5.12. San Lunes - Carta del Sr. Phillips
- José Carlos Mariátegui
San Lunes1
Mientras el señor don Juan Pardo agradecía ayer los cumplidos y los homenajes por su cumpleaños, mientras le envolvía un halo luminoso de felicidad, mientras le sonreían las complacencias del cielo y de la tierra, mientras recibía los mensajes de amor de la enamorada provincia de Carabaya y mientras florecían en su ánima los más vigorosos optimismos, nosotros íbamos de pasillo en pasillo, de escaño en escaño y de diputado en diputado para averiguar cuál de los santos de la historia cristiana era el santo patrón del Don Juan de nuestra corte mestiza.
Teníamos ansia de saber si el señor don Juan Pardo había nacido bajo la advocación de San Juan Bautista, el divino precursor, el que bautizó al Mesías con las aguas del Jordán, el que encendió un anhelo mórbido en el espíritu de Salomé y el que dio al poema de Oscar Wilde el son trágico de la voz profética de Yok’Kanaam.
Suscitaba asombros y perplejidades nuestra curiosidad extravagante así en los hombres graves como en los hombres risueños del Parlamento.
Pero nosotros persistíamos en nuestra investigación. Abordábamos al señor Balbuena:
—¿Será el santo patrón del señor Pardo San Juan el precursor? ¿Será San Juan Evangelista, el bien amado discípulo, el profeta alucinado del Apocalipsis? ¿Será San Juan Crisóstomo, el gran maestro de la Iglesia, el sumo dechado de los oradores cristianos? ¿Será San Juan de la Cruz, el dulce poeta de la soledad sonora? ¿Será San Juan Damasceno? ¿Será San Juan de Dios?
Y nos respondía el señor Balbuena, lleno de sonrisas:
—¡Perdón, amigos míos! ¡Yo no soy un calendario! ¡Diríjanse ustedes al Año Cristiano! ¡Diríjanse ustedes al señor Sánchez Díaz que es un diputado con fisonomía latente de obispo! ¡Diríjanse ustedes al señor Secada si no quieren dirigirse al señor Sánchez Díaz! ¡O diríjanse ustedes al mismo señor don Juan Pardo! ¡Vayan ustedes a felicitarlo! ¡En estos momentos lo está cumplimentando el señor Fariña! ¡Le está preguntando si es verdad que llega a los cincuenta y nueve años! ¡Y vean ustedes! ¡El señor Pardo protesta!
Dejábamos al señor Balbuena por el señor Secada.
Y el señor Secada nos aseveraba:
—¡El santo patrón del señor Pardo es San Juan el profeta del Apocalipsis!
Y el señor Morán nos sostenía:
—¡El santo patrón del señor Pardo es San Juan de la Cruz, el poeta de la soledad sonora!
Y el señor Pérez, que no es versado en historia eclesiástica, nos decía:
—¡El santo patrón del señor Pardo es San Juan Tenorio!
Y el señor Salazar y Oyarzábal nos orientaba:
—¡Jóvenes amigos! ¡Vean ustedes el calendario! ¡Vean ustedes el almanaque! ¡Documéntense ustedes ampliamente! ¡Sí, sí, sí, amigosss míossss!
El consejo del señor Salazar y Oyarzábal nos gobernó ampliamente. Nos dirigimos a un calendario. Demandamos el 17 de setiembre. Y el 17 de setiembre nos dejó sorprendidos. No era el día de San Juan alguno. Era el día de San Sócrates. El señor don Juan Pardo había nacido bajo la advocación de San Sócrates.
Nos dimos a gritarlo:
—¡El señor Pardo ha nacido en el día de San Sócrates!
Mas pronto nos callamos.
Sentimos que esta advocación de San Sócrates no era la que le cuadraba al señor Pardo. Pensamos que más apropiada era la advocación sostenida por el señor Pérez: la de San Juan Tenorio. Nos persuadimos de la ineficacia y de la ignorancia de los calendarios y de los almanaques.
Y solo después de luenga meditación, puestas nuestras miradas en la cifra del calendario, nos alborozamos.
