10.5. El reino interior

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Pensamos un día que el señor Manzanilla, el gran leader iqueño de la muy famosa sonrisa, volvía a la actividad parlamentaria. Acabábamos de presenciar dos o tres sonoras intervenciones del señor Manzanilla en los debates de sus cámaras. Y le habíamos oído, inesperadamente, una declaración política que era una declaración donairosa y risueña como todas las suyas.
         Había hablado así el señor Manzanilla repentinamente:
         –Yo, señores, me hallo hoy libre de compromisos partidaristas. No soy un diputado gobiernista ni soy tampoco un diputado oposicionista. No estoy muy cerca del poder ni estoy muy lejos de él.
         Y las gentes habían supuesto que este era solo el exordio de un segundo tomo de discursos parlamentarios del señor Manzanilla. Un segundo tomo 9más sustancioso probablemente que el primero. Un segundo tomo destinado a restituir a la figura del señor Manzanilla al brillo rutilante de otrora. Para los líricos corazones de los peruanos el señor Manzanilla era un cometa de luminosa cauda que reaparecía de pronto en el cielo de la patria.
         Pero aconteció que la expectativa nacional era infundada. El señor Manzanilla no deseaba abandonar su retraimiento ni deseaba salir de su silencio. Había pronunciado una que otra declaración aislada sin propósito alguno de concederle otra vez a la labor legislativa su colaboración de otros tiempos. El segundo tomo de los discursos parlamentarios estaba aún muy distante.
         Preguntado el señor Manzanilla, respondía:
         –Yo no modifico mi propósito abstencionista.
         –¿Entonces usted solo ha querido decir que no es amigo del gobierno?
         –No; yo no he querido decir tanto. Pero, tampoco, he querido no decirlo…
         –Luego usted…
         –¡Perdón! Yo no he pretendido explicar mi comportamiento. Yo soy político y sé que las actitudes de los políticos están sujetas a diversas interpretaciones. Y yo no me preocupo nunca sino de mis actitudes. Jamás de las interpretaciones que merezcan. Yo soy así, amigos míos.
         –Pero en este caso…
         –¡Perdón! ¡He estado en la disyuntiva política de ser víctima o de ser cómplice! Y yo tuve que decirme, por supuesto, ¡cómplice no! Y he sido víctima.
         – Víctima callada.
         –Sí; víctima callada. ¡Porque yo he aceptado ser víctima voluntaria para no ser cómplice involuntario! No me lo ha impuesto nadie. Si alguien hubiera pretendido imponérmelo, yo, por rebeldía, no habría sido víctima sino cómplice.
         Así se expresaba el señor Manzanilla, empleando sutilmente esa palabra escurridiza, ágil y alada que le ha permitido permanentemente huir de las declaraciones rotundas y vulgares.
         Y ahora ya no es siquiera un puntual concurrente a las listas. Ya no acude asiduamente a la Cámara de Diputados como en días pasados. Ya no solo se aparta de los debates sino también de las sesiones.
         Desafiando denodadamente los rigores del calor y los agravios del polvo, hemos ido nosotros, en una de estas tardes despiadadas, al estudio del señor Manzanilla.
         Hemos ido para decirle:
         –¡Señor, los diarios publican todos los días su nombre en letra versalita! ¡Todos los días está usted en la lista de diputados remisos!
         Y el señor Manzanilla nos ha contestado:
         –Bueno. Yo me alejo voluntariamente de las sesiones. Yo tengo la conciencia de mi responsabilidad. Antes prescindía del debate. Ahora prescindo de la concurrencia. Porque yo pienso que así la prescindencia es más perfecta. Y yo quiero estar lo más cerca posible de la perfección.
         Hemos insistido en la empresa de turbar el ánima del señor Manzanilla con nuestra observación:
         –¡Pero, señor, su nombre en letra versalita!
         El señor Manzanilla no ha tenido más remedio que inquietarse:
         –¡Sí; la letra versalita es un reproche! ¡Y además yo quiero huir de la exhibición! ¡Y la letra versalita me obliga a la exhibición cotidiana! ¡Sí!
         Solo que enseguida ha reaccionado:
         –¡Yo mantengo, a pesar de todo, mi retraimiento! ¡Lo mantengo sin transacciones! Sirvo mis ideas, batallo por ellas, las mantengo; pero no lo hago furentemente. Y no lo hago porque no solo hay que preocuparse del bien colectivo. ¡Hay que defender, sobre todo, el buen humor personal! Y, por eso, yo cultivo mi juventud, mi bienestar espiritual, mi equilibrio interior. Por eso no grito, por eso no me agito y por eso no me solivianto. ¡Tengo un deber primordial para conmigo mismo: el deber de sonreír!
         Después de haberle escuchado estas palabras, nos hemos despedido del señor Manzanilla. Hemos regresado, paso a paso, a la imprenta donde nos aguardaba, como siempre, el consejo familiar de una fotografía de ciudadanos en mangas de camisa. Y, a solas, completamente a solas con los trascendentales retratos de la estancia, hemos comprendido que el señor Manzanilla anda engañado. El señor Manzanilla está intranquilo. tan intranquilo, que su vanidad le hace creer que está tranquilo. Y, más que creerlo, asegurarlo en voz alta.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 7 de febrero de 1918. ↩︎