4.5. Espada de Oriente - Plancha Sonora
- José Carlos Mariátegui
Espada de Oriente1
También el general Puente ha vuelto a la vida privada. La vida privada ha comenzado a abrir sus brazos hospitalarios a los personajes del régimen. Primero para el señor don Enrique de la Riva Agüero y para el general Puente. Inmediatamente para el señor don Amador del Solar. La vida privada está llamando a su seno al pardismo.
Tenemos de rato en rato la tentación ingenua de dirigirle al país esta pregunta:
—¿Por qué no vuelve también a la vida privada el señor Pardo?
Pero nos ataja el temor de que todas las gentes nos respondan poniéndose un dedo sobre la boca.
Y volvemos a pensar en el general Puente.
Sentimos que el retiro del general Puente no tiene la misma fisonomía del retiro del señor de la Riva Agüero y del retiro del señor Solar. No es un retiro silencioso. Es un retiro solemne. Es un retiro con banquete. Y es un retiro con discursos.
Esto es muy peruano.
Había que agasajar al general Puente. No porque el general Puente hubiese comprometido la gratitud del país, sino porque se iba del ministerio. Era preciso ser generoso con él. Era necesario darle una amnistía social. Era indispensable tomar con él una copa de champaña.
El país no se preocupa nunca de estas cosas.
Apenas si pueden sugerirle una interrogación en el presente caso:
—¿Por qué se retira a la vida privada el general Puente?
Él mismo se dará la respuesta:
—Porque ya no es ministro y porque ya no es senador.
Evidente.
Un personaje peruano que no es ministro y que no es senador, tiene que retirarse a la vida privada. Sea por fallo de la Suprema o por fallo del presidente de la República, la consecuencia es idéntica. La vida privada es el supremo refugio de los personajes peruanos.
Unas veces la despedida ritual posee una decoración subjetiva: el manifiesto. Otras veces posee una decoración objetiva: el banquete. Otras veces es callada e imperceptible. Entonces parte el corazón de pena.
Y hay una diferencia más entre la despedida del general Puente y la despedida del señor de la Riva Agüero y del señor Solar. El general Puente no es ya ministro. No es ya senador. Pero siempre es general. Ha perdido la cartera y ha perdido la senaduría. Pero le queda la espada.
El general Puente se va, pues, a su hogar con una espada en la mano. Una espada de general. Una espada señorita. Una espada púber. Y una espada que por ser joven debe ser una espada inquieta.
El comentario de las gentes metropolitanas tiene tangencias pertinaces con una espada.
—Esta es una espada venida de Oriente como los reyes magos.
—No, porque el Oriente de esta espada no es el Oriente de la leyenda sino el Oriente del Perú.
—La espada del general Benavides vino así mismo del Oriente peruano.
—¡Así mismo, no! ¡Vino de una aventura fluvial!
—¡También esta espada tiene una aventura fluvial en su historia!
Y se pierde en inducciones y deducciones el comentario de las gentes metropolitanas.
Tenemos de rato en rato la tentación ingenua de dirigirle al país esta pregunta:
—¿Por qué no vuelve también a la vida privada el señor Pardo?
Pero nos ataja el temor de que todas las gentes nos respondan poniéndose un dedo sobre la boca.
Y volvemos a pensar en el general Puente.
Sentimos que el retiro del general Puente no tiene la misma fisonomía del retiro del señor de la Riva Agüero y del retiro del señor Solar. No es un retiro silencioso. Es un retiro solemne. Es un retiro con banquete. Y es un retiro con discursos.
Esto es muy peruano.
Había que agasajar al general Puente. No porque el general Puente hubiese comprometido la gratitud del país, sino porque se iba del ministerio. Era preciso ser generoso con él. Era necesario darle una amnistía social. Era indispensable tomar con él una copa de champaña.
El país no se preocupa nunca de estas cosas.
Apenas si pueden sugerirle una interrogación en el presente caso:
—¿Por qué se retira a la vida privada el general Puente?
Él mismo se dará la respuesta:
—Porque ya no es ministro y porque ya no es senador.
Evidente.
Un personaje peruano que no es ministro y que no es senador, tiene que retirarse a la vida privada. Sea por fallo de la Suprema o por fallo del presidente de la República, la consecuencia es idéntica. La vida privada es el supremo refugio de los personajes peruanos.
Unas veces la despedida ritual posee una decoración subjetiva: el manifiesto. Otras veces posee una decoración objetiva: el banquete. Otras veces es callada e imperceptible. Entonces parte el corazón de pena.
Y hay una diferencia más entre la despedida del general Puente y la despedida del señor de la Riva Agüero y del señor Solar. El general Puente no es ya ministro. No es ya senador. Pero siempre es general. Ha perdido la cartera y ha perdido la senaduría. Pero le queda la espada.
El general Puente se va, pues, a su hogar con una espada en la mano. Una espada de general. Una espada señorita. Una espada púber. Y una espada que por ser joven debe ser una espada inquieta.
El comentario de las gentes metropolitanas tiene tangencias pertinaces con una espada.
—Esta es una espada venida de Oriente como los reyes magos.
—No, porque el Oriente de esta espada no es el Oriente de la leyenda sino el Oriente del Perú.
—La espada del general Benavides vino así mismo del Oriente peruano.
—¡Así mismo, no! ¡Vino de una aventura fluvial!
—¡También esta espada tiene una aventura fluvial en su historia!
Y se pierde en inducciones y deducciones el comentario de las gentes metropolitanas.
Plancha Sonora
La “plancha” es un acontecimiento legítimamente criollo. Tan criollo como el señor Manuel Bernardino Pérez. Tan criollo como la “causa”. Tan criollo como nuestro parlamento.
