5.11. El favorito sueño - Rectificamos…
- José Carlos Mariátegui
El favorito sueño1
Más inquieto que nunca, más insinuante que nunca, más acucioso que nunca y, sobre todo, más pardista que nunca, está en estos momentos monseñor Belisario Phillips, el engreído favorito de la Iglesia y del Estado, el amoroso confesor del gobierno y del cabildo metropolitano, el persuasivo Rasputín de nuestra corte advenediza y de nuestros palacios híbridos, mestizos e incoloros.
No han querido tres o cuatro votos reticentes y porfiados del cabildo metropolitano que monseñor Phillips sea el Vicario Capitular de la Arquidiócesis. Monseñor Phillips ha sido derrotado por monseñor Ballón. Una acendrada expectativa de nuestro Rasputín ha fracasado.
Pero ha persistido la vibración misteriosa de las voces eclesiásticas que preconizan la candidatura del señor Phillips al Arzobispado de Lima. El señor Phillips no ha dejado de ser candidato al noble sillón apostólico. El nombre del señor Phillips ha seguido sonando en los comentarios familiares y en las tertulias ciudadanas.
Una opinión muy autorizada dice:
—¡Monseñor García Irigoyen!
Otra opinión sonora afirma:
—¡Monseñor Drinot y Piérola!
Otra opinión fervorosa insinúa:
—¡El Padre Mateo Crawley!
Y la malicia callejera miente:
—¡El Partido Liberal tiene un gran candidato! ¡Don Wenceslao Valera!
Pero siempre la última voz, una voz ignorada, una voz anónima, una voz extraña, asevera gravemente:
—¡Monseñor Phillips!
Las miradas de la ciudad asedian al señor Phillips. Lo interrogan. Lo vigilan. Lo acechan. Lo escudriñan. Pretenden entrar dentro de su ánima de favorito. Se empeñan en investigar si es el ánima de un candidato. Y solo constatan que el señor Phillips es hoy tan amigo del señor Pardo como ayer.
Salen de los ángulos de la ciudad rumores repentinos:
—¡Ya el señor Phillips tiene un voto más! ¡Ya el señor Phillips ha ganado otro prosélito! ¡Ya el señor Phillips ha adquirido una nueva adhesión!
Y parece que el señor Phillips se sonriera humilde, mansa e inofensivamente en tanto que sus colaboradores secretos saturan el ambiente metropolitano de sugestiones, de presagios y de augurios.
Vienen a nuestra estancia gentes amigas que nos dicen:
—¿No saben ustedes que el señor Phillips es candidato al Arzobispado?
Estas gentes se quedan muy asombradas cuando nosotros les respondemos para desconcertarlas:
—¡No lo sabíamos!
Y se multiplican sus asombros cuando les preguntamos:
—¿Es cierto que el señor Phillips es candidato al Arzobispado?
Nosotros nos ponemos muy perplejos al oírlos contestar que sí.
Y es que nosotros somos leales adversarios de esta candidatura. Lo somos no porque el señor Phillips sea amigo del señor Pardo, no porque el señor Phillips sea pobre en merecimientos, no porque el señor Phillips haya salido de un presbiterio en vez de salir de una ermita, de un desierto o de una catacumba. Lo somos porque no queremos que el señor Phillips pierda en la historia peruana su rol de favorito, de coadjutor y de confidente.
Desde el día en que los hombres del pardismo nos dijeron enorgullecidos de la devoción del señor Phillips:
—¡Es nuestro Rasputín!
Nosotros nos sentimos enamorados de esta revelación de que existe en nuestra metrópoli, entre la Iglesia y el Estado, aconsejando a unos y confesando a otros, un personaje de prestigios misteriosos y de calladas influencias.
Y en estos momentos estamos persuadidos de que el señor Phillips se ha equivocado. Creemos que se ha olvidado de la trascendencia histórica de su papel de favorito. Pensamos que se ha dejado seducir por las tentaciones de las glorias y de los fastos solemnes. Y nos exasperamos porque vemos en trance de desnaturalización a uno de los personajes más expresivos, interesantes y sustanciosos de la actualidad criolla.
No han querido tres o cuatro votos reticentes y porfiados del cabildo metropolitano que monseñor Phillips sea el Vicario Capitular de la Arquidiócesis. Monseñor Phillips ha sido derrotado por monseñor Ballón. Una acendrada expectativa de nuestro Rasputín ha fracasado.
