5.11. Los misterios de New York - Indiferencia
- José Carlos Mariátegui
Los misterios de Nueva York1
Todavía le inquieta y molesta al señor Montero y Tirado su viaje a Estados Unidos. Todavía perturba su tranquilidad. Todavía preocupa su atención. Y es que el señor Montero y Tirado, que ha traído tan malos recuerdos de Estados Unidos, no ha traído en cambio sus maletas. O no las ha traído todas porque perdió dos en Nueva York.
El señor Montero y Tirado debe estar convencido de que en New York los misterios son mayores que los que la película cuenta. Dos maletas suyas, dos maletas importantísimas, dos maletas transcendentales, se han extraviado en la cosmópolis gigante. Y el señor Montero y Tirado está en atrenzo de llamar en su auxilio al fabuloso y perspicaz Nick Carter para que le restituya sus maletas perdidas.
Grande debe ser el interés que el señor Montero y Tirado tiene en recuperar sus maletas, intensa debe ser su compunción por la pérdida y excepcional debe ser la gravedad de ella, cuando el ilustre agente financiero utiliza actualmente los servicios de la policía de Nueva York y estimula y requiere su astucia para que se dé maña en encontrarlas.
Y esta pérdida de las maletas ha sido púdicamente callada por el señor Montero y Tirado. No era posible que a los amigos que le daban la bienvenida y que le preguntaban sus impresiones del viaje y del retorno, les dijese:
—¡Me han robado las maletas!
El señor Montero y Tirado es personaje de máximo pudor. Tiene perfecta conciencia de la excelsitud de su calidad de agente financiero. Y no admite que un agente financiero, vuelto a su nación, les cuente a sus compatriotas que en el viaje le han robado las maletas.
Y le asiste la más amplia razón en guardar el escrupuloso pudor de su reserva, por un motivo universalmente conocido. El señor Montero y Tirado fue a Estados Unidos a gestionar que nos prestaran dinero. En Estados Unidos no quisieron prestarnos dinero, a pesar de ser el señor Montero y Tirado quien lo pedía. Pero un acreedor yanqui le reclamó al señor Montero y Tirado dinero que le debíamos y el señor Montero y Tirado tuvo que reconocer la deuda. Y quien fuera enviado a Estados Unidos para traer un empréstito no trajo precisamente el empréstito anhelado sino un crédito echado al olvido.
El empeño de recuperar las maletas nos intriga ¿Qué guardarían las maletas del señor Montero y Tirado? ¿Guardarían acaso documentos transcendentales? ¿Guardarían tal vez documentos secretos? ¿Guardarían los comprobantes del crédito reconocido por el señor Montero y Tirado? ¿Guardarían solo ingenuos y pueriles almanaques de Bristol y de Lamman y Kemp? ¿O guardarían únicamente el frac y otras prendas elegantes del señor Montero y Tirado?
A nosotros nos ha consternado la pérdida del as maletas del señor Montero y Tirado acaso tanto como al esclarecido agente financiero. Compartimos absolutamente su inquietud y su aflicción. Renunciaríamos a todas nuestras modestísimas aptitudes de cronistas a cambio de iguales aptitudes de detectives que nos pusiesen en condición de ponernos al servicio del señor Montero y Tirado y de ir a Estados Unidos a buscar sus maletas.
Y, pues no podemos socorrer al señor Montero y Tirado, pues no podemos servirlo, pues no podemos transformarnos en detectives, tendremos que recurrir a la fórmula criolla y platónica de darle un consejo. Y le aconsejaremos que se ponga en manos de San Antonio de Padua, que sabe devolver las cosas perdidas…
El señor Montero y Tirado debe estar convencido de que en New York los misterios son mayores que los que la película cuenta. Dos maletas suyas, dos maletas importantísimas, dos maletas transcendentales, se han extraviado en la cosmópolis gigante. Y el señor Montero y Tirado está en atrenzo de llamar en su auxilio al fabuloso y perspicaz Nick Carter para que le restituya sus maletas perdidas.
