2.22. Voces de gesta - Leader chico - Retorno - La ciudad y los campos

  • José Carlos Mariátegui

Voces de gesta1  

         Ya no se va el señor Riva Agüero. El señor Pardo quiere que se quede. Y la mayoría parlamentaria quiere naturalmente lo mismo que el señor Pardo. Y el señor Riva Agüero, tan atildado, tan meticuloso, tan fino de costumbre, se siente hoy inusitadamente fiero, tremendo y empecinado, porque se han puesto fieros, tremendos y empecinados el señor Pardo y sus amigos del parlamento.
         Ayer no fue el señor Riva Agüero a la Cámara de Diputados. Pero hubo siempre sesión secreta. Y continuó el debate político. Y siguió la tragedia. En el intermedio los actores habían recobrado las fuerzas extenuadas y habían tomado claras de huevo para fortalecer la voz. Y aparecieron en el último acto llenos de bríos, de ímpetus y de energías. En el tinglado y en toda la sala resonaron terribles las voces, los carpetazos y los campanillazos. La farola trágica se estremecía y crujía de un modo pavoroso y siniestro. Y en los pasillos los empleados se aproximaban asustados a las puertas de la sala, aguzaban los oídos y se apartaban luego con los cabellos erizados.
         La mayoría se presentó conchabada y compacta. Y cuando se entregó al debate la moción de la minoría, se puso toda ella de pie para gritar:
         —¡Aquí somos el número! ¡Aquí somos la fuerza! ¡Aquí somos los que decidimos! ¡Aquí somos los que mandamos!
         Una actitud de dueño de casa que repentinamente se presenta bravo, intransigente y bilioso, después de haber permitido que hostilicen y ajochen a su huésped.
         Y la minoría que no sabe achicarse, que no sabe rendirse, que no sabe correr, se puso también en sus trece, y alzó la voz alarmantemente. Gran denuedo del señor Torres Balcázar. Gran denuedo del señor Borda. Gran denuedo del señor Secada. Gran denuedo del señor Químper. Gran denuedo de toda la minoría. Una jornada gloriosa.
         Hizo su reprisse de leader el señor Balbuena. Pero fue una reprisse feísima, y desairada. El señor Balbuena tan liberal, tan amplio, tan generoso, se levantó para apoyar al señor Tudela y Varela. Y el señor Tudela y Varela negaba el derecho del señor Borda a pedir que se trasmitiese al ministro de Relaciones la versión del debate producido en su ausencia. El señor Balbuena puso en defensa de esta tesis, que es civilista, el mismo calor, el mismo fuego, la misma elocuencia que en otras épocas pusiera para combatir los métodos y las mayorías guillotinadoras y arbitrarias.
         Felizmente para nosotros, que queremos de veras al señor Balbuena, no hemos podido asistir a esta postura de su señoría. Felizmente se ha producido ella en sesión secreta. Felizmente nuestros ojos no la han visto. De este modo, es tanta nuestra indulgencia todavía, que tenemos motivo para dudar que sea cierto lo que nos cuentan. Y para creer que calumnian al señor Balbuena. Y para pensar que envidian al señor Balbuena. Y que mistifican al señor Balbuena.
         Pero es lo cierto que con el concurso del señor Balbuena se desechó la moción que censuraba al Gabinete. Dieciséis votos tuvo la minoría para apoyarla. Setenta votos tuvo la mayoría para desecharla. Setenta votos que representan la continuación del señor Riva Agüero en el gobierno. Las soluciones políticas dependen siempre de una cifra.
         El debate fue, en todo momento, cálido, terrible. La minoría se portó heroicamente. Tan heroicamente que la mayoría decía al final de la sesión lo mismo que Pirro:
         —Con otra victoria así, estamos vencidos…

