3.21. Octava tarde

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Todo el debate de la Cámara de Diputados se hizo ayer bajo la presidencia del señor Manzanilla. Y fue sereno, risueño y amable. Pero no fue eficaz como habrían deseado el señor García y Lastres, el señor Tudela y Varela y la mayoría. El pliego de ingresos del presupuesto siguió tropezándose. Y el debate tornó a estirarse como un jebe.
         El señor Manzanilla tomó todas las medidas y todas las precauciones posibles para hacerlo tranquilo y provechoso. Aguzó los medios del parlamentarismo científico. Y retardó tanto como fue posible el encendimiento de la luz eléctrica.
         La sala de sesiones estuvo por mucho rato penumbrosa y sombría. Los secretarios leían proyectos y dictámenes. Y la cámara los aprobaba sin ánimo para el debate. De repente entró a la sala y se sentó silenciosamente en el escaño de costumbre el señor García y Lastres. La minoría estaba en parte ausente y en parte distraída. El señor Manzanilla dijo muy bajito que seguía el debate sobre el pliego de ingresos. Y dijo luego que iba a votarse. Pero en estos momentos precisos ingresó a la sala con el hongo en una mano y el bastón en la otra el señor Torres Balcázar. Y penetrando apresuradamente pidió la palabra. La barra prorrumpió en aplausos. Y es que el señor Torres Balcázar tiene la virtud de la oportunidad. Un minuto de retardo habría bastado para que se aprobase el pliego de ingresos y fuesen estériles las observaciones e iniciativas de su señoría. Un minuto de retardo habría sido suficiente para que la tarde de ayer fuese la última del debate. Y el señor Torres Balcázar no supo tener el minuto de retardo.
         El debate se inició en la penumbra. Y siguió por mucho rato en la penumbra. Toda la cámara estaba en la penumbra. La comisión de presupuesto, sobre todo. Y el pliego de ingresos siguió dando tumbos como un encostalado en absurda y cómica carrera.
         Y repentinamente, cuando el debate languidecía, el señor Maúrtua tuvo una postura inesperada y sensacional. Hizo un discurso vibrante y sonoro demostrando que el presupuesto era empírico, erróneo y rutinario. Y protestó contra la vulgaridad del procedimiento en nombre de la ciencia. Habló así:
         —Yo soy un ministerial. Yo soy un civilista. Yo soy un gobiernista. Pero yo soy ante todo un científico. Yo no puedo tolerar que un gobierno haga un adefesio, aunque sea el gobierno del señor Pardo.
         Y cuando el señor Tudela y Varela le replicó y dijo que las del señor Maúrtua eran solamente teorías, el señor Maúrtua volvió a hablar. Y habló de esta guisa:
         —Las teorías, honorable señor, son las enseñanzas derivadas de la realidad. Hace muy mal su señoría en despreciarlas. Yo en cambio me asombro del empirismo que patrocina y defiende su señoría. Yo abomino a los prácticos. Ser un empírico y hacer presupuestos es tan deplorable como ser un curandero y asistir enfermos. ¡Yo execro el empirismo! ¡El empirismo matará a la república! ¡Solo la ciencia puede salvarla!
          Y la Cámara entera, mayoría y minoría, se decía que el señor Maúrtua tenía razón, que el señor Maúrtua estaba justificando la labor del señor Torres Balcázar, que el señor Maúrtua había evidenciado que el procedimiento inglés no se podía aclimatar en el Perú, que la comisión de presupuesto no había obedecido la más elemental doctrina científica. Toda la Cámara, salvo la comisión de presupuesto, estaba conforme en confesar que la ciencia era la única verdad y la única salvación.
         La única excepción era la del señor Abelardo Gamarra. El señor Gamarra sostenía que más eficaz era siempre la práctica que la teoría, que más eficaz era siempre “un curioso” que un facultativo y que más eficaz siempre un remedio casero que un remedio de farmacia…
         Es lo que decía el señor Maúrtua. El criollismo en las finanzas.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 21 de septiembre de 1916. ↩︎