3.19. La ovación ajena - Sexta tarde

  • José Carlos Mariátegui

La ovación ajena1  

         El señor Pardo ha asistido el viernes y el domingo a los recitales de Dalmau. Ha estado en el palco presidencial, rodeado de un estado mayor aristocrático y gentil. Y, escuchando las ovaciones delirantes del público a Dalmau, se ha convencido, dolorosamente, de que más entusiasmos despierta un violinista que un presidente de la República. Y, como el señor Pardo ama la ovación y la gloria, se ha dicho que es ya muy tarde para renunciar a una carrera política y dedicarse al violín y a la canción del ruiseñor.
         Y el señor Pardo se ha sentido muy a gusto en los recitales de Dalmau. No ha sido únicamente que le haya halagado y complacido vivir horas de intenso lirismo y de dulce regalo artístico. Ha sido también que ha escuchado con pertinacia y espontaneidad las explosiones del aplauso. Y el señor Pardo es un enamorado del aplauso.
         Tan ingratas son aquí las gentes, que hace mucho tiempo vienen negando al señor Pardo el homenaje de su aplauso. Y aunque el Sr. Pardo se ha insinuado a este homenaje en las solemnes ocasiones de la instalación del Congreso, de las carreras de gala y de la reprise de las comedias de su ilustre abuelo don Felipe Pardo y Aliaga, el aplauso se ha mostrado con él esquivo, huraño e inaccesible.
         Es que la psicología del aplauso es complicada y extraña. El aplauso fue franco y efusivo en los momentos de éxito y juventud del señor Pardo. Ahora que las gentes miran al señor Pardo canoso, incierto y decadente, se muestran con él ingratas y reticentes. Y le hacen coqueterías y desvíos.
         El señor Pardo, consternado, le pregunta al señor Concha:
         —¿Es posible, Concha, que resulte preferible ser violinista a ser presidente de la República?
         Para que el señor Concha le responda:
         —¡No, Excmo. señor! Vivimos un siglo de indiscutibles positivismos. Un presidente de la República norma la vida de la nación. Contrae responsabilidades y merecimientos. Un violinista arrulla una hora lírica de las gentes. Un presidente de la República es un artículo de primera necesidad. Un violinista es una golosina. Un presidente de la República es como la carne, como la leche, como el pan. Un violinista es como el bizcocho, como el pastel, como el bombón. ¡Es muy distinto, Excmo. señor!
         Este género de deducciones y filosofías tranquiliza al señor Pardo. Pero lo tranquiliza momentáneamente. Porque después de que la eficacia de las sedantes y conceptuosas palabras del señor Concha ha pasado, el señor Pardo torna a pensar en el contraste entre los entusiasmos que motiva la presencia de Dalmau y las frialdades y desdenes que motiva la presencia suya.
         Y tiene el señor Pardo para Dalmau un agradecimiento. El agradecimiento de que los aplausos que para Dalmau suenan le halagan y le arrullan consoladoramente, pues el señor Pardo arrellanado en la butaca de su palco se hace la ilusión de que son aplausos suyos y de que traducen francas expansiones de su popularidad. Un hurto espiritual del señor Pardo. Un hurto inocente.
         Pero el señor Pardo tiene también para Dalmau un rencor muy grande. El rencor de que en los recitales que ha honrado con su asistencia, el artista ha tocado solo grandes piezas líricas. Todo ha sido poesía, todo ha sido romanticismo, todo ha sido sentimentalismo. Y esto indigna al señor Pardo. No comprende cómo Dalmau no ha tenido el acierto de ejecutar en su honor una marcha triunfal. Por lo menos la Marcha de Banderas, que es tan rotunda, marcial y arrogante, y que suena tan gallardamente en los clarines militares de la Escolta…

Sexta tarde  

         Fue ayer la sexta tarde del debate del pliego de ingresos del presupuesto. Por ser la sexta tarde pensamos nosotros que el debate languidecería. Y acaso pensó lo mismo que nosotros el señor Manzanilla. Apenas se inició el debate, el señor Manzanilla abandonó la presidencia ay la entregó al señor Peña Murrieta. Desde entonces tuvimos el presentimiento de que la sesión iba a tornarse animada. El señor Manzanilla sabe siempre abandonar la presidencia a tiempo para poner al señor Peña Murrieta en nuevo atrenzo de inmortalidad.
         Y el señor Peña Murrieta asumió la presidencia, gallarda y reposadamente. Y dio orden imprudente y enérgica de que fueran encendidas las luces. Y le dijo al señor Carrillo:
         —¡Yo no les tengo miedo a los debates!
         El debate intenso y agitado no se hizo esperar. Sobrevino inmediatamente. El Sr. Torres Balcázar, con papel y lápiz en la mano, evidenció que los cálculos de la comisión de presupuesto no resistían el análisis del señor Villareal ni del señor Velezmoro.
         Y el señor Solar tuvo la ocurrencia de decirle al señor Torres Balcázar:
         —¡Estudiemos esos cálculos a solas!
         Para que el señor Torres Balcázar protestase enérgicamente:
         —¡A solas, no! ¡Es un reto equívoco y reticente el de su señoría! ¡Estudiemos en público las cifras del presupuesto! ¡No llevemos a la trastienda las grandes cuestiones nacionales!
         Y la barra enloquecida aplaudía frenéticamente.
         Y fueron vanas las argumentaciones del señor García y Lastres, del señor Tudela y Varela y del señor Solar en defensa del pliego de ingresos.
         El señor Torres Balcázar pedía:
         —¡Que se apruebe el pliego con excepción de la partida de las aduanas!
         Y cuando ya se iba a votar tornaba a pedir:
         —¡Que se apruebe con excepción de la partida de los alcoholes!
         Y cuando volvía a hacerse inminente la votación:
         —¡Que se apruebe con excepción de la partida de los tabacos!
         Y seguía indicando que se exceptuase nuevas partidas. Y, lo que es más grave, le demostraba a la mayoría que debían exceptuarse.
         La mayoría; alarmada, decía:
         —¡Va a exceptuarse todo el pliego de ingresos!
         Pero lo decía tímidamente, con recato y con disimulo.
         Hasta que el señor Torres Balcázar, haciendo una postura modernista, sacaba su reloj y exclamaba:
         —Son las 7 y 40. Ya me he cansado. Es necesario que se levante la sesión, señor excelentísimo.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 19 de septiembre de 1916. ↩︎