Leader chico  

         Un día dijimos que, en la Cámara de Diputados, el señor Velezmoro había dicho repentinamente, y sin que nadie se lo preguntara, que él era muy civilista, muy pardista y muy gobiernista. Y que él era de la mayoría. Y que él no se cambiaba. Y que él era muy firme. Toda la Cámara se quedó estupefacta. Y los más avisados dijeron:
         —El señor Velezmoro es el leader chico.
         Porque siempre las mayorías han tenido un leader grande y un leader chico. El leader grande, defiende las grandes iniciativas. El leader chico propone las guillotinas. El leader grande recomienda mesura y prudencia. El leader chico se pone guapo. El leader grande concede sonrisas. El leader chico da puñetazos. Y cuando el leader grande se llama el señor Tudela y Varela, el leader chico puede llamarse el señor Velezmoro.
         Pero desde su profesión de fe, el señor Velezmoro había guardado silencio. Se había dedicado a observar el ambiente, a leer el reglamento, a consultarle al señor Luis Felipe Luna cuestiones de práctica parlamentaria. En la sala de sesiones, en los pasillos y en la cantina, había escudriñado los semblantes, las actitudes y los gestos. Se había empeñado en hacerse profesor de psicología. Y sondeaba las almas. A poco de continuar en estas observaciones, el señor Velezmoro habría acabado escribiendo una novela o una comedia.
         Y toda la mayoría le reconocía al señor Velezmoro calidad de leader chico. Lohabíadesignadoparatalcargoporunanimidaddevotos.Yestabaorgullosa de su designación. La había hecho a conciencia. Antes de la designación había examinado al señor Velezmoro como a un escolar. Y le había interrogado:
         —¿Tira usted florete?
         Y luego:
         —¿Tira usted pistola?
         Y el señor Velezmoro había contestado:
         —Tiro florete. Tiro pistola.
         Y después de una pausa había añadido:
         —¡También tiro escopeta!
         Y después de otra pausa:
         —¡Ah! ¡Y monto a caballo!
         Y la mayoría se confirmó en su concepto de que el señor Velezmoro tenía aptitudes de leader chico.
         El señor Velezmoro tiene apostura, tiene entonación, tiene arrogancia, tiene desenfado y tiene elocuencia. En Cajamarca había asombrado a todos con sus dotes de orador. Pocas ocasiones había tenido de lucirlas, es cierto. Pero había logrado lucirlas siempre. Y también había demostrado aptitudes para la lucha. Notables habían sido sus entusiasmos para concertar torneos de moros y cristianos, riñas de gallos y partidas de montería. Notable había sido su heroísmo en las justas políticas. Notable había sido su entereza en las contiendas hogareñas. Y las gentes de la provincia habían exclamado siempre muy admiradas:
         —¡Si Velezmoro fuese diputado!
         Y las más rendidas y soñadoras:
         —¡Si Velezmoro fuese presidente de la república!
         Hasta que el señor Velezmoro fue elegido diputado suplente. Y hasta que una transacción con su diputado propietario le había permitido venir a Lima, incorporarse en el congreso, visitar al señor Pardo, decirle que él era el Sr. Velezmoro de Cajamarca, pasear los balnearios, recorrer Lima sin cicerone y en coche de punto, comer en el Restaurante del Parque Zoológico y tomar té o cocktails o chocolate en el Palais Concert.
         Ayer fue el día de la gran postura del señor Velezmoro. Su debut definitivo de leader chico. La mayoría le había venido urgiendo en todos los debates reñidos:
         —¿Hasta cuándo señor Velezmoro?
         Y el señor Velezmoro había venido respondiendo con tono enfático y grave:
         —Estoy estudiando el medio en el cual actúo.
         Pero ayer no tuvo más remedio que intervenir. Y lo hizo sin fortuna. Le dijo al señor Borda:
         —¿Sabe su señoría por qué la mayoría decide? Pues porque es más grande que la minoría. Sí, honorable señor. Los de la mayoría somos más que los de la minoría. ¡Las mayorías pueden más que las minorías! ¡Sépalo, su señoría!
         Y el señor Borda, que tiene con frecuencia ironía y gracejo, le respondió de esta manera:
         —¡Desde Perogrullo hasta el señor Velezmoro, todos los hombres han pensado lo mismo!
         Y la sonrisa fue unánime en la cámara.

