín es inquietante e insólito. Y se ha aterrado ante la idea de que el puño gravitante tenga la intención aviesa de achatarle el rostro donjuanesco cual achataría otro puño menos famoso en remotos tiempos el rostro de juez de paz del señor Carrillo…
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 27 de septiembre de 1917. ↩︎