Pero ha persistido la vibración misteriosa de las voces eclesiásticas que preconizan la candidatura del señor Phillips al Arzobispado de Lima. El señor Phillips no ha dejado de ser candidato al noble sillón apostólico. El nombre del señor Phillips ha seguido sonando en los comentarios familiares y en las tertulias ciudadanas.
Una opinión muy autorizada dice:
—¡Monseñor García Irigoyen!
Otra opinión sonora afirma:
—¡Monseñor Drinot y Piérola!
Otra opinión fervorosa insinúa:
—¡El Padre Mateo Crawley!
Y la malicia callejera miente:
—¡El Partido Liberal tiene un gran candidato! ¡Don Wenceslao Valera!
Pero siempre la última voz, una voz ignorada, una voz anónima, una voz extraña, asevera gravemente:
—¡Monseñor Phillips!
Las miradas de la ciudad asedian al señor Phillips. Lo interrogan. Lo vigilan. Lo acechan. Lo escudriñan. Pretenden entrar dentro de su ánima de favorito. Se empeñan en investigar si es el ánima de un candidato. Y solo constatan que el señor Phillips es hoy tan amigo del señor Pardo como ayer.
Salen de los ángulos de la ciudad rumores repentinos:
—¡Ya el señor Phillips tiene un voto más! ¡Ya el señor Phillips ha ganado otro prosélito! ¡Ya el señor Phillips ha adquirido una nueva adhesión!
Y parece que el señor Phillips se sonriera humilde, mansa e inofensivamente en tanto que sus colaboradores secretos saturan el ambiente metropolitano de sugestiones, de presagios y de augurios.
Vienen a nuestra estancia gentes amigas que nos dicen:
—¿No saben ustedes que el señor Phillips es candidato al Arzobispado?
Estas gentes se quedan muy asombradas cuando nosotros les respondemos para desconcertarlas:
—¡No lo sabíamos!
Y se multiplican sus asombros cuando les preguntamos:
—¿Es cierto que el señor Phillips es candidato al Arzobispado?
Nosotros nos ponemos muy perplejos al oírlos contestar que sí.
Y es que nosotros somos leales adversarios de esta candidatura. Lo somos no porque el señor Phillips sea amigo del señor Pardo, no porque el señor Phillips sea pobre en merecimientos, no porque el señor Phillips haya salido de un presbiterio en vez de salir de una ermita, de un desierto o de una catacumba. Lo somos porque no queremos que el señor Phillips pierda en la historia peruana su rol de favorito, de coadjutor y de confidente.
Desde el día en que los hombres del pardismo nos dijeron enorgullecidos de la devoción del señor Phillips:
—¡Es nuestro Rasputín!
Nosotros nos sentimos enamorados de esta revelación de que existe en nuestra metrópoli, entre la Iglesia y el Estado, aconsejando a unos y confesando a otros, un personaje de prestigios misteriosos y de calladas influencias.
Y en estos momentos estamos persuadidos de que el señor Phillips se ha equivocado. Creemos que se ha olvidado de la trascendencia histórica de su papel de favorito. Pensamos que se ha dejado seducir por las tentaciones de las glorias y de los fastos solemnes. Y nos exasperamos porque vemos en trance de desnaturalización a uno de los personajes más expresivos, interesantes y sustanciosos de la actualidad criolla.
Rectificamos…
Nos habíamos engañado. El doctor Durand ha dejado de ser el caudillo inquieto y trashumante de otros tiempos. Pero aún no se ha puesto escarpines. Los escarpines son todavía el atributo personal y fisonómico del señor don José Carlos Bernales. Su uso pertenece siempre por antonomasia al gentilhombre del Senado.
Probablemente nuestra persuasión de que el doctor Durand es candidato a la alcaldía de Lima generó en nosotros otra persuasión: la de que el doctor Durand no podía ser candidato a la alcaldía de Lima sin ponerse escarpines. Tan luego como vimos al doctor Durand pusimos los ojos en sus pies. Y nos convencimos de que el doctor Durand tenía escarpines.
Pero acabamos de constatar que hemos estado en un error. Nos hemos encontrado con el doctor Durand y nos hemos convencido de que no usa escarpines. No los ha usado nunca. Tampoco los usa su hermano don Juan, quien asimismo no los ha usado jamás.
El ilustre jefe de los liberales nos ha dicho:
—¡Soy el mismo de antes!
