5.17. Setiembre 30

  • José Carlos Mariátegui

 

        1Un amanecer saturado de tedio y una cifra redonda del calendario nos han hecho sentir que el mes de setiembre se acaba. Sin advertirlo hemos llegado al último día de este mes que ha trascurrido con tanta vulgaridad y tanto desabrimiento. Apenas si para darle vibración y trascendencia ha empezado la primavera, se ha ido a Buenos Aires el doctor Augusto Durand, le hemos mandado a Alemania un ultimátum de ocho días y ha clamado acusadoramente la minoría, gobernada por el pensamiento y por el ademán del señor don Juan de Dios Salazar y Oyarzábal, varón de denodadas devociones y de porfiados amaneramientos.
        Cuando expiró el mes de agosto entre las sonoridades y los fastos del centenario de nuestra gran santa mestiza, nosotros pensamos que ese mes anodino y pálido no había sido el que habíamos aguardado desde que empezaron para la república los días de inquietud y de desasosiego. Nos persuadimos de que el mes de agosto se había burlado de las expectativas nacionales. Y comprendimos que los hombres de la política criolla habían pasado el mes de agosto como sobre una ascua, aunque sabían su tibieza, su desmayo y su apocamiento.
        Entonces volvimos los ojos angustiados al mes de setiembre. Setiembre tenía que resarcirnos de decepciones y de amarguras. Setiembre tenía que darnos lo que agosto nos había negado. Setiembre tenía que encender en las ánimas reacias y en las ánimas medrosas la candelilla del ardimiento político. Setiembre tenía que sacudirnos con los pródromos febriles de una lucha municipal conturbadora. Setiembre tenía que traernos en sus días transaccionales la sorpresa apetecida de la guerra con Alemania. Setiembre tenía que soliviantar a estas gentes enamoradas de la emoción, del estremecimiento y de la grima.
        Y en estos momentos en que setiembre se va, en que alborea su póstuma madrugada y en que lo personifica en el calendario la desvaída foja final su día treinta, nos volvemos a decir que setiembre también nos ha engañado.
        No han sido sus pasos vibrantes y estruendosos sino amortiguados y débiles. No han sido sus acaecimientos sensacionales y sonoros sino desteñidos y miedosos. No han sido sus voces cálidas y fuertes, sino intermitentes y vacilantes. Setiembre nos ha dicho explícitamente que a pesar de intermitentes palpitaciones, estamos anestesiadas las gentes de esta república.
        Es verdad que ha puesto una nota intensa en los momentos amortecidos en que vivimos el grito de acusación de los diputados de la minoría que han querido que se esclarezca definitivamente por qué está vacío el escaño del señor Rafael Grau, sin acordarse de que los esclarecimientos no se avienen con los hábitos nacionales.
        Pero, además de ese grito, nada ha habido que impresione y sacuda al país, que agite el comentario callejero, que requiera la glosa de los periodistas ni que responda a las expectativas que en todas las ánimas habían suscitado las promesas de setiembre.
        Ni siquiera la renovación municipal va a poseer ruidos de jornada cívica. No obstante que va a dirigirla el doctor Curletti, que fue insigne billinghurista, la jornada cívica será seguramente proscrita de su proceso y de su secuela. Sin lucha y sin contradicción la ciudad y el doctor Curletti se proponen sustituir al metropolitano y diminuto señor Miró Quesada con el campesino y corpulento señor Larco Herrera. Parece que la ciudad había resuelto hacer su burgomaestre a un personaje venido de Buenos Aires. Y de Buenos Aires, como el doctor Durand, había venido el señor Larco Herrera.
        Así termina el mes de setiembre.
        El parlamento no ha tocado aún el presupuesto a pesar de las prisas de nuestro Sancho de similor el señor Manuel Bernardino Pérez. El proceso electoral permanece en el umbral de las deliberaciones legislativas. El problema de las subsistencias amontona sus conflictos en las cohibidas conciencias de los representantes. Y vuelve a presentarse para el parlamento la necesidad de convocar a un congreso extraordinario.
        Finalizada la legislatura ordinaria tendremos que declararla incolora y amorfa y, prosiguiendo en el desenrollamiento de nuestras ingenuidades, tendremos que poner todas nuestras fracasadas expectativas en la legislatura nueva, si el señor Heráclides Pérez consiente que la haya y si la eficacia de los superávits del señor Pardo no lo impiden para asegurar la salud y la felicidad de esta patria que tiene en el alma del señor Barreda y Laos un altar con cadenetas, quitasueño y oriflamas de papel…


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 30 de septiembre de 1917. ↩︎