Pocas cosas hay más acaecederas y risueñas en este país. La “plancha” es entre nosotros casi cotidiana. Unas veces es la “plancha” policial. Otras veces es la “plancha” política. Otras veces es la “plancha” periodística. Otras veces es la “plancha” romántica. “La plancha” es múltiple. Expuestos están a ella así el personaje ilustre y avizor como el incauto y desorientado virote.
Y la ciudad ama la “plancha”. Le debe sus risas más francas y sus alborozos más categóricos. La busca enamoradamente en todos los rincones de la casualidad. La llama durante sus momentos pertinaces de aburrimiento. La solicita, la invoca, la demanda.
Ayer hubo una “plancha” grande.
Honestos trabajadores desenterraron una vieja caja de hierro bajo las ruinas del Palacio Arzobispal. Corrió la noticia de casa en casa y de esquina en esquina. Se llenó el Palacio Arzobispal de gentes curiosas. Perdieron la ecuanimidad los periodistas. Se alborotaron las autoridades.
Una onda de placer sacudió a la ciudad como si todas las gentes se sintieran repentinamente felices, como si hubieran bajado sobre la tierra las complacencias del cielo y como si las almas estuvieran ahítas de gracia y bienaventuranza.
Esa caja de hierro contenía algo. Ese algo era un tesoro. Ese tesoro es un tesoro fabuloso.
Tal pensaron los trabajadores honestos del sorpresivo hallazgo. Tal pensaron los funcionarios de la policía. Tal pensaron los dignatarios de la Iglesia.
El prefecto trazó una línea heroica en torno de la caja de hierro.
Y monseñor Phillips, el favorito ilustre del señor Pardo y del Arzobispado, el Rasputín de nuestra corte advenediza, hizo una declaración prudente:
—¡Este tesoro es de la Iglesia!
Y agregó:
—¡De Nuestra Santa Madre Iglesia!
Pero, a pesar de esta declaración dogmática, se suscitó la controversia. Una voz aseveró que el tesoro era de los honestos trabajadores que lo habían descubierto. Otra voz sostuvo el derecho insuperable del Estado. Otra voz sonó en nombre de los herederos de Orueta.
Nuestro Rasputín movió la cabeza. Pensó que todas esas voces se equivocaban. Comprendió cuán pocos eran los poseedores de la verdadera sabiduría. Sintió que resucitaban los tiempos milagrosos de la Iglesia.
Y a punto y sazón de estos raciocinios y estos pensamientos, se produjo la “plancha”.
No había dentro de la caja de hierro tesoro alguno. Manos aviesas habían escondido allí un producto farmacéutico para hacerle réclame. La ciudad había sido burlada. Nuestro Rasputín era tan falible como la más humilde criatura de la tierra.
Sin embargo, nadie se impacientó, nadie se soliviantó, nadie se molestó.
El señorío de la “plancha” gobernó el ánima burlona y frívola de la ciudad.
Pocas cosas hay más acaecederas y risueñas en este país. La “plancha” es entre nosotros casi cotidiana. Unas veces es la “plancha” policial. Otras veces es la “plancha” política. Otras veces es la “plancha” periodística. Otras veces es la “plancha” romántica. “La plancha” es múltiple. Expuestos están a ella así el personaje ilustre y avizor como el incauto y desorientado virote.
Y la ciudad ama la “plancha”. Le debe sus risas más francas y sus alborozos más categóricos. La busca enamoradamente en todos los rincones de la casualidad. La llama durante sus momentos pertinaces de aburrimiento. La solicita, la invoca, la demanda.
Ayer hubo una “plancha” grande.
Honestos trabajadores desenterraron una vieja caja de hierro bajo las ruinas del Palacio Arzobispal. Corrió la noticia de casa en casa y de esquina en esquina. Se llenó el Palacio Arzobispal de gentes curiosas. Perdieron la ecuanimidad los periodistas. Se alborotaron las autoridades.
Una onda de placer sacudió a la ciudad como si todas las gentes se sintieran repentinamente felices, como si hubieran bajado sobre la tierra las complacencias del cielo y como si las almas estuvieran ahítas de gracia y bienaventuranza.
Esa caja de hierro contenía algo. Ese algo era un tesoro. Ese tesoro es un tesoro fabuloso.
Tal pensaron los trabajadores honestos del sorpresivo hallazgo. Tal pensaron los funcionarios de la policía. Tal pensaron los dignatarios de la Iglesia.
El prefecto trazó una línea heroica en torno de la caja de hierro.
Y monseñor Phillips, el favorito ilustre del señor Pardo y del Arzobispado, el Rasputín de nuestra corte advenediza, hizo una declaración prudente:
—¡Este tesoro es de la Iglesia!
Y agregó:
—¡De Nuestra Santa Madre Iglesia!
Pero, a pesar de esta declaración dogmática, se suscitó la controversia. Una voz aseveró que el tesoro era de los honestos trabajadores que lo habían descubierto. Otra voz sostuvo el derecho insuperable del Estado. Otra voz sonó en nombre de los herederos de Orueta.
Nuestro Rasputín movió la cabeza. Pensó que todas esas voces se equivocaban. Comprendió cuán pocos eran los poseedores de la verdadera sabiduría. Sintió que resucitaban los tiempos milagrosos de la Iglesia.
Y a punto y sazón de estos raciocinios y estos pensamientos, se produjo la “plancha”.
No había dentro de la caja de hierro tesoro alguno. Manos aviesas habían escondido allí un producto farmacéutico para hacerle réclame. La ciudad había sido burlada. Nuestro Rasputín era tan falible como la más humilde criatura de la tierra.
Sin embargo, nadie se impacientó, nadie se soliviantó, nadie se molestó.
El señorío de la “plancha” gobernó el ánima burlona y frívola de la ciudad.
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 7 de agosto de 1917. ↩︎