2.4. Propaganda - La farola trágica
- José Carlos Mariátegui
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El señor Pardo tiene el noble y generoso empeño de que todo el mundo conozca su mensaje y, conociéndolo, se ilustre e instruya.
Quiere que sea difundido en todo el país, quiere que sea leído en todos los hogares y quiere que las gentes se lo aprendan de memoria. No le basta que haya sido publicado en todos los diarios. No le basta que lo hayan escuchado conmovidos y reverentes un parlamento y una barra selecta. No le basta verlo impreso en unos folletos muy grandes y en cuarto menor. Quiere que estos folletos se repartan pródigamente en todas partes. En las instituciones, en las oficinas públicas, en las escuelas elementales, en las sociedades de auxilios mutuos, en los teatros, en los bares, en todas partes. Tentaciones ha tenido de que se le anuncie con afiches y se le distribuya en puestos públicos. Pero la palabra del señor Riva Agüero las cortó a tiempo. Lo cual ha sido una lástima muy grande.
En papel del más barato linaje, la secretaría del presidente ha impreso circulares remitiendo el mensaje a cuantos podía servirle de medio de difusión. Las suscribe el señor Concha. Y para tener la certidumbre de que las reciben y lo confiesen los destinatarios, llevan anexa una nota de respuesta para acusar recibo al señor Concha.
El mensaje presidencial está llegando a todas las casas. Lo comienzan a leer en las veladas familiares. El señor Pardo espera que con el tiempo lleguen a repetirlo de paporreta los chiquillos, como si se tratase de “El Ratoncito Pérez”, “La Cenicientilla” o “El gato con botas”. Lo propalaba ayer irónicamente el señor Balbuena:
—El señor Pardo quiere que su mensaje llegue a ser tan popular como los cuentos infantiles. ¡Muy bien hecho!
Y se reía solo con un estrépito tan grande, que nos decía el corazón cómo las palabras del señor Balbuena tenían malevolencia y retintín.
Ha habido quienes han recibido el obsequio de un paquete de mensajes, con el mismo júbilo con que habrían recibido un premio de la lotería. Uno de éstos ha sido el señor Velezmoro, diputado y civilista de cogollo según propia y terminante declaración. Lo único que no ha satisfecho al señor Velezmoro es el mal linaje del papel de la circular. Protesta de que este papel sea tan ordinario. Y se alarma ante la posibilidad de que, al estamparla en él, su firma no aparezca con todas sus bellezas caligráficas y el señor Pardo, viéndola, pueda imaginarse que su señoría tiene mala letra…
Quiere que sea difundido en todo el país, quiere que sea leído en todos los hogares y quiere que las gentes se lo aprendan de memoria. No le basta que haya sido publicado en todos los diarios. No le basta que lo hayan escuchado conmovidos y reverentes un parlamento y una barra selecta. No le basta verlo impreso en unos folletos muy grandes y en cuarto menor. Quiere que estos folletos se repartan pródigamente en todas partes. En las instituciones, en las oficinas públicas, en las escuelas elementales, en las sociedades de auxilios mutuos, en los teatros, en los bares, en todas partes. Tentaciones ha tenido de que se le anuncie con afiches y se le distribuya en puestos públicos. Pero la palabra del señor Riva Agüero las cortó a tiempo. Lo cual ha sido una lástima muy grande.
En papel del más barato linaje, la secretaría del presidente ha impreso circulares remitiendo el mensaje a cuantos podía servirle de medio de difusión. Las suscribe el señor Concha. Y para tener la certidumbre de que las reciben y lo confiesen los destinatarios, llevan anexa una nota de respuesta para acusar recibo al señor Concha.
El mensaje presidencial está llegando a todas las casas. Lo comienzan a leer en las veladas familiares. El señor Pardo espera que con el tiempo lleguen a repetirlo de paporreta los chiquillos, como si se tratase de “El Ratoncito Pérez”, “La Cenicientilla” o “El gato con botas”. Lo propalaba ayer irónicamente el señor Balbuena:
—El señor Pardo quiere que su mensaje llegue a ser tan popular como los cuentos infantiles. ¡Muy bien hecho!
Y se reía solo con un estrépito tan grande, que nos decía el corazón cómo las palabras del señor Balbuena tenían malevolencia y retintín.
Ha habido quienes han recibido el obsequio de un paquete de mensajes, con el mismo júbilo con que habrían recibido un premio de la lotería. Uno de éstos ha sido el señor Velezmoro, diputado y civilista de cogollo según propia y terminante declaración. Lo único que no ha satisfecho al señor Velezmoro es el mal linaje del papel de la circular. Protesta de que este papel sea tan ordinario. Y se alarma ante la posibilidad de que, al estamparla en él, su firma no aparezca con todas sus bellezas caligráficas y el señor Pardo, viéndola, pueda imaginarse que su señoría tiene mala letra…
La Farola Trágica
En la tarde de ayer, en la sala de diputados, hubo miedo, angustia, misterio, vaga inquietud. Los diputados miraban al techo con terror y ponían caras pavorosas. Había un ambiente de trágicos presentimientos e imprecisos temores. De pronto una voz valiente, la voz del señor Secada que no le tiene miedo a nadie, dijo:
—¡La farola, señores, la farola es lo que nos amenaza!
