2.14. Jolgorio - Eleven o´clock tea

  • José Carlos Mariátegui

Jolgorio1  

         Ayer la política estuvo de jolgorio y festejo. Se divirtió con los representantes y con los militares en el almuerzo al secretario de la cámara de diputados señor Carrillo y se divirtió con el doctor don Mariano H. Cornejo, con el doctor Balbuena y con el doctor La Jara en el almuerzo a Málaga Grenet. Todo fue brindis, alborozo y champán.
         El señor Carrillo, que tiene universales simpatías, estuvo rodeado ayer en un almuerzo por sus amigos del ejército y por sus amigos de la cámara de diputados. Fue un almuerzo de ambiente criollo. Se sirvió en un jardín. Hubo estudiantina nacional. Hubo marinera y hubo yaraví. Y hubo arroz con pato. El ejército y el parlamento vibraron juntos en un idéntico sentimiento de admiración al señor Carrillo, que es casi tan popular como el señor Peña Murrieta.
         El señor Carrillo había sido sucesivamente prosecretario en varias legislaturas. Se pensaba ya en acordarle la prosecretaría vitaliciamente. Hasta que, en la última renovación de la mesa de diputados, muchos se dijeron:
         —Pero, ¿por qué no le otorgamos un ascenso al señor Carrillo?
         Y otros agregaron:
         —Es cierto. Necesita un ascenso. Y otros finalmente:
         —Justo. Un ascenso. Lo reclaman las aficiones militares del señor Carrillo.
         Porque el señor Carrillo es un bien amado del ejército. Todo el ejército peruano, desde la clase de suboficial, se saluda con el señor Carrillo. Y el señor Carrillo es en general un buen amigo de todo lo que es milicia y de todo lo que con ella se relaciona. Es un buen amigo de los oficiales. Es un buen amigo de los indefinidos. Es un buen amigo de las pensionistas.
         Y ayer hubo muchos brindis en honor del señor Carrillo. Y hubo también discurso del señor Carrillo. Esta vez se decidió el señor Carrillo una vez por todas a que le entendieran claro. Felizmente para su señoría no hubo en el banquete periodistas ni taquígrafos, que parecen los únicos irremisiblemente empeñados en no entender a su señoría.
         Y mientras en el almuerzo al señor Carrillo, el parlamento y el ejército se regocijaban y brindaban, otro tanto hacía entre la gente intelectual y moza y retozona el señor Cornejo y el señor Balbuena. El señor Balbuena, sobre todo. El señor Balbuena es orador por temperamento. No admite que pase un mes sin que él diga un discurso. Y como ahora no está incorporado en su cámara, busca anhelantemente las ocasiones en que pueda encontrar asidero para decirlo.
         En el almuerzo a Málaga, habían hablado ya el señor Cornejo, el señor Cisneros, el señor Gálvez y el señor La Jara. Y el señor Balbuena pensaba con horror en la posibilidad de que los concurrentes, requeridos por las carreras de caballo o por otras cosas dominicales, se marchasen del restorán sin solicitarla palabra de su señoría. Pero los concurrentes fueron comprensivos. Y pidieron un discurso al señor Balbuena. Y el señor Balbuena lo dijo consternado. Y habló tristemente con una entonación que partía el alma:
         —Yo casi ya no sé hablar. La falta de función atrofia el órgano…
         Y siguió de esta suerte.

Eleven o”clock tea  

         Los del señor Pardo no son five o”clock tea como los de las damas elegantes y bonitas y de buen tono. Los del señor Pardo son eleven o”clock tea. Hay pues mucha diferencia. Y los eleven o”clock tea del señor Pardo se realizan todos los sábados. Son noches de sábado. Esto podría parecer simbólico para quienes entienden a don Jacinto Benavente, que no estamos seguros todavía si son muchos o muy pocos.
         La última noche del sábado del señor Pardo fue de recepción para los diputados. La anterior fue de recepción para los senadores. Y las dos han sido muy amables, distinguidas y aristocráticas. Té, galletas, bizcotelas y sonrisas del señor Pardo, que está totalmente cortesano. Es la suya una cortesanía que tiene razones de período legislativo. Pero es cortesanía indiscutible y, como del señor Pardo, finísima.
         Y estuvo en Palacio toda la mayoría. Toda absolutamente. Solo la minoría no quiso hacerles caso a las amables invitaciones del señor Pardo y se quedó en su casa. O se fue al teatro. O se fue al club. O se fue al cinema.
         Y el señor Pardo hizo un dueño de casa muy gentil y hasta campechano. Tan gentil y campechano que sus invitados le hacían chistes irreverentes y equívocos. Y entre muchas sonrisas pedían el azucarero. Y lo pedían con pertinencia y retintín aun a trueque de que el té del señor Pardo resultara empalagoso a fuerza de verter en él azúcar.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 14 de agosto de 1916. ↩︎