3.1. Gracia, Gracia, Gracia…

  • José Carlos Mariátegui

 

         1La política sigue irresoluta. Cotidiano es entre nosotros que la política viva de esta suerte. Los cónclaves sigilosos y secretos continúan. Hay un cónclave en cada recinto político. Y en todos los cónclaves hay sigilo y secreto.
         El secreto de los acuerdos políticos es en el Perú muy semejante al secreto de las sesiones parlamentarias. Hay gentes que cuentan sin escrúpulos y con apostillas lo que en ellas se ha convenido. Hay otras que las escuchan y luego las aderezan a su gusto y placer. Y las hay, finalmente, que sin ser las que pueden contarlas y sin ser tampoco las que pueden oírlas, saben darse importancia haciendo cómico misterio de lo que ignoran. Estas son las que más hablan y las que más mistifican la verdad en consecuencia. Dicen así:
         —¿Sabe usted lo que ha ocurrido hoy en la reunión tal?
         Y si uno les contesta que no, ellas toman un porte grave y agregan:
         —Es muy importante.
         Y luego, tras veinte preámbulos, refieren dos o tres invenciones.
         Estas gentes han estado sueltas en los días recientes. Han intrigado, han murmurado y han conspirado contra la tranquilidad, reposo y buena orientación del comentario público.
         Ayer llegaron a hacer abuso hasta de la importancia de la sesión de la cámara de diputados. Y recorrían las calles y las confiterías para decirle a todo el mundo, adelantándose en muchas horas a los diarios:
         —¡Una sesión tremenda en la cámara de diputados!
         —¿Tremenda?
         —¡Espantosa!
         —¿Espantosa?
         —¡Trágica! Basta un simple detalle. Ha terminado a las 9 y media de la noche.
         Y el detalle de que una sesión ha terminado a las 9 y 30 de la noche era suficiente para que las gentes afirmasen que la sesión habría sido terrible, que el debate habría sido violentísimo, que había habido incidentes vibrantes y que existían dos duelos en tramitación.
         Y, mientras el comentario callejero se formaba y animaba de esta guisa, la verdad de la sesión era que había sido piadosa y misericordiosa y religiosa. En toda la cámara, había vibrado un solo sentimiento de perdón y de olvido. Y toda la cámara había repetido así:
         —¡Gracia, gracia, gracia!
         El debate tuvo un minuto culminante en el discurso del señor Ulloa. El señor Ulloa dijo con su elocuencia tranquila, serena, diáfana y amable la verdadera significación de la amnistía y la necesidad de que se tendiese un definitivo manto de olvido sobre las recientes miserias. Y habló de esta manera:
         —¡No miremos el pasado, honorables señores! No volvamos los ojos, podría ser que nos convirtiésemos en estatuas de sal como la mujer de Lot. No volvamos los ojos, señores honorables. Miremos al porvenir. El presente es sospechoso, honorables señores. Pero el porvenir ofrece una tierra de promisión. El porvenir es nuestro si nosotros queremos que lo sea…
         Y siguió un gesto muy interesante y airado del señor Maúrtua. Hacía tiempo que no oíamos al señor Maúrtua. Y a la verdad que lo lamentábamos. La frase del señor Maúrtua es delicada, fina, suave, sencilla, milagrosa. Arrulla como la música de las sirenas. Y convence y emociona.
         Y quiso el señor Maúrtua que la cámara supiera que él creía artificial y falsa laamnistíayqueélpensabaquesiselaconcedíadebíaconcedérselaabsoluta; pero él quiso así mismo que la cámara supiera que no estaba en la mayoría. Se expresó del modo siguiente:
         —Los señores de la mayoría piensan esto. Los señores de la minoría piensan esto otro. Yo pienso así. Aquellos opinan de un modo. Estos opinan de modo distinto. Yo no opino como ninguno de ambos.
         —¡Aquellos! ¡estos!
         Y lo puntualizó muchas veces.
         Faltó apenas que dijera:
         —Yo estoy aquí solo como un hongo.
         Pero probablemente le detuvo la circunstancia de que su estatura no haría en él muy exacta la comparación de su personalidad con un hongo. Y como su señoría es muy preciso y pulcro en la expresión, no puede hacer jamás una comparación inadecuada.
         Y siguieron luego muchos discursos llenos casi todos de misericordia. La voz de la cámara pedía indulgencia plenaria. Y decía así:
         —¡Gracia, gracia, gracia!


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 2 de septiembre de 1916. ↩︎