Y otra voz, la del señor Grau, repitió vibrante como una alerta:
—¡La farola!…
Los diputados miraron todos con espanto la farola en refacción.
El señor Secada, bromista, dio un puñetazo sobre su carpeta y gritó con todos sus pulmones:
—¡La farola!
Y otra voz cavernosa:
—La farola…
Todos los representantes pegaron un brinco en sus escaños y dieron un grito creyendo que la farola se desplomaba.
Todos tenían los semblantes demudados, pálidos, terribles. Todos tenían las cabelleras hirsutas. Todos tenían los ojos alucinados. Nosotros comenzamos a contagiarnos de este miedo y a dar diente con diente. Comprendimos que en la Cámara había en esos instantes aliento de drama maeterliniano.
Y se reanudaron las voces. Eran voces semejantes a las de las viejas cuando refieren historias de aparecidos, de demonios y de ánimas en pena:
—Una vez, se rompió un vidrio de la farola y cayó a la sala un gato negro.
—Sería el diablo…
—Otra vez el señor Pasquale vio tras un cristal dos manos con guantes negros.
—Otra vez se sintió sobre la farola un gran estrépito y no pasó nada…
—En las noches, mientras nosotros sesionamos aquí, arriba, sobre la farola se celebran aquelarres espantosos…
Y sobrevino el silencio. Un silencio terrible. De repente una voz preguntó:
—¿Quién está componiendo la farola?
Y otra voz repuso:
—El gobierno.
Y aquella voz volvió a sonar acongojada:
—¡Pero, entonces, estamos perdidos! ¡El gobierno!
Creció el miedo. Creció el espanto. La noticia de que el gobierno era el que componía todos los años la farola era algo así como una especie de espada de Damocles. El gobierno la tenía suspendida sobre las cabezas del parlamento y la dejaría caer en cualquier momento.
Y el debate se encendió enseguida:
—¡Es preciso que el gobierno no se meta en la farola!
—¡En todo se ha de meter el gobierno!
—¡La farola es de nosotros no más!
Y como para que el momento fuese más trágico, la sala se puso sombrosa. Los vidrios de la farola se enturbiaron. Y un conserje que acababa de fijarse en que la hora lo reclamaba, encendió el alumbrado eléctrico. La luz artificial llenó la sala. Y en toda la cámara hubo un murmullo de miedo y de angustia…
—¡La farola, señores, la farola es lo que nos amenaza!
Y otra voz, la del señor Grau, repitió vibrante como una alerta:
—¡La farola!…
Los diputados miraron todos con espanto la farola en refacción.
El señor Secada, bromista, dio un puñetazo sobre su carpeta y gritó con todos sus pulmones:
—¡La farola!
Y otra voz cavernosa:
—La farola…
Todos los representantes pegaron un brinco en sus escaños y dieron un grito creyendo que la farola se desplomaba.
Todos tenían los semblantes demudados, pálidos, terribles. Todos tenían las cabelleras hirsutas. Todos tenían los ojos alucinados. Nosotros comenzamos a contagiarnos de este miedo y a dar diente con diente. Comprendimos que en la Cámara había en esos instantes aliento de drama maeterliniano.
Y se reanudaron las voces. Eran voces semejantes a las de las viejas cuando refieren historias de aparecidos, de demonios y de ánimas en pena:
—Una vez, se rompió un vidrio de la farola y cayó a la sala un gato negro.
—Sería el diablo…
—Otra vez el señor Pasquale vio tras un cristal dos manos con guantes negros.
—Otra vez se sintió sobre la farola un gran estrépito y no pasó nada…
—En las noches, mientras nosotros sesionamos aquí, arriba, sobre la farola se celebran aquelarres espantosos…
Y sobrevino el silencio. Un silencio terrible. De repente una voz preguntó:
—¿Quién está componiendo la farola?
Y otra voz repuso:
—El gobierno.
Y aquella voz volvió a sonar acongojada:
—¡Pero, entonces, estamos perdidos! ¡El gobierno!
Creció el miedo. Creció el espanto. La noticia de que el gobierno era el que componía todos los años la farola era algo así como una especie de espada de Damocles. El gobierno la tenía suspendida sobre las cabezas del parlamento y la dejaría caer en cualquier momento.
Y el debate se encendió enseguida:
—¡Es preciso que el gobierno no se meta en la farola!
—¡En todo se ha de meter el gobierno!
—¡La farola es de nosotros no más!
Y como para que el momento fuese más trágico, la sala se puso sombrosa. Los vidrios de la farola se enturbiaron. Y un conserje que acababa de fijarse en que la hora lo reclamaba, encendió el alumbrado eléctrico. La luz artificial llenó la sala. Y en toda la cámara hubo un murmullo de miedo y de angustia…
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 4 de agosto de 1916. ↩︎