3.14. Atmósfera indecisa
- José Carlos Mariátegui
1Anda desorientado el comentario callejero. Vivimos a merced de una veleta. No hay un alma generosa que nos lleve de la mano o que nos señale siquiera el camino. Nos sentimos dentro de un laberinto silencioso y artero.
En estos momentos inciertos y tornadizos que exasperan los nervios, extenúan los espíritus y extorsionan los corazones, comprendemos y justificamos las peregrinaciones sorpresivas del señor don José de la Riva Agüero a lejanas y rústicas serranías. Nos explicamos las fugas en ferrocarril de este sonrosado caudillo de la política nueva, hostigado acaso por las monotonías del panorama metropolitano y ávido tal vez de llevar a sus discípulos humildes y palurdos las enseñanzas y las doctrinas que aquí no encuentran sino ingratitud y desvío. Y estamos a punto de irnos también a una comarca ingenua y apacible para ser en ella misioneros de la política del porvenir.
Necesitamos que este mes de julio corra más de prisa.
Mientras llega el veintisiete de julio, no habrá emoción intensa ni sacudimiento febril para nuestros nervios.
Todo será expectativa, expectativa y expectativa.
Verdad que a cada rato chisporrotea en la actualidad nacional una nota alegre y risueña.
Esta nota alegre puede ser el regreso del señor Manuel Bernardino Pérez, sazonado comentador del Arcipreste de Hita, a la Cámara de Diputados; puede ser un discurso del señor Celestino Manchego Muñoz en la Corte Suprema; puede ser cualquiera de las realidades o de las inminencias visibles o acontecederas.
Pero siempre será una nota muy chica para sustraernos a la expectación de las cosas sustantivas por difumadas y vagas que sean.
Nosotros querríamos, por ejemplo, amanecer con la dimisión del gabinete sobre nuestra anhelante mesa de periodistas políticos.
La dimisión del gabinete sabría estremecernos, ocuparnos y regalarnos pródiga y largamente. Escribiríamos una epístola de despedida para el gabinete dimisor. Haríamos un salmo o una profecía para el gabinete entrante. Mediríamos la catadura física y la catadura espiritual de los ministros nuevos. Reportearíamos a la ciudad sobre el momento democrático. Contaríamos, generosamente, cuántos eran los amigos del ministerio en el Parlamento. Echaríamos cálculos. Alentaríamos murmuraciones. Susurraríamos chismes.
Ni el señor Pardo ni el señor Riva Agüero nos consienten estas satisfacciones. Tenemos que vivir pendientes de un vaivén vulgar. Nos vemos obligados a glosar acontecimientos insustanciales y desteñidos.
El trajín pardista es siempre el mismo.
Y el asedio del partido constitucional se parece a uno de esos asedios históricos que duran obstinadamente.
El gobierno continúa aseverando lleno de jactancias:
—¡Ablandaremos el corazón de estos hombres! ¡Sojuzgaremos su rebeldía! ¡Domaremos su hurañez!
Mas el cuadro es siempre el mismo: la puerta del partido constitucional muy cerrada y el pardismo muy aferrado a su aldaba, aguaitando por el ojo de la cerradura y pidiendo hospitalidad, ora plañidera, ora enfáticamente.
Nada más.
Una situación que está reclamando a gritos una frase criolla del señor don Abelardo Gamarra.
En estos momentos inciertos y tornadizos que exasperan los nervios, extenúan los espíritus y extorsionan los corazones, comprendemos y justificamos las peregrinaciones sorpresivas del señor don José de la Riva Agüero a lejanas y rústicas serranías. Nos explicamos las fugas en ferrocarril de este sonrosado caudillo de la política nueva, hostigado acaso por las monotonías del panorama metropolitano y ávido tal vez de llevar a sus discípulos humildes y palurdos las enseñanzas y las doctrinas que aquí no encuentran sino ingratitud y desvío. Y estamos a punto de irnos también a una comarca ingenua y apacible para ser en ella misioneros de la política del porvenir.
Necesitamos que este mes de julio corra más de prisa.
Mientras llega el veintisiete de julio, no habrá emoción intensa ni sacudimiento febril para nuestros nervios.
Todo será expectativa, expectativa y expectativa.
Verdad que a cada rato chisporrotea en la actualidad nacional una nota alegre y risueña.
Esta nota alegre puede ser el regreso del señor Manuel Bernardino Pérez, sazonado comentador del Arcipreste de Hita, a la Cámara de Diputados; puede ser un discurso del señor Celestino Manchego Muñoz en la Corte Suprema; puede ser cualquiera de las realidades o de las inminencias visibles o acontecederas.
Pero siempre será una nota muy chica para sustraernos a la expectación de las cosas sustantivas por difumadas y vagas que sean.
Nosotros querríamos, por ejemplo, amanecer con la dimisión del gabinete sobre nuestra anhelante mesa de periodistas políticos.
La dimisión del gabinete sabría estremecernos, ocuparnos y regalarnos pródiga y largamente. Escribiríamos una epístola de despedida para el gabinete dimisor. Haríamos un salmo o una profecía para el gabinete entrante. Mediríamos la catadura física y la catadura espiritual de los ministros nuevos. Reportearíamos a la ciudad sobre el momento democrático. Contaríamos, generosamente, cuántos eran los amigos del ministerio en el Parlamento. Echaríamos cálculos. Alentaríamos murmuraciones. Susurraríamos chismes.
Ni el señor Pardo ni el señor Riva Agüero nos consienten estas satisfacciones. Tenemos que vivir pendientes de un vaivén vulgar. Nos vemos obligados a glosar acontecimientos insustanciales y desteñidos.
El trajín pardista es siempre el mismo.
Y el asedio del partido constitucional se parece a uno de esos asedios históricos que duran obstinadamente.
El gobierno continúa aseverando lleno de jactancias:
—¡Ablandaremos el corazón de estos hombres! ¡Sojuzgaremos su rebeldía! ¡Domaremos su hurañez!
Mas el cuadro es siempre el mismo: la puerta del partido constitucional muy cerrada y el pardismo muy aferrado a su aldaba, aguaitando por el ojo de la cerradura y pidiendo hospitalidad, ora plañidera, ora enfáticamente.
Nada más.
Una situación que está reclamando a gritos una frase criolla del señor don Abelardo Gamarra.
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 16 de julio de 1917. ↩︎