Retorno  

         Ya está nuevamente en la Cámara de Diputados, para honor y orgullo de ésta, el señor Balbuena, orador esclarecido del partido liberal. Ya han terminado sus nostalgias. Ya está restituido a su ambiente. Ya es feliz. Ya le han devuelto a su hogar parlamentario. Y su alborozo, al sentirse de nuevo en la cámara de diputados, ha sido el alborozo del pez, a quien restituyen al estanque las mismas manos traviesas y crueles que de sus aguas lo sacaron para gozarse con su angustia y constatar el tornasolado de su escama.
         El señor Balbuena es otro. Le hemos visto radiante, jubiloso, jocundo, como en sus mejores días. Su verbosidad ha cobrado alientos. Parece un preso a quien hubieran indultado de repente. Parece un pájaro prófugo. Parece un cabritillo en libertad. Vive, ríe, habla, bromea, grita, gesticula y retoza a sus anchas. Y respira a todo pulmón, alzando y abriendo los brazos con gimnástico y saludable esfuerzo.
         Y exige que todo Lima comparta su felicidad. Y se asombra cuando hay quien no la ha advertido. En las calles, de una acera a otra, les grita a los amigos que le saludan:
         —¡Muchas gracias!
         Y si los amigos se sorprenden del agradecimiento, él les dice:
         —¿Cómo por qué?
         Y, consternado, atraviesa la calzada para agregarles, tras un apretón de manos:
         —¿No sabía usted que ya estoy reincorporado en la cámara?
         Y los amigos le responden entonces:
         —¡Tanto gusto!
         Y él les agrega:
         —¡Lo que se le ofrezca a Ud.! ¡Con confianza!
         El señor Balbuena es sin duda alguna un orador de raza. Nació locuaz. Nació verboso. Su vida es toda ella una perenne gimnasia de retórica. La Cámara de Diputados del Perú vive por eso tan contenta de tenerle en su seno. Y acabará por pensar en la conveniencia de crearle una diputación vitalicia. Antes pensará en crearle una provincia. La del actual barrio de La Victoria, por ejemplo, a pesar de que el señor Román querría tal vez entonces salirle al encuentro.
         La reincorporación del señor Balbuena a la cámara ha sido un suceso. Hubo aplausos. Hubo aclamaciones. Hubo cumplidos y cortesías. El señor Balbuena se vio rodeado por toda la cámara que ansiaba felicitarlo. Y desde la mesa presidencial el insigne maestro Manzanilla le hacía un saludo con la cabeza, y lo acompasaba con un proyecto del despacho hecho cartucho a guisa de batuta.
         Y todos los diputados le decían acerca del apartamiento del propietario:
         —¡No podía ser de otro modo! El señor don Gregorio Durand vino por una temporada de lujo.
         —Fue la suya una luna de miel.
         —Huánuco lo solicita.
         —Lima le fatiga.
         —Ama la paz del campo.
         —Es un alma virgiliana.
         Y el señor Balbuena, ante el recuerdo de su obligada ausencia del parlamento suspiraría y se diría:
         —¿Por qué no escogerá el señor Durand otro instante de la vida parlamentaria para esta incorporación transitoria, para esta luna de miel?
         Y hay diputados de la minoría que le dicen:
         —¿Cuándo lo vemos a usted de ministro?
         Y el señor Balbuena les contesta:
         —¡Quién sabe!
         Y luego añade:
         —Una cosa me hace temer el ministerio. Tener que abandonarlos a ustedes.
         Y los diputados le contestan:
         —Nosotros haríamos porque nos visitase usted con frecuencia. Tenemos el recurso de las interpelaciones…
         Y el señor Balbuena se ríe y exclama:
         —¡Y me darían siempre voto de confianza! ¿No es cierto?
         Pero los diputados interlocutores de su señoría, no contestan entonces.

