3.20.. La última cena - Sétima tarde

  • José Carlos Mariátegui

La última cena1  

         Antenoche, como en las noches de todos los lunes, se reunió el partido liberal en el salón grande de La Prensa, en torno de su jefe fundador, pasado, actual y futuro. Fue la cena de despedida. Fue la última cena. Y tuvo en tal virtud ambiente de cena pascual. El partido liberal tomaba por última vez chocolate, bizcotelas y oporto con el doctor Durand.
         La reunión fue plena. Como el Divino Maestro en el Evangelio, el doctor Durand estuvo rodeado de todos sus discípulos. Y como el Divino Maestro en el Evangelio, partió entre ellos un mismo pan. Y como el Divino Maestro en el Evangelio, tuvo frases históricas de recomendación y de consejo.
         El partido liberal, hecho colegio apostólico, estaría silencioso. Y el señor Durand misterioso y risueño diría frases breves. Y entonces todo el colegio apostólico callaría y hasta el señor Balbuena, que es orador en todos los instantes de su vida, sabría en esta vez ser silencioso.
         Y habría un momento en que todo el colegio haría el silencio más absoluto. No se oiría sino el ruido seco de una almendra que mascaría imprudentemente el señor Manuel Jesús Mendoza. Y la palabra adoctrinante y decisiva del doctor Durand se haría inminente. El doctor Durand estaría de pie y tendría un gesto de profecía o de augurio. Los liberales presentirían sus palabras. Y el doctor Durand diría las mismas palabras que los liberales presentirían:
         —Amados discípulos, os dejo en gracia del presidente de la República. Si sois discretos y prudentes no la perderéis y os haréis dignos de mi aprobación. Yo os dejo por breve plazo. Volveré a ser con vosotros en el reino de los cielos. Vosotros sabéis perfectamente cuál es el reino de los cielos.
         Y luego el doctor Durand callaría. El doctor Balbuena, el más joven de sus discípulos, se parecería a San Juan en esos instantes. Y hasta el señor Manuel Jesús Mendoza dejaría de hacer sentir el ruido imprudente de la sabrosa almendra. Tras la pausa solemne el doctor Durand continuaría:
         —Sed parcos, sed austeros, sed honestos. Castigad vuestros apetitos. Sed puros de corazón y de conciencia. Y comprended que el presidente de la República puede dejaros de amar si vosotros sois con él fríos o irreverentes. Amadle sobre todas las cosas.
         Y seguiría una nueva pausa. El señor Balta miraría al techo. El señor Flórez miraría el piso encerado y luciente. El señor Balbuena juntaría las manos místicamente. El señor Manuel Jesús Mendoza chasquearía la lengua saboreando aún la plácida almendra del bizcocho. Y el doctor Durand diría entonces:
         —Es necesario este sacrificio. Pero es también doloroso. Mi corazón se queda entre vosotros. Si sois buenos, pronto estaremos todos juntos en el reino de los cielos.
         Habría enseguida un gran silencio. Se callaría el doctor Durand. Se callaría el partido liberal. Se callaría el salón grande de La Prensa. El señor Manuel Jesús Mendoza acecharía con codiciosa mirada el oporto servido en la bandeja de plaqué. Y tornaría a saborear la almendra plácida.
         Y más tarde, sonadas las doce, terminaría la cena. El doctor Durand abrazaría a todos sus discípulos. Acaso, como en el Nuevo Testamento, profetizaría que uno de ellos le haría traición. Acaso como en el Nuevo Testamento, profetizaría también que otro le negaría tres veces. Y, acaso, como en el Nuevo Testamento, uno de sus discípulos le daría un beso en una mejilla…

Sétima tarde  

         El debate del pliego de ingresos del presupuesto languidece, pero no termina. Hay instantes en que parece que va a llegar a su fin. Mas enseguida se reanima. Es un debate que se estira como un jebe.
         El señor don Manuel Bernardino Pérez diría:
         —El debate se estira como una liga de mujer. El señor don Abelardo Gamarra diría:
         —El debate se estira como un alfeñique.
         Pero lo evidente es que el debate se estira, sea como un jebe, sea como una liga o sea como un alfeñique. El proyecto gubernativo del pliego de ingresos se tropieza cada instante. Y si no cae, por lo menos se tambalea. El señor Torres Balcázar juega con él por patriótico entretenimiento.
         Ayer el señor Manzanilla dejó otra vez la presidencia de la Cámara a punto de comenzar el debate del pliego de ingresos. Pero no la dejó al señor Peña Murrieta, a quien estos achaques de la inmortalidad tienen un tanto escamado, sino al señor Escardó Salazar.
         La minoría estuvo, pues, en la presidencia de la Cámara. El señor García y Las tres se sentía a ratos sin garantías. Y no se aventuraba casi a pedir la palabra. Y el señor Escardó Salazar, sonriéndose de la eficacia de los procedimientos científicos del señor Manzanilla, ordenaba que se encendieran todas las luces del salón de sesiones.
         Y el señor Torres Balcázar, sereno, ponderado, discreto y amable disertaba sobre el presupuesto y hacía sumas, restas y multiplicaciones. Y cuando el señor García y Lastres, el señor Tudela y Varela y el señor Solar no querían atenderle, el señor Torres Balcázar dejaba su escaño y se iba, con sus cuadros, con sus cifras y con su lápiz, a los escaños de sus señorías. Sobre la carpeta del ministro examinaban los cuatro el presupuesto nacional, que es como quien dice examinar la salud de la patria. Gallardas y simpáticas innovaciones del señor Torres Balcázar a quien cautivan otros aspectos del parlamentarismo científico del señor Manzanilla.
         A las 7 y 30 el señor Torres Balcázar recurrió a su procedimiento de anteayer. Sacó su reloj y dijo:
         —Son las 7 y 30. Yo estoy cansado. Comenzamos a trabajar a las 4 de la tarde. Han transcurrido tres horas y media seguidas. No es posible trabajar más de tres horas y media seguidas sin perjuicio de la salud. V. E., que es médico, lo sabe. ¡Pido que se levante la sesión!
         Y el señor Escardó Salazar, encantado en la presidencia de la Cámara, tenía que acceder mal de su grado. Y que agitar la campanilla. La cámara, sugestionada, pensaba que la campanilla tenía un sonido nuevo.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 20 de septiembre de 1916. ↩︎