Grande debe ser el interés que el señor Montero y Tirado tiene en recuperar sus maletas, intensa debe ser su compunción por la pérdida y excepcional debe ser la gravedad de ella, cuando el ilustre agente financiero utiliza actualmente los servicios de la policía de Nueva York y estimula y requiere su astucia para que se dé maña en encontrarlas.
Y esta pérdida de las maletas ha sido púdicamente callada por el señor Montero y Tirado. No era posible que a los amigos que le daban la bienvenida y que le preguntaban sus impresiones del viaje y del retorno, les dijese:
—¡Me han robado las maletas!
El señor Montero y Tirado es personaje de máximo pudor. Tiene perfecta conciencia de la excelsitud de su calidad de agente financiero. Y no admite que un agente financiero, vuelto a su nación, les cuente a sus compatriotas que en el viaje le han robado las maletas.
Y le asiste la más amplia razón en guardar el escrupuloso pudor de su reserva, por un motivo universalmente conocido. El señor Montero y Tirado fue a Estados Unidos a gestionar que nos prestaran dinero. En Estados Unidos no quisieron prestarnos dinero, a pesar de ser el señor Montero y Tirado quien lo pedía. Pero un acreedor yanqui le reclamó al señor Montero y Tirado dinero que le debíamos y el señor Montero y Tirado tuvo que reconocer la deuda. Y quien fuera enviado a Estados Unidos para traer un empréstito no trajo precisamente el empréstito anhelado sino un crédito echado al olvido.
El empeño de recuperar las maletas nos intriga ¿Qué guardarían las maletas del señor Montero y Tirado? ¿Guardarían acaso documentos transcendentales? ¿Guardarían tal vez documentos secretos? ¿Guardarían los comprobantes del crédito reconocido por el señor Montero y Tirado? ¿Guardarían solo ingenuos y pueriles almanaques de Bristol y de Lamman y Kemp? ¿O guardarían únicamente el frac y otras prendas elegantes del señor Montero y Tirado?
A nosotros nos ha consternado la pérdida del as maletas del señor Montero y Tirado acaso tanto como al esclarecido agente financiero. Compartimos absolutamente su inquietud y su aflicción. Renunciaríamos a todas nuestras modestísimas aptitudes de cronistas a cambio de iguales aptitudes de detectives que nos pusiesen en condición de ponernos al servicio del señor Montero y Tirado y de ir a Estados Unidos a buscar sus maletas.
Y, pues no podemos socorrer al señor Montero y Tirado, pues no podemos servirlo, pues no podemos transformarnos en detectives, tendremos que recurrir a la fórmula criolla y platónica de darle un consejo. Y le aconsejaremos que se ponga en manos de San Antonio de Padua, que sabe devolver las cosas perdidas…
Indiferencia
El gobierno del señor Pardo ha adoptado una actitud interesantísima. Mira que a todo el país le preocupa, agita e impresiona el actual problema político. Y se presenta lleno de indiferencia, de despreocupación, de tranquilidad. El tremendo problema no le interesa. Y se ríe de las gentes ingenuas a quienes conmueve.
Todas las tardes el señor Pardo conferencia con sus ministros. La ciudad entera vive algunos instantes pendientes de lo que en Palacio se resuelve. Los cronistas aguardan en los pasillos y en las antesalas llenos de inquietud. Y cuando concluye la conferencia y salen los ministros de la cámara presidencial los abordan apresuradamente:
—¿Se ha resuelto la cuestión del congreso extraordinario?
Mas los ministros les responden risueños y despreocupados:
—No nos hemos ocupado de esa cuestión.
Se asombran los tenaces cronistas y preguntan entonces:
—¿Mañana se ocuparán de ella?
Y los ministros, con más indiferencia todavía, les responden:
—¡Tal vez!
El serenísimo y majestuoso gobierno del señor Pardo no quiere que se le suponga preocupado por la reclamada convocatoria de congreso extraordinario. Le parece sin duda alguna que en él sería pueril y frívola tal preocupación. Otras cosas graves y transcendentales reclaman su preferencia. Y casi no resultaría digno de él que embargase su atención problema tan baladí e insignificante como el de convocar o no convocar a congreso extraordinario.
Las gentes metropolitanas, agitadas y curiosas, preguntan si habrá o no habrá convocatoria. Y parece que el gobierno del señor Pardo les interrogara:
—¿Pero les importa mucho a ustedes el congreso extraordinario?
