2.15. Vacaciones tristes

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Los grandes oradores del partido liberal se hallan ausentes del parlamento en esta hora. El señor Urquieta está en Arequipa. Y el señor Balbuena que está en Lima y el señor Pinzás que ha venido a Lima hace muy poco, no están en cambio en el parlamento. Sienten una nostalgia muy grande de sus pasados tiempos. Y viven tristes y taciturnos de sus recuerdos. El dolor los ha hermanado. Juntos han paseado por las calles y por los parques. Juntos han ido a la Alameda de los Descalzos y se han subido sobre las bancas de mármol para ensayar una frase oratoria. Juntos han hecho comentarios. Juntos se han acongojado. La suerte es con ellos tan injusta que ni siquiera les tiene de catedráticos y les permite ejercitar en la didáctica sus aptitudes y sus temperamentos de tribunos.
         El señor Balbuena, que es de los dos el más triste y el más afligido, alivia un poco su nostalgia frecuentando los banquetes. Sabe la admiración universal que despierta su calidad de orador y tiene la certidumbre de que le pedirán un brindis. Y hace por eso el obsequio gentil de su asistencia a todos los ágapes y a todas las fiestas.
         Del señor Balbuena y del señor Pinzás nos han contado una historia interesante y auténtica. Nosotros vamos a divulgarla. Ellos que son buenos amigos y buenos cristianos sabrán perdonárnoslo.
         Hace varios días el señor Balbuena y el señor Pinzás caminaban lentamente por el jirón de la Unión. Era de noche. El señor Balbuena y el señor Pinzás no tenían rumbo ni norte algunos. Marchaban sonámbulos y cabizbajos. De pronto el señor Balbuena habló de esta manera:
         —¿A dónde vamos Pinzás?
         Y el señor Pinzás respondió:
         —¿A dónde vamos, Balbuena?
         Y los dos se quedaron silenciosos e interrogativos.
         Luego el señor Balbuena dijo:
         —Sigamos andando, Pinzás…
         Y el