Y nos ha sonreído con la más amable de sus sonrisas. Nosotros no hemos sabido darnos cuenta de si ha sido la suya su sonrisa de diplomático, su sonrisa de periodista, su sonrisa de jefe de los liberales o su sonrisa naciente de alcalde de Lima. Tan solo hemos estado ciertos de que ha sido una sonrisa del doctor Durand.
El doctor Durand ha querido demostrarnos totalmente que andábamos equivocados. Nos ha obligado a comprobar que no intenta modificar su fisonomía ni su talle. Nos ha desmentido explícitamente. Y nos ha confundido en nuestro amor propio de periodistas veraces y circunspectos.
Nosotros hemos palpado nuestro engaño poniendo nuestras manos en un pie del doctor Durand.
Y hemos tenido que decirnos:
—No. El doctor Durand no se parece al señor Bernales.
Y el señor don Juan Durand, el dilecto explorador de la historia aborigen y el sabio panegirista de la autoctonía quechua, nos ha afirmado:
—¡Tampoco yo me he puesto en mi vida escarpines!
Nosotros nos hemos repetido silenciosamente:
—¡Tampoco se ha puesto escarpines don Juan Durand, a pesar de que es secretario del Senado!
Hemos venido luego a nuestra imprenta para escribir esta rectificación. La hemos escrito seguros de que destruíamos una inexactitud nuestra. Ha desaparecido en nosotros toda idea de que el doctor Durand altere su traje y su aderezo.
Solo que hemos tenido la tentación porfiada de salir en busca del doctor Durand para hacerle una extravagante profecía:
—¡Perdón, doctor! ¡Usted se pondrá escarpines en lo futuro! ¡Usted está destinado a usar escarpines! ¡Nosotros únicamente nos hemos anticipado a un acontecimiento de su muy noble y muy esclarecida historia!
Probablemente nuestra persuasión de que el doctor Durand es candidato a la alcaldía de Lima generó en nosotros otra persuasión: la de que el doctor Durand no podía ser candidato a la alcaldía de Lima sin ponerse escarpines. Tan luego como vimos al doctor Durand pusimos los ojos en sus pies. Y nos convencimos de que el doctor Durand tenía escarpines.
Pero acabamos de constatar que hemos estado en un error. Nos hemos encontrado con el doctor Durand y nos hemos convencido de que no usa escarpines. No los ha usado nunca. Tampoco los usa su hermano don Juan, quien asimismo no los ha usado jamás.
El ilustre jefe de los liberales nos ha dicho:
—¡Soy el mismo de antes!
Y nos ha sonreído con la más amable de sus sonrisas. Nosotros no hemos sabido darnos cuenta de si ha sido la suya su sonrisa de diplomático, su sonrisa de periodista, su sonrisa de jefe de los liberales o su sonrisa naciente de alcalde de Lima. Tan solo hemos estado ciertos de que ha sido una sonrisa del doctor Durand.
El doctor Durand ha querido demostrarnos totalmente que andábamos equivocados. Nos ha obligado a comprobar que no intenta modificar su fisonomía ni su talle. Nos ha desmentido explícitamente. Y nos ha confundido en nuestro amor propio de periodistas veraces y circunspectos.
Nosotros hemos palpado nuestro engaño poniendo nuestras manos en un pie del doctor Durand.
Y hemos tenido que decirnos:
—No. El doctor Durand no se parece al señor Bernales.
Y el señor don Juan Durand, el dilecto explorador de la historia aborigen y el sabio panegirista de la autoctonía quechua, nos ha afirmado:
—¡Tampoco yo me he puesto en mi vida escarpines!
Nosotros nos hemos repetido silenciosamente:
—¡Tampoco se ha puesto escarpines don Juan Durand, a pesar de que es secretario del Senado!
Hemos venido luego a nuestra imprenta para escribir esta rectificación. La hemos escrito seguros de que destruíamos una inexactitud nuestra. Ha desaparecido en nosotros toda idea de que el doctor Durand altere su traje y su aderezo.
Solo que hemos tenido la tentación porfiada de salir en busca del doctor Durand para hacerle una extravagante profecía:
—¡Perdón, doctor! ¡Usted se pondrá escarpines en lo futuro! ¡Usted está destinado a usar escarpines! ¡Nosotros únicamente nos hemos anticipado a un acontecimiento de su muy noble y muy esclarecida historia!
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 17 de septiembre de 1917. ↩︎