Además de 17 de setiembre era lunes y el lunes nos había sugerido este concepto:
—¡El santo patrón del señor Pardo es un santo criollo, un santo peruano, un santo muy nuestro! ¡No es San Juan Tenorio! ¡Es San Lunes! ¡El señor don Juan Pardo ha nacido bajo la advocación de San Lunes!
Teníamos ansia de saber si el señor don Juan Pardo había nacido bajo la advocación de San Juan Bautista, el divino precursor, el que bautizó al Mesías con las aguas del Jordán, el que encendió un anhelo mórbido en el espíritu de Salomé y el que dio al poema de Oscar Wilde el son trágico de la voz profética de Yok’Kanaam.
Suscitaba asombros y perplejidades nuestra curiosidad extravagante así en los hombres graves como en los hombres risueños del Parlamento.
Pero nosotros persistíamos en nuestra investigación. Abordábamos al señor Balbuena:
—¿Será el santo patrón del señor Pardo San Juan el precursor? ¿Será San Juan Evangelista, el bien amado discípulo, el profeta alucinado del Apocalipsis? ¿Será San Juan Crisóstomo, el gran maestro de la Iglesia, el sumo dechado de los oradores cristianos? ¿Será San Juan de la Cruz, el dulce poeta de la soledad sonora? ¿Será San Juan Damasceno? ¿Será San Juan de Dios?
Y nos respondía el señor Balbuena, lleno de sonrisas:
—¡Perdón, amigos míos! ¡Yo no soy un calendario! ¡Diríjanse ustedes al Año Cristiano! ¡Diríjanse ustedes al señor Sánchez Díaz que es un diputado con fisonomía latente de obispo! ¡Diríjanse ustedes al señor Secada si no quieren dirigirse al señor Sánchez Díaz! ¡O diríjanse ustedes al mismo señor don Juan Pardo! ¡Vayan ustedes a felicitarlo! ¡En estos momentos lo está cumplimentando el señor Fariña! ¡Le está preguntando si es verdad que llega a los cincuenta y nueve años! ¡Y vean ustedes! ¡El señor Pardo protesta!
Dejábamos al señor Balbuena por el señor Secada.
Y el señor Secada nos aseveraba:
—¡El santo patrón del señor Pardo es San Juan el profeta del Apocalipsis!
Y el señor Morán nos sostenía:
—¡El santo patrón del señor Pardo es San Juan de la Cruz, el poeta de la soledad sonora!
Y el señor Pérez, que no es versado en historia eclesiástica, nos decía:
—¡El santo patrón del señor Pardo es San Juan Tenorio!
Y el señor Salazar y Oyarzábal nos orientaba:
—¡Jóvenes amigos! ¡Vean ustedes el calendario! ¡Vean ustedes el almanaque! ¡Documéntense ustedes ampliamente! ¡Sí, sí, sí, amigosss míossss!
El consejo del señor Salazar y Oyarzábal nos gobernó ampliamente. Nos dirigimos a un calendario. Demandamos el 17 de setiembre. Y el 17 de setiembre nos dejó sorprendidos. No era el día de San Juan alguno. Era el día de San Sócrates. El señor don Juan Pardo había nacido bajo la advocación de San Sócrates.
Nos dimos a gritarlo:
—¡El señor Pardo ha nacido en el día de San Sócrates!
Mas pronto nos callamos.
Sentimos que esta advocación de San Sócrates no era la que le cuadraba al señor Pardo. Pensamos que más apropiada era la advocación sostenida por el señor Pérez: la de San Juan Tenorio. Nos persuadimos de la ineficacia y de la ignorancia de los calendarios y de los almanaques.
Y solo después de luenga meditación, puestas nuestras miradas en la cifra del calendario, nos alborozamos.
Además de 17 de setiembre era lunes y el lunes nos había sugerido este concepto:
—¡El santo patrón del señor Pardo es un santo criollo, un santo peruano, un santo muy nuestro! ¡No es San Juan Tenorio! ¡Es San Lunes! ¡El señor don Juan Pardo ha nacido bajo la advocación de San Lunes!