Y parece que después de una pausa les agregara:
—A mí no me importa absolutamente por ahora. Puede ser que mañana o pasado mañana o la semana entrante lo tome en cuenta.
El gobierno del señor Pardo está en un instante de aguda displicencia. No le interesa que a las gentes —vulgares, pobres y frívolas gentes— les inquiete la convocatoria de congreso extraordinario. El sigue completamente imperturbable, sereno, indiferente, majestuoso. No se confundirá con la multitud en la curiosidad ávida y perseverante. Se yergue estoico, hierático e indolente.
Y, seguramente, el gobierno del señor Pardo tiene razón. ¿Por qué le va a inquietar la convocatoria a congreso extraordinario? ¿Por qué le va a inquietar la agitación del país? ¿Por qué le va a inquietar la sanción legal del presupuesto? ¿Por qué le va a inquietar el pensamiento de los hombres públicos y de los partidos? ¿Por qué le van a inquietar los principios? ¿Por qué le van a inquietar las leyes?
Una de estas mañanas o una de estas tardes en que su humor sea generoso se acordará del problema político y exclamará:
—¡Se convocará a congreso extraordinario!
O exclamará tal vez:
—¡Se prorroga el presupuesto!
Y seguirá indiferente, despreocupado y tranquilo sin que las triviales inquietudes del vulgo le conmuevan.
Todas las tardes el señor Pardo conferencia con sus ministros. La ciudad entera vive algunos instantes pendientes de lo que en Palacio se resuelve. Los cronistas aguardan en los pasillos y en las antesalas llenos de inquietud. Y cuando concluye la conferencia y salen los ministros de la cámara presidencial los abordan apresuradamente:
—¿Se ha resuelto la cuestión del congreso extraordinario?
Mas los ministros les responden risueños y despreocupados:
—No nos hemos ocupado de esa cuestión.
Se asombran los tenaces cronistas y preguntan entonces:
—¿Mañana se ocuparán de ella?
Y los ministros, con más indiferencia todavía, les responden:
—¡Tal vez!
El serenísimo y majestuoso gobierno del señor Pardo no quiere que se le suponga preocupado por la reclamada convocatoria de congreso extraordinario. Le parece sin duda alguna que en él sería pueril y frívola tal preocupación. Otras cosas graves y transcendentales reclaman su preferencia. Y casi no resultaría digno de él que embargase su atención problema tan baladí e insignificante como el de convocar o no convocar a congreso extraordinario.
Las gentes metropolitanas, agitadas y curiosas, preguntan si habrá o no habrá convocatoria. Y parece que el gobierno del señor Pardo les interrogara:
—¿Pero les importa mucho a ustedes el congreso extraordinario?
Y parece que después de una pausa les agregara:
—A mí no me importa absolutamente por ahora. Puede ser que mañana o pasado mañana o la semana entrante lo tome en cuenta.
El gobierno del señor Pardo está en un instante de aguda displicencia. No le interesa que a las gentes —vulgares, pobres y frívolas gentes— les inquiete la convocatoria de congreso extraordinario. El sigue completamente imperturbable, sereno, indiferente, majestuoso. No se confundirá con la multitud en la curiosidad ávida y perseverante. Se yergue estoico, hierático e indolente.
Y, seguramente, el gobierno del señor Pardo tiene razón. ¿Por qué le va a inquietar la convocatoria a congreso extraordinario? ¿Por qué le va a inquietar la agitación del país? ¿Por qué le va a inquietar la sanción legal del presupuesto? ¿Por qué le va a inquietar el pensamiento de los hombres públicos y de los partidos? ¿Por qué le van a inquietar los principios? ¿Por qué le van a inquietar las leyes?
Una de estas mañanas o una de estas tardes en que su humor sea generoso se acordará del problema político y exclamará:
—¡Se convocará a congreso extraordinario!
O exclamará tal vez:
—¡Se prorroga el presupuesto!
Y seguirá indiferente, despreocupado y tranquilo sin que las triviales inquietudes del vulgo le conmuevan.
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 11 de noviembre de 1916. ↩︎