2.31. De ida y vuelta - Día místico - Paréntesis

  • José Carlos Mariátegui

De ida y vuelta1  

         Gravemente intrigado traía al señor Pardo la estada del señor Prado en Chosica. El señor Pardo no se explicaba con precisión qué cautivaba al señor Prado en Chosica. No comprendía el encariñamiento del señor Prado con Chosica. No se explicaba los afectos del señor Prado por Chosica. Y después de leer las “Voces” de El Tiempo y de saber por ellas que al señor Prado le encantaban las bellezas campesinas y la placidez geórgica de Chosica, le preguntaba al señor Concha:
         —¿Es verdad, Concha, que la poesía de Chosica es muy grata y amable?
         Y el señor Concha le contestaba:
         —No tanto, Excmo. señor.
         Y el señor Pardo volvía a preguntarle:
         —¿Es verdad, Concha, que es muy distinguido y de muy buen gusto amar la poesía de los campos?
         Y el señor Concha le decía:
         —A veces, Excmo. señor.
         Y el señor Pardo, insistía después de un minuto:
         —¿Usted ha leído a Virgilio, Concha? ¿Usted ha leído a Francis Jammes?
         Y el señor Concha contestaba:
         —Un poco, Excmo. señor, un poco.
         —Y el señor Pardo le interrogaba entonces:
         —¿Entonces a usted le gustan los versos, Concha?
         Y el señor Concha, alarmado ante la posibilidad de que el señor Pardo les considerase afecto a cosas tan pueriles como los versos, respondía presuroso:
         —¡No tal Excmo. señor! A mí solo me preocupan la Economía Política y la legislación.
         Pero el señor Pardo replicaba entonces:
         —¿Luego, a usted no le preocupan los versos de mi ilustre abuelo don Felipe Pardo y Aliaga?
         Y el señor Concha tenía que decir entonces:
         —Los versos de don Felipe Pardo y Aliaga sí me placen y preocupan mucho, Excmo. señor.
         Seguía una pausa. El señor Pardo continuaba meditando en la razón de las simpatías del señor Prado por Chosica. Y de repente tornaba a interrogar al señor Concha:
         ¿Es muy buena la leche de Chosica, Concha?
         Y el señor Concha respondía:
         —Es sana, Excmo. señor.
         Y el señor Pardo tornaba a preguntar:
         —¿Acaso Chosica es mejor que Miraflores, Concha?
         Y el señor Concha contestaba iluminado y enérgico:
         —¡Jamás, Excmo. señor!
         Y el señor Pardo pensaba enseguida que el señor Concha tenía razón. Chosica no podía ser tan hermosa, ni tan poética, ni tan dulce, como se imaginaba el señor Prado y como nos imaginábamos nosotros. Chosica tenía una tradición odiosa. En ella había alzado la bandera revolucionaria contra su pasada administración el señor Durand. Y Chosica no podía tener tanta poesía. Cercana a ella se encontraba la prosaica instalación de Yanacoto. Pero de pronto encontró el señor Pardo la razón probable del encariñamiento del señor Prado con Chosica. En Chosica pasan la temporada de invierno muchas damas gentiles y bellas. Es que allí se congrega un florilegio de invernadero. Hay allí muchas niñas bonitas, donairosas, coquetas y pícaras. Y no constituyen únicamente los atractivos de Chosica la leche de vaca, el alcalde don Juan Francisco Ramírez y el versallesco poeta José Fiansón. El señor Pardo creyó descubrir entonces por qué al señor Prado le gustaba residir en un invernadero. Y sintió la necesidad imperiosa de ir a Chosica. Y pensó que de esta manera no solo descubriría el verdadero origen de la estada del señor Prado, sino que restauraría el imperio de su reputación de buen mozo.
         Y preguntó finalmente al señor Concha:
         —Usted, Concha, ¿cree que Prado es buen mozo?
         Y el señor Concha contestó sorprendido:
         —¿Cómo puedo creerlo, Excmo. señor?
         Y el señor Pardo se miró en el espejo y pensó que muy pronto iba a derrocar la dinastía de afectos que seguramente tenía el señor Prado en el florilegio de belleza, juventud y aristocracia femeninas del dulce invernadero de Chosica.