Carta del Sr. Phillips
Monseñor Phillips nos ha enviado un carta sustanciosa, evangélica y cristiana. Es una carta que nos dice que el señor Phillips no ha querido ser Vicario Capitular y que el señor Phillips no ha querido ser siquiera secretario del Arzobispado. Y es una carta que de adversarios nos trueca en aliados del señor Phillips.
La entonación del señor Phillips, la palabra del señor Phillips y el pensamiento del señor Phillips nos llenan de contento. El señor Phillips comprende la trascendencia del rol de Rasputín que le asignaron orgullosamente los hombres del pardismo. Habla, siente y acciona amorosamente. Y tiene un ademán manso y humilde de monje uncioso y tierno.
—¡Yo habría querido ser un cura de aldea! —exclama el señor Phillips.
Y cruza sus brazos apasionados sobre su pecho de favorito.
Y finalmente nos asevera:
—¡Yo no pretendo ser arzobispo de Lima! ¡Yo soy un pobre cura! ¡Yo soy un pecador!
Lamentamos no disponer de tiempo, de espacio ni de tranquilidad para glosar con grande elogio la carta del señor Phillips. Por ella sabemos que el señor Phillips conserva su personalidad interesante. Por ella nos convencemos de que el señor Phillips continuará siendo el favorito de la Iglesia y del Estado. Por ella nos enteramos de que el señor Phillips se enseñoreará más cada día en el corazón del Perú por el amor, solo por el amor, únicamente por el amor.
Persuasiva y dulcemente el señor Phillips nos hace nuevamente sus prosélitos, sus partidarios y sus aliados. Nos desarma. Nos serena. Nos enamora. Su gesto y su frase sabrían adquirir hasta la confianza y el favor del señor Secada.
Así nos habla en una epístola que recogerá la historia blanda y devotamente:
Lima, 17 de setiembre de 1917.
SS. RR. de El Tiempo.
Muy señores míos:
Bajo el rubro “El favorito sueña”, se ocupa de mí El Tiempo de esta mañana. Habla de una derrota mía, de una victoria de Mons. Ballón, y, atribuyéndome pretensiones al arzobispado, asevera que me he dejado seducir por las tentaciones de las glorias y de los fastos solemnes.
Esto me obliga a dirigirles la presente, para manifestarles que la única lucha que he sostenido en estos días, ha sido con mis amigos para persuadirlos de que no debían fijarse en mí para la Vicaría Capitular, y no pretendieran echar sobre mis débiles y ya fatigados hombros, nueva carga. El triunfo ha sido mío.
El Iltmo. Mons. Ballón no ha salido victorioso sino vencido: su humildad ha tenido que ceder ante la voluntad de sus compañeros que por segunda vez le han encomendado el gobierno de la Arquidiócesis. Hacer otras suposiciones es injurioso a él, que por propia experiencia conoce cuán punzantes son las espinas del cayado pastoral.
Cuanto, a mis supuestas pretensiones al solio arzobispal, repito lo que en ocasión reciente escribí a ustedes: no tengo ambiciones personales de ninguna clase y menos si estas son prematuras, como lo serían en el caso presente.
Es tanta la responsabilidad de los que gobiernan; son tantas las cualidades que debe tener un Prelado para desempeñar debidamente sus delicadas y trascendentales funciones; y me siento tan desprovisto de ellas, que sería temeraria osadía el pretender asumirlas. Por esto, hace tiempo, que tengo formal propósito de no aceptar el gobierno de ninguna diócesis. No todos hemos nacido para pastores de la iglesia: en ella Dios ha hecho “a unos apóstoles, a otros profetas, a otros evangelistas, a otros pastores y doctores”, y a cada uno da las gracias correspondientes al ministerio a que se les ha destinado.
No estoy más inquieto que nunca, sino más tranquilo; ni sueño con quimeras. Mi sueño cuando estudiante fue ser cura de aldea o ejercer mi ministerio al lado de los desvalidos, como capellán de un hospital. Envidiaba a los párrocos que cumplían abnegadamente su dulce ministerio entre los sencillos campesinos, dedicando al estudio el tiempo que les deje libre el ministerio: y a los heroicos misioneros que, soportando privaciones y sacrificios indecibles, consagran sus energías al servicio de Dios y de la Patria en nuestras selvas montañosas.
