2.17. Viene el doctor Durand

  • José Carlos Mariátegui

 

         1En una de estas mañanas neblinosas o en una de estas tardes anodinas, tendremos que ir a darle la bienvenida al doctor Augusto Durand, que va a dejar transitoriamente la legación de Buenos Aires para volver a su sede de Lima.
         No vamos a recibir en esta ocasión al caudillo que viene del exilio sino al diplomático que viene de la embajada. No al ciudadano que se fue por una persecución sino al ciudadano que se fue por un nombramiento. No al político que se llevó los dolores del ostracismo sino al político que se llevó las gracias y las mercedes del poder.
         Estos tiempos de hoy no son los tiempos de ayer.
         Y es lógico y es congruente con la mutabilidad de las cosas que el doctor Durand no regrese ahora como habría regresado antes acogido a los favores de una amnistía o de una conciliación.
         Nuestra ciudad verá esta vez al doctor Durand saludado y servido por un edecán del presidente de la república. Apenas si la vulgaridad de nuestros usos republicanos impedirá que el doctor Durand sea también saludado y servido por escoltas, mesnadas y cortes de honor.
         Tal vez nuestro pueblo ingenuo e inocente se sorprenderá. Tal vez no le parecerá este doctor Durand embajador, el mismo doctor Durand caudillo de otros tiempos. Tal vez no se acostumbrará a verle socorrido y rodeado por hombres tácita y tradicionalmente palatinos y cortesanos.
         No importa.
         Este es un pueblo que quiere mirar eternamente iguales a todos los hombres y a todas las cosas. Es un pueblo gazmoño que se asusta ante las evoluciones. Es un pueblo huraño que se resiste a las reformas.
         Nuestro deber para con este pueblo es mostrárnosle siempre nuevos, siempre distintos, siempre otros.
         Tenemos que defendernos de la monotonía.
         Hay almas vulgares que quisieran ver otra vez al señor Pardo enemigo del doctor Durand y al doctor Durand enemigo del señor Pardo. Estas almas anhelarían la sorpresa de que, en una de las mañanas neblinosas o en una de las tardes anodinas de la estación, el doctor Durand desplegara la bandera de la revolución en un tren de Chosica. Estas almas no se imaginan al doctor Durand diplomático sino únicamente al doctor Durand cabecilla. Estas almas creen que el doctor Durand no está en la legación de Buenos Aires tan bien como estaría en un vivac, en una quebrada o en un campamento.
         Y no es por cierto que estas almas le deseen una revolución al señor Pardo.
         Es que son unas pobres almas rutinarias que no se conforman con las mudanzas de la historia y que no saben que todo es sobre la tierra tornadizo además de perecedero.
         El doctor Durand que es un hombre moderno comprende que ya pasaron los tiempos de los trenes revoltosos y de las montoneras alzadas. Siente que ya pasaron los años de su mocedad bizarra. Palpa el progreso de su madurez serena. Y, dándole la razón a nuestro ilustre señor don José Carlos Bernales, piensa seguramente que son más armoniosos y razonables los escarpines metropolitanos que las polainas campesinas.
         Aquello de las empresas y aventuras sediciosas no es elegante, sobre todo desde que los métodos de conspiración han progresado y se han enriquecido con prodigiosos ardides y legendarias y avizoras prestancias.
         Nosotros que estamos en el infantil período de los atrenzos rebeldes, de los ardimientos generosos y de los gritos destemplados, comenzamos a comprenderlo en este momento en que ponemos los ojos en el regreso repentino del doctor Durand, embajador, presidente de los liberales y grande y buen amigo nuestro y del señor Pardo…


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 23 de junio de 1917. ↩︎