         Y ayer el señor Pardo, muy temprano, tomaba el tren de Chosica. Y se sonreía considerando que el día de Santa Rosa de Lima era el más poético y el más adecuado para hacer una visita a Chosica. Y se sonreía también pensando que iba a encontrarse con el señor Prado. Y descubría una nueva virtud de Chosica. El señor Prado había sido generalmente tachado de escaso carácter, de debilidad. Y ahora el señor Prado se exhibía templado, valiente y enérgico. Esto no podía ser sino obra de Chosica, del clima de Chosica, del paisaje de Chosica, de la leche de Chosica y de las muchachas bonitas de Chosica. El señor Pardo se dijo que iba a regresar de Chosica con un gran restablecimiento de su energía y de su voluntad fatigadas.
         Pero el señor Prado supo a tiempo que el señor Pardo iba a Chosica. E inmediatamente se decidió a venir a Lima. Sintió malogrado todo su programa. Sintió trastornada toda la poesía del minuto. Había invitado a almorzar con él a varios amigos de Lima, todos ellos gentes de sprit y de buen gusto. Y les dio inmediato y telefónico aviso de que no fuesen. Y tomó a su vez el tren para venir a Lima. Desde las ventanillas miró alejarse el panorama de la aldea. Y lo miró alejarse con pena, con aflicción y con congoja.
         Luego, el convoy en que iba el señor Pardo y el convoy en que venía el señor Prado se cruzaron. El señor Prado se escondió para evitar que la casualidad permitiese al señor Pardo descubrirle. Y miró alejarse el tren del señor Pardo con una sonrisa que era una sonrisa casi sombrosa bajo el bigote entrecano y pulcro.
         Y el señor Pardo, al llegar a Chosica, lo primero que hizo fue preguntar:
         —¿Dónde está Prado?
         Y cuando las gentes le respondieron:
         —El señor Prado se ha ido a Lima.
         El señor Pardo pensó que graves urgencias habrían requerido el viaje del señor Prado a Lima. Y pensó que algo inquietante ocurría en la urbe cuando el señor Prado había prescindido de su regalada residencia de Chosica en día de Santa Rosa de Lima. Desde entonces el ánimo del señor Pardo se puso turbio, ácido y taciturno. Aunque hacía por descubrir la poesía de Chosica, no la descubría. Y preguntaba:
         —¿Dónde está la poesía de Chosica?
         Y las gentes, que no comprendían la abstrusa y enrevesada pregunta, respondían:
         —Está en las alboradas.
         —Está en los atardeceres.
         —Está en el clima.
         —Está en las noches.
         —Está en la leche.
         —Está en el hotel.
         Y el señor Pardo movía la cabeza. Y miraba el horizonte. Y miraba las callejas. Y miraba las techumbres. Y miraba el río. Casi se arrepentía de haber ido a Chosica. Sobre todo, cuando le indicaban: —Allí escondieron las armas del doctor Durand. Allí dijo un discurso el doctor Durand.
         Pero reparó de pronto en que había en Chosica muchas muchachas lindas, elegantes y graciosas. Y se dirigió a ellas para hacer triunfar sus fueros de gentil hombre y de galantuomo.
         Pero las muchachas lindas, elegantes y graciosas, le hicieron cortesías y cumplidos, pero no fueron las suyas sino cortesías y cumplidos protocolarios. Tuvieron recatos y remilgos para el señor Pardo. Esquivaron los homenajes del señor Pardo. Un fracaso del señor Pardo. El señor Pardo comprendió que allí imperaba la simpatía del señor Prado.
         Y había muchachas que decían:
         —¡Qué lástima que se haya ido hoy el señor Prado!
         Y otras añadían:
         —¡Tan simpático como es el señor Prado!
         Y otras:
         —¡Tan amable como es el señor Prado!
         Y alguna, más osada y maliciosa que todas, murmuraba a la sordina, mirando al señor Pardo:
         —¡Papel “quemao”!…
         Y el señor Pardo, consternado, no se explicaba estos desvíos. Y se miraba a veces en el espejo para convencerse de que seguía siendo tan buen mozo, tan distinguido, tan gentleman y tan señor Pardo como antes.
         Regresó decepcionado de Chosica. Se convenció de que Chosica era una vil aldea. Y se indignó de la posibilidad de que fuese comparada con Miraflores, tan aristocrática, tan gentil, tan hermosa. Y pensó que era como decía el señor Concha:
         —Chosica tiene cierta calidad de serranía. Es abrupta y nebulosa. Miraflores tiene genuina calidad de balneario. Lo arrulla el mar y lo besa la brisa. La serranía es sucia y friolenta. El balneario es luminoso y diáfano. La serranía es sospechosa. El balneario es franco. Miraflores es un balneario como Biarritz, como San Sebastián, como San Juan de Luz. Miraflores es ideal, señor excelentísimo…