No me fue dado satisfacer mi deseo, porque el Iltmo. Mons. Tovar, desoyendo mis excusas, me llevó a la secretaría arzobispal y desde entonces he participado, hasta hace pocos días, en el gobierno de la Arquidiócesis— a pesar de mis reiteradas instancias para retirarme—, obligado por un doble vínculo: obediencia al Prelado y gratitud al Padre bondadoso que acabo de perder y que todos lloramos.
Engolfado así, desde los primeros años de mi sacerdocio, en ocupaciones que absorbían todo mi tiempo y toda mi actividad, no he podido realizar mis deseos de dedicarme a profundizar en ninguno de los ramos de las ciencias eclesiásticas, reducido a conocimientos superficiales. Ahora creo llegada la hora de satisfacer ese legítimo anhelo, y poder de ese modo ejercer mejor el magisterio que desde hace 19 años desempeño en el Seminario.
Tal vez mi aceptación reciente del Cargo de Vicario General del Arzobispado haya dado lugar a atribuirme otras aspiraciones. Pero no hay tal. Esa aceptación me fue impuesta en excepcionales circunstancias por un deber de lealtad y gratitud.
Cuando, desde antes de mi viaje a Roma, en honrosísima comisión, algunos señores capitulares insinuaron al Iltmo. señor Arzobispo mi nombramiento de Vicario General, mi voluntad fue el único estorbo para el nombramiento; cuando al confiárseme el encargo de hacer la visita pastoral de la Arquidiócesis, se me ofreció ese nombramiento, para que pudiera practicar esa visita con más autoridad, no acepté el ofrecimiento; cuando a principios de este año, nuestro llorado Prelado me ofreció la Vicaría General como un honor y una recompensa a los servicios que creía había prestado a la Iglesia, decliné el honor y rehusé con tenacidad sus generosos ofrecimientos, proponiéndole el nombramiento de otra persona, prometiéndole que yo colaboraría al lado del que nombrase, quienquiera que él fuese, con la misma decisión y buena voluntad con que lo venía haciendo. Su Sa. Iltma. no aceptó esta propuesta y prefirió no hacer nombramiento alguno y seguir en las responsabilidades del gobierno de su iglesia.
Pero, cuando, víctima ya de la enfermedad que nos lo ha arrebatado y conociendo la proximidad de su muerte, me pidió, con suplicante imperio que aceptara ese cargo, para darle tranquilidad en los últimos días de su vida, vencí mi repugnancia, incliné la cabeza y obedecí.
Lo que había rechazado resueltamente cuando se me presentaba como un honor y un premio, lo acepté con resignación, cuando se me impuso como un sacrificio, sacrificio en aras de la tranquilidad del santo anciano que dirigió mis pasos, con solicitud paternal, desde que ingresé en el Seminario; que tuvo siempre por mí, ya como rector de ese establecimiento, ya como Prelado de la Arquidiócesis, especial predilección y marcadísima deferencia; y que depositó en mí su absoluta confianza y me hizo su colaborador principal desde que inició su gobierno.
Estas circunstancias especialísimas no existen ahora. Además, me ha herido tan profundamente esta inconmensurable pérdida de la iglesia peruana (que nadie mejor que yo puede a valorar), que mi espíritu se halla conturbado y falto de fuerzas, y hoy más que nunca, me hallo incapacitado para atender, con la serenidad debida, las necesidades de la administración arquidiocesana, y quiero buscar lenitivo a mi dolor, en el estudio y en la oración, lejos del bullicio y disipación que ocasionan los altos puestos.
Como las personas que no conocen mi insuficiencia, al ver mi nombre tan llevado y traído en las columnas de ese diario, pueden creer que algo valgo, les suplico que no vuelvan a ocuparse de esta supuesta e improbable candidatura. Ya que ustedes se confiesan leales adversarios de ella, yo me declaro aliado de ustedes en esta campaña, en la que seguramente nuestro triunfo será fácil.
