4.2. Estación que empieza

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Está ya abierta la estación parlamentaria.
         Luengos días, brumosos unos, claros otros, anodinos los demás, hemos estado esperando la llegada de esta estación parlamentaria. La hemos aguardado como aguardan los niños la noche de la Navidad. Ha habido en nuestros mansos corazones de peruanos el mismo anhelo inocente y puro.
         Ayer hemos sentido inaugurada decisivamente la estación parlamentaria. Nada ha podido atajarla. Ha llegado a la manera de las eternas estaciones del año. Y nos ha parecido su advenimiento un suceso fuerte e inmutable como todos los sucesos del calendario.
         Nos hemos preguntado seguramente los peruanos frente a las puertas abiertas de las cámaras:
         —¿Por qué hemos anhelado tanto que llegase esta legislatura?
         Este por qué ha vibrado en nuestros labios mucho rato con un vago y prematuro dejo de desesperanza.
         Ya ha venido la legislatura que deseábamos. Ya hemos visto sus primeros gestos. Ya hemos atisbado sus intenciones iniciales. Ya nos hemos entregado al Parlamento para que haga lo que quiera de nuestras ilusiones y de nuestros pensamientos.
         Pero todavía no hemos comprendido qué continuamos esperando. Antes esperábamos al Congreso. Ahora esperamos del Congreso. Todo empieza aparecernos un desenrollamiento perenne de esperanzas sucesivas y dinámicas.
         Hemos estado ayer un rato en la Cámara de Senadores y otro rato en la Cámara de Diputados.
         En la Cámara de Senadores, en el palacio histórico, grave, oscuro y severo, encontramos a nuestro ilustre señor don José Carlos Bernales. Viendo al señor Bernales en la presidencia del Senado tuvimos un momento optimista y confiado. Pensamos furtivamente que no habíamos esperado en vano esta legislatura. Estrechamos efusivamente la mano de nuestro amigo. Y sentimos que el señor Bernales, presidente del Senado, era una compensación del señor don Juan Pardo, presidente de la Cámara de Diputados. Se nos iba el señor Manzanilla, pero nos quedaba el señor Bernales.
         Y, sin embargo, abandonamos muy pronto la Cámara de Senadores para volver a la Cámara de Diputados. Esta cámara tiene imanados los espíritus de los periodistas parlamentarios. Es la cámara predilecta. Es la cámara de las grandes jornadas. Es la cámara del fuerte gesto del señor Ulloa, de la nítida palabra del señor Maúrtua y del gentil donaire del señor Manzanilla. Lejos de la Cámara de Diputados sentimos los periodistas su nostalgia invencible.
         Regresamos, pues, a la Cámara de Diputados para quedarnos en ella.
         Como llegábamos un poco desorientados tuvimos que hacer unas preguntas.
         Interrogamos:
         —¿Quién es el leader del gobierno?
         Y nos respondieron:
         —El gran leader, el supremo leader, el máximo leader es el señor don Juan Pardo.
         Replicamos:
         —Bueno. El señor Pardo es el gran leader. Pero es el leader mudo. ¿Quién es el leader portavoz? ¿O hay más de uno?
         Nos explicaron:
         —Hay dos muy buenazos. ¡Uno el señor Barreda y Laos y otro el señor Julio C. ¡Luna!
         Lo repetimos muchas veces para que no se nos olvidara y para sacarle a estos nombres aliados toda la sustancia y toda la entraña posible:
         —¡El señor Barreda y Laos y el señor Julio C. Luna! ¡El señor Julio C. Luna y el señor Barreda y Laos! ¡Los portavoces del régimen! ¡Y el leader grande, el señor don Juan Pardo!
         En este punto nos callamos y alzamos los ojos para ponerlos en el cielo que es tan grande.
         Pero arriba, sobre nosotros, no estaba el cielo sino la farola.
         Y estaba nueva, presuntuosa, acaramelada, lechuguina y huachafa.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 2 de agosto de 1917. ↩︎