2.16. Miramar excelso
- José Carlos Mariátegui
1Intermitentemente nos cuentan las gacetas cortesanas de la prensa que el señor Pardo ha ido de paseo a Miramar. Esta es siempre su primera noticia y también su noticia más trascendental. Y es la noticia que nos hace saber que Miramar sigue siendo el paraje de todas las complacencias y de todos los afectos de este señor Pardo que está en la Presidencia de la República y en el Palacio de Gobierno sin estar en los endurecidos corazones de las gentes de su pueblo.
Los áulicos palatinos que van en las mañanas a ver al señor Pardo y a persuadirse de que nos continúa gobernando, suelen encontrarse con este anuncio habitual y monótono:
—El presidente está en Miramar.
Empínanse los espíritus de las gentes curiosas para atisbar a través de las arboledas enjutas al señor Pardo y lo ven pasar velozmente en su automóvil entre un nimbo tornátil del humo de la gasolina y del polvo de la alameda.
Y tranquilízanse enseguida los espíritus de las gentes curiosas para esperar en cuclillas que la bocina del automóvil presidencial suene de nuevo en las calles anhelantes y abigarradas de la ciudad.
Esto es casi cotidiano.
El señor Pardo no tiene otro divertimiento, ni otra expansión, ni otro regalo mejor que el paseo a Miramar. Todas las mañanas se encuentra entre la disyuntiva de ir a Miramar o venir al Palacio de Gobierno. Y otorga de vez en vez su preferencia a Miramar.
Nosotros pensamos que al país no le molesta que el señor Pardo vaya a Miramar. Probablemente le molesta más que el señor Pardo venga al Palacio de Gobierno.
Y sentimos nosotros que el señor Pardo, a pesar de los sedimentos reaccionarios y orgullosos de su alma, es en algunas circunstancias frecuentes un hombre de aficiones modernas. Si amara indeclinablemente las cosas tradicionales, no sería un gran señor que sale de paseo en automóvil sino un gran señor que sale de cacería a caballo. No haría una avenida ribereña abierta a todas las irrupciones prosaicas sino un bosque cerrado a la curiosidad y a la pólvora de los intrusos. Tendría caballos, perros y criados. Rico sería su cortejo, grande su traílla y buena su mesnada. De vuelta a sus dominios, los perros del señor Pardo podrían hacer presa de cualquiera de los hombres atrevidos que nos damos en cuerpo y alma a la empresa de ponerle reparos y hacerle malintencionadas apostillas a su gobierno.
Ocurre que en este punto de nuestra divagación una voz nos dice que sin que queramos advertirlo y sin que le valgan para aventuras y andanzas de cacería, tiene el señor Pardo traílla que nos amenace y nos hostigue.
Y entonces volvemos a la realidad de la cual nos alejamos a veces en transitorios ensimismamientos de nuestro espíritu y de nuestras manos sobre la máquina de escribir.
Y vemos correr en su automóvil al señor Pardo, que no es siquiera un presidente chofer, ni un presidente sportman, sino apenas un presidente que se pasea como un burgués neurasténico y vulgar…
Los áulicos palatinos que van en las mañanas a ver al señor Pardo y a persuadirse de que nos continúa gobernando, suelen encontrarse con este anuncio habitual y monótono:
—El presidente está en Miramar.
Empínanse los espíritus de las gentes curiosas para atisbar a través de las arboledas enjutas al señor Pardo y lo ven pasar velozmente en su automóvil entre un nimbo tornátil del humo de la gasolina y del polvo de la alameda.
Y tranquilízanse enseguida los espíritus de las gentes curiosas para esperar en cuclillas que la bocina del automóvil presidencial suene de nuevo en las calles anhelantes y abigarradas de la ciudad.
Esto es casi cotidiano.
El señor Pardo no tiene otro divertimiento, ni otra expansión, ni otro regalo mejor que el paseo a Miramar. Todas las mañanas se encuentra entre la disyuntiva de ir a Miramar o venir al Palacio de Gobierno. Y otorga de vez en vez su preferencia a Miramar.
Nosotros pensamos que al país no le molesta que el señor Pardo vaya a Miramar. Probablemente le molesta más que el señor Pardo venga al Palacio de Gobierno.
Y sentimos nosotros que el señor Pardo, a pesar de los sedimentos reaccionarios y orgullosos de su alma, es en algunas circunstancias frecuentes un hombre de aficiones modernas. Si amara indeclinablemente las cosas tradicionales, no sería un gran señor que sale de paseo en automóvil sino un gran señor que sale de cacería a caballo. No haría una avenida ribereña abierta a todas las irrupciones prosaicas sino un bosque cerrado a la curiosidad y a la pólvora de los intrusos. Tendría caballos, perros y criados. Rico sería su cortejo, grande su traílla y buena su mesnada. De vuelta a sus dominios, los perros del señor Pardo podrían hacer presa de cualquiera de los hombres atrevidos que nos damos en cuerpo y alma a la empresa de ponerle reparos y hacerle malintencionadas apostillas a su gobierno.
Ocurre que en este punto de nuestra divagación una voz nos dice que sin que queramos advertirlo y sin que le valgan para aventuras y andanzas de cacería, tiene el señor Pardo traílla que nos amenace y nos hostigue.
Y entonces volvemos a la realidad de la cual nos alejamos a veces en transitorios ensimismamientos de nuestro espíritu y de nuestras manos sobre la máquina de escribir.
Y vemos correr en su automóvil al señor Pardo, que no es siquiera un presidente chofer, ni un presidente sportman, sino apenas un presidente que se pasea como un burgués neurasténico y vulgar…
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 22 de junio de 1917. ↩︎