De ustedes, atento servidor.
La entonación del señor Phillips, la palabra del señor Phillips y el pensamiento del señor Phillips nos llenan de contento. El señor Phillips comprende la trascendencia del rol de Rasputín que le asignaron orgullosamente los hombres del pardismo. Habla, siente y acciona amorosamente. Y tiene un ademán manso y humilde de monje uncioso y tierno.
—¡Yo habría querido ser un cura de aldea! —exclama el señor Phillips.
Y cruza sus brazos apasionados sobre su pecho de favorito.
Y finalmente nos asevera:
—¡Yo no pretendo ser arzobispo de Lima! ¡Yo soy un pobre cura! ¡Yo soy un pecador!
Lamentamos no disponer de tiempo, de espacio ni de tranquilidad para glosar con grande elogio la carta del señor Phillips. Por ella sabemos que el señor Phillips conserva su personalidad interesante. Por ella nos convencemos de que el señor Phillips continuará siendo el favorito de la Iglesia y del Estado. Por ella nos enteramos de que el señor Phillips se enseñoreará más cada día en el corazón del Perú por el amor, solo por el amor, únicamente por el amor.
Persuasiva y dulcemente el señor Phillips nos hace nuevamente sus prosélitos, sus partidarios y sus aliados. Nos desarma. Nos serena. Nos enamora. Su gesto y su frase sabrían adquirir hasta la confianza y el favor del señor Secada.
Así nos habla en una epístola que recogerá la historia blanda y devotamente:
Lima, 17 de setiembre de 1917.
SS. RR. de El Tiempo.
Muy señores míos:
Bajo el rubro “El favorito sueña”, se ocupa de mí El Tiempo de esta mañana. Habla de una derrota mía, de una victoria de Mons. Ballón, y, atribuyéndome pretensiones al arzobispado, asevera que me he dejado seducir por las tentaciones de las glorias y de los fastos solemnes.
Esto me obliga a dirigirles la presente, para manifestarles que la única lucha que he sostenido en estos días, ha sido con mis amigos para persuadirlos de que no debían fijarse en mí para la Vicaría Capitular, y no pretendieran echar sobre mis débiles y ya fatigados hombros, nueva carga. El triunfo ha sido mío.
El Iltmo. Mons. Ballón no ha salido victorioso sino vencido: su humildad ha tenido que ceder ante la voluntad de sus compañeros que por segunda vez le han encomendado el gobierno de la Arquidiócesis. Hacer otras suposiciones es injurioso a él, que por propia experiencia conoce cuán punzantes son las espinas del cayado pastoral.
Cuanto, a mis supuestas pretensiones al solio arzobispal, repito lo que en ocasión reciente escribí a ustedes: no tengo ambiciones personales de ninguna clase y menos si estas son prematuras, como lo serían en el caso presente.
Es tanta la responsabilidad de los que gobiernan; son tantas las cualidades que debe tener un Prelado para desempeñar debidamente sus delicadas y trascendentales funciones; y me siento tan desprovisto de ellas, que sería temeraria osadía el pretender asumirlas. Por esto, hace tiempo, que tengo formal propósito de no aceptar el gobierno de ninguna diócesis. No todos hemos nacido para pastores de la iglesia: en ella Dios ha hecho “a unos apóstoles, a otros profetas, a otros evangelistas, a otros pastores y doctores”, y a cada uno da las gracias correspondientes al ministerio a que se les ha destinado.
No estoy más inquieto que nunca, sino más tranquilo; ni sueño con quimeras. Mi sueño cuando estudiante fue ser cura de aldea o ejercer mi ministerio al lado de los desvalidos, como capellán de un hospital. Envidiaba a los párrocos que cumplían abnegadamente su dulce ministerio entre los sencillos campesinos, dedicando al estudio el tiempo que les deje libre el ministerio: y a los heroicos misioneros que, soportando privaciones y sacrificios indecibles, consagran sus energías al servicio de Dios y de la Patria en nuestras selvas montañosas.