Día místico  

         El de ayer fue un día místico. Lima hizo su homenaje anual a Santa Rosa de Lima. Todas las limeñas guapas, jóvenes, elegantes y gentiles que se llaman Rosa, celebraron ayer su fiesta. Fue pues una fiesta de limeñas bonitas. Una fiesta de Rosas que, por mucho que se tratase de Rosas con inicial mayúscula, no dejaba por eso de ser una fiesta de poesía.
         Santa Rosa de Lima es la santa de todos los afectos y de todos los entusiasmos de la ciudad. Santa Rosa es dueña de los atributos precisos para ser la santa de la devoción limeña. Fue bonita, fue buena, fue simpática. Lima la ha adorado, la adora y adorará. Y por eso fue el de ayer un día místico. Había en la ciudad un ambiente de sahumerio, de incienso, de azahar, de azucena y de “mixtura”.
         Y la política quiso también ser piadosa y reverente. No hizo escándalo. No hizo ruido. Anduvo de puntillas. Anduvo recatada. Se sumó al homenaje a Santa Rosade Lima. Nuestra política es religiosa. No trabaja los días domingos. Oye misa. Escucha sermones. Pero de ella podría decirse que, aunque suele hacer actos de contrición, no hace jamás propósito de enmienda ni, mucho menos, reparación de obras.
         El presidente del consejo de ministros, el místico y devoto señor don Enrique de la Riva Agüero, no pudo sustraerse a estos religiosos homenajes de la ciudad. Su espíritu delicado tiene arraigadas devociones por la santa limeña y por sus santas virtudes. Y ayer fue, pues, un día en que el señor de la Riva Agüero se entregó plácidamente a la celebración de la fecha. El señor de la Riva Agüero es tan místico y fervoroso que llegaba a sentirla casi suya. Y se arrobaba. Y se transportaba. Y se iluminaba. Y en la intimidad de su casa solariega acaso tendría dulces y amables pláticas como ésta:
         —Santa Rosa fue una divina “flor de penitencia”. Su vida es honra y prez de nuestra historia y del catolicismo. Yo no me explico cómo hasta ahora no se ha hecho de ella bastantes loas, elogios y exaltaciones. Yo no sé cómo nuestros poetas no se consagran a su glorificación y exégesis. Yo no sé qué hacen nuestros literatos. Y los hay que se ocupan de la Perricholi, de la Mariscala y hasta de cierta india, esposa de Manco Cápac, a quien denominan Mama Ocllo. Es un contraste, porque Santa Rosa es la única que merece estos homenajes.
Y sería elocuentísima y florentísima seguramente la plática del señor de la Riva Agüero.

Paréntesis  

         Ayer estuvo de fiesta parte de la cámara de diputados. Hizo mesa larga, en el Jardín Strasburgo, para agasajar al señor Vivanco, diputado por la lejana provincia del Tahuamanu y héroe reciente de unas interminables interpelaciones al señor ministro de fomento.
         Hubo numerosos representantes en rededor del señor Vivanco. Y hubo en la fiesta, espíritu de expansión y mataperrada. Y hubo mucha alegría, mucho entusiasmo y muchos brindis. Y hubo bocaditos.
         Y a pesar de que fue orquesta de damas vienesas que la amenizó, la fiesta tuvo cierto carácter de fiesta criolla, en determinado instante. Un diputado pidió un cachaspare. Y la orquesta, con una pericia exótica en su nacionalidad, tuvo a bien tocarlo.
         En el comedor vibró un alborozo unánime. Y, sobre los cristales, acompasaron los cuchillos los sones aborígenes del cachaspare.
         Y al cachaspare siguió un huainito. Y al huainito una marinera. Había que lamentar que no estuviera presente el señor Abelardo Gamarra para que pusiera en todo aquello su “puntita de ají”, como él dice. Y había que lamentar también que el menú no fuera criollo y reclamara más bien, para su acompañamiento y buen provecho, esnobismo vienés o lírica italiana.
         Pero, fue alegre y jovial y regocijada, la fiesta. Los diputados proclamaban a voz en cuello su derecho a alborozarse. Gritaban que ayer era día de fiesta. Y decían brindis tremendos. El señor Vivanco pronunció un discurso tan vibrante que hizo estremecer el Strasburgo. Y el señor Grau, otro discurso grandilocuente y enérgico que parecía la voz de la selva virgen. Y el señor Torres Balcázar, otro discurso desbordante y copioso que parecía una catarata de la selva virgen.
         Y había ambiente revolucionario. Los discursos anatematizaban al pardismo, a la oligarquía, al nepotismo ya las dinastías, con invectivas que infundían pavor. Y el señor Grau, que se sentía completamente rebelde y airado al calor de esta atmósfera criolla de republicanismo y democracia, pedía a la orquesta:
         —¡A ver! ¡La Marsellesa!
         Si el gobierno se da cuenta del banquete, manda a la caballería.
         Y es que el señor Grau en algunas ocasiones se acuerda de sus impetuosas tendencias de tribuno revolucionario. Siente muy vivas sus devociones por Robespierre y por Dantón. Y trata a todas las gentes de tú. Y trata a todas las gentes de “ciudadano”. Y saluda entonces de esta guisa:
         —¡Salud y patria!
         Y abraza al doblar la esquina, al zambo más zafío, grosero y abyecto que le reconoce y saluda.
         A la salida del Strasburgo, vibrantes aún los aplausos a los últimos brindis, los concurrentes se quedaron un instante perplejos. Tenían la indecisión del rumbo. Y algunos se preguntaban entre ellos:
         —¿A dónde vamos?
         Y había unas opiniones vulgares:
         —Vamos al teatro.
         Y había otras infantiles:
         —Vamos al Parque Zoológico.
         Y había otras ingenuas:
         —Vamos al cinema.
         Hasta que, en presencia de la libertad y heterogeneidad de las opiniones, el jovialísimo diputado de la minoría señor Basadre arriesgó la suya:
         —¡Vamos a los gallos!…


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 31 de agosto de 1916. ↩︎