La ciudad y los campos  

         Las candidaturas por Lima se multiplican. Ni más ni menos que los panes y los peces bíblicos. Ni más ni menos que los representantes liberales en el padrón del partido y en las nóminas de los diarios. Ya no son las únicas las candidaturas futuristas de los señores José de la Riva Agüero y don Luis Miró Quesada y la candidatura independiente del señor don Guillermo 2º Billinghurst. Ha aparecido una nueva candidatura que ostenta los sensacionales atributos de la popularidad rural. A las candidaturas metropolitanas se ha unido o se ha enfrentado, según se interprete, una candidatura de los campos.
         En la ciudad han comenzado a ser populares, o han comenzado a intentar serlo, las candidaturas del señor Billinghurst, del señor Riva Agüero y del señor Miró Quesada. Y los campos han resuelto negarles su apoyo. Los campos se han indignado de que la ciudad designe a sus representantes. Los campos han puesto el grito en el cielo. Y, en los campos, todo, los hacendados, y anacones, sementeras, árboles, aguas de regadío e ingenios, ha vibrado en un solo sentimiento de autonomía, orgullo e ideal.
         Y es lógico y noble el anhelo de los campos.
         Cañaverales y olivares, algodonales y huertas, tuvieron noticia de que la ciudad se aprestaba una vez más a imponer su capricho en las elecciones políticas. Y cañaverales y olivares, algodonales y huertas, se irguieron sobre surcos y sobre colinas para protestar del empeño de la ciudad y para amenazarla. Los campos todos tuvieron un gesto heroico que parecía un gesto del partido constitucional. Solo que los campos no van a requerir, como los constitucionales, la chafarranga y la panoplia, sino que van a requerir las azadas y las hoces de trabajo.
         Y esta candidatura que los campos han proclamado para hacer frente a las aspiraciones de la ciudad, es la candidatura del ilustre presidente de la Junta Departamental, don Arturo Pérez Palacio. Porque don Arturo Pérez Palacio, que es prominente y distinguida figura ciudadana, es también agricultor insigne, un enamorado de la vida pastoril, de la poesía bucólica, de la paz aldeana y del panorama eglógico. Y los campos le retornan, solícitos, su cariño. Y por eso quieren llevarlo al parlamento. Y este empeño de los campos de la provincia de Lima, se ha contagiado a todos los campos del departamento. Desde los campos prósperos de Cañete, Huaura, Chancay y Paramonga, vienen mensajes de adhesión a los campos de Ate, Lurigancho, Carabayllo y Pachacámac.
         Y todos los agricultores se aprestan para la lucha. La candidatura del señor Pérez Palacio ha aparecido rodeada de una gran aureola rural. Es una candidatura asistida de todas las probabilidades del triunfo. Cuando lleguen las elecciones vendrán todos los hombres sanos, honestos y esforzados de los campos, a vencer a los hombres de la ciudad en la lucha de las ánforas. Y si fuera preciso vendrán los campos mismos. Avanzarán las arboledas como ejército. Será un milagro prodigioso que reproducirá la visión fantástica de Macbeth.
         Y ya los grandes hombres del campo tienen adhesiones innumerables. Las cuentan, las recuentan y las propalan. Las gritan a voz en cuello para privar de miedo a los candidatos de la ciudad.
         Y ayer no más exclamaban jubilosos:
         —¡Y nuestra candidatura no es solo la candidatura de los campos! ¡Tenemos también la adhesión de los balnearios! ¡Va a quedarse sola la ciudad prosaica, monótona, gris…!


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 22 de agosto de 1916. ↩︎