No me fue dado satisfacer mi deseo, porque el Iltmo. Mons. Tovar, desoyendo mis excusas, me llevó a la secretaría arzobispal y desde entonces he participado, hasta hace pocos días, en el gobierno de la Arquidiócesis— a pesar de mis reiteradas instancias para retirarme—, obligado por un doble vínculo: obediencia al Prelado y gratitud al Padre bondadoso que acabo de perder y que todos lloramos.
Engolfado así, desde los primeros años de mi sacerdocio, en ocupaciones que absorbían todo mi tiempo y toda mi actividad, no he podido realizar mis deseos de dedicarme a profundizar en ninguno de los ramos de las ciencias eclesiásticas, reducido a conocimientos superficiales. Ahora creo llegada la hora de satisfacer ese legítimo anhelo, y poder de ese modo ejercer mejor el magisterio que desde hace 19 años desempeño en el Seminario.
Tal vez mi aceptación reciente del Cargo de Vicario General del Arzobispado haya dado lugar a atribuirme otras aspiraciones. Pero no hay tal. Esa aceptación me fue impuesta en excepcionales circunstancias por un deber de lealtad y gratitud.
Cuando, desde antes de mi viaje a Roma, en honrosísima comisión, algunos señores capitulares insinuaron al Iltmo. señor Arzobispo mi nombramiento de Vicario General, mi voluntad fue el único estorbo para el nombramiento; cuando al confiárseme el encargo de hacer la visita pastoral de la Arquidiócesis, se me ofreció ese nombramiento, para que pudiera practicar esa visita con más autoridad, no acepté el ofrecimiento; cuando a principios de este año, nuestro llorado Prelado me ofreció la Vicaría General como un honor y una recompensa a los servicios que creía había prestado a la Iglesia, decliné el honor y rehusé con tenacidad sus generosos ofrecimientos, proponiéndole el nombramiento de otra persona, prometiéndole que yo colaboraría al lado del que nombrase, quienquiera que él fuese, con la misma decisión y buena voluntad con que lo venía haciendo. Su Sa. Iltma. no aceptó esta propuesta y prefirió no hacer nombramiento alguno y seguir en las responsabilidades del gobierno de su iglesia.
Pero, cuando, víctima ya de la enfermedad que nos lo ha arrebatado y conociendo la proximidad de su muerte, me pidió, con suplicante imperio que aceptara ese cargo, para darle tranquilidad en los últimos días de su vida, vencí mi repugnancia, incliné la cabeza y obedecí.
Lo que había rechazado resueltamente cuando se me presentaba como un honor y un premio, lo acepté con resignación, cuando se me impuso como un sacrificio, sacrificio en aras de la tranquilidad del santo anciano que dirigió mis pasos, con solicitud paternal, desde que ingresé en el Seminario; que tuvo siempre por mí, ya como rector de ese establecimiento, ya como Prelado de la Arquidiócesis, especial predilección y marcadísima deferencia; y que depositó en mí su absoluta confianza y me hizo su colaborador principal desde que inició su gobierno.
Estas circunstancias especialísimas no existen ahora. Además, me ha herido tan profundamente esta inconmensurable pérdida de la iglesia peruana (que nadie mejor que yo puede a valorar), que mi espíritu se halla conturbado y falto de fuerzas, y hoy más que nunca, me hallo incapacitado para atender, con la serenidad debida, las necesidades de la administración arquidiocesana, y quiero buscar lenitivo a mi dolor, en el estudio y en la oración, lejos del bullicio y disipación que ocasionan los altos puestos.
Como las personas que no conocen mi insuficiencia, al ver mi nombre tan llevado y traído en las columnas de ese diario, pueden creer que algo valgo, les suplico que no vuelvan a ocuparse de esta supuesta e improbable candidatura. Ya que ustedes se confiesan leales adversarios de ella, yo me declaro aliado de ustedes en esta campaña, en la que seguramente nuestro triunfo será fácil.
De ustedes, atento servidor.
Belisario A. Phillips.
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 18 de septiembre de 1917. ↩︎