3.18. Adiós juventud

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Tan malaventurados andan los tiempos que una de las más amables excelencias nacionales se está extinguiendo y fugando. Nosotros hemos tenido la pena de constatarlo. Y no queremos sufrir solos su aflicción.
         Acaso el país no ha puesto los ojos últimamente en el semblante del señor Manzanilla. Si los ha puesto no se ha fijado en que la sonrisa, la clásica sonrisa del clásico leader, ya no brilla ni resplandece como antes. Probablemente el país incauto y confiado ha creído encontrar siempre en el semblante del señor Manzanilla el mismo gesto plácido, perenne y luminoso. Yes por eso, sin duda, que el país no se desazona ni se inquieta.
         Pero nosotros que tenemos ojos de ver, nosotros que sentimos que la juventud del señor Manzanilla es la juventud del Perú, nosotros que pensamos que la juventud del señor Manzanilla está en su sonrisa, nosotros que estamos resueltos a acometer la empresa de escribir el elogio y pronunciar el panegírico de esa sonrisa, nosotros que hemos oído nombrar desde que nacimos como cosa muy excelsa y esclarecida la sonrisa del señor Manzanilla, hemos advertido en un momento inquietante y hemos comprobado en otro momento trágico que el señor Manzanilla se está poniendo grave.
         Tenemos a veces el propósito heroico de culpar al señor Pardo por esta extinción paulatina de la sonrisa del señor Manzanilla. Nos obsesionamos con la idea de que esta es otra tremenda responsabilidad del señor Pardo. Y nos exasperamos terrible y romancescamente contra el señor Pardo.
         Y gritamos:
         —¡El señor Pardo nos ha cambiado al señor Manzanilla! ¡El señor Pardo nos ha mistificado al señor Manzanilla! ¡El señor Pardo nos ha desnaturalizado al señor Manzanilla!
         Y es que estamos persuadidos de que solo las angustias, las grimas y las zozobras de este minuto histórico que nos está haciendo vivir el señor Pardo pueden haber vencido, so juzgado y cohibido la eterna e inmanente jovialidad del señor Manzanilla.
         Estos enrarecimientos, estas morbideces, estas intranquilidades y estas crudezas del ambiente nacional son seguramente los orígenes aviesos del amortecimiento de la sonrisa que motivó tantos comentarios e inspiró tantas crónicas, los comentarios y las crónicas más interpretativos de la burlona fisonomía espiritual de la patria.
         El infortunio que estamos llorando es uno de los mayores infortunios peruanos. Uno de los más grandes quebrantos recientes de esta república dolida y oprimida. Una de las desoladoras consecuencias de las conflagraciones políticas del período pardista.
         Nos asalta repentinamente la tentación de ir a invocar la justicia de la Corte Suprema para que aplique su sanción a los culpables indirectos de la dura pérdida.
         Pero nos ataja la idea de que el señor Manzanilla tendría una sonrisa para nuestra aventura. Una sonrisa que no sería la jocunda y ceremoniosa de otros tiempos, sino una sonrisa irónica y triste.
         Una voz recóndita nos dice:
         —¡Todo no es, sino que la juventud del señor Manzanilla se acaba! ¡Y su sonrisa era su juventud!
         Y nosotros nos defendemos de la capciosa y persuasiva influencia de esta voz. La refutamos bravamente. Nos sentimos más fuertes que nuestros desalientos y que nuestras amarguras para asirnos al optimismo ingenuo de que no es cierto que la juventud del señor Manzanilla se despide.
         Corremos en busca del leader y estrechamos sus manos cordiales de maestro con nuestras manos efusivas de discípulos fervorosos. Queremos hacernos la ilusión de que la sonrisa del señor Manzanilla sigue siendo la misma. Y volvemos a decepcionarnos.
         Vemos que, persistentemente, el señor Manzanilla está serio y está grave y está mustio.
         Y, cuando recordamos que se va de la presidencia de la Cámara de Diputados para cederle su tradicional asiento al señor don Juan Pardo, todas nuestras esperanzas y todas nuestras consternaciones se multiplican y se exacerban, se enseñorean en nuestra ánima las melancolías del invierno. Sentimos la inclemencia de una intemperie acerba. Y, claudicantes y derrotados, le damos nuestro asentimiento a la recóndita voz acérrima que nos dice que todo no es sino la juventud que se acaba…


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 25 de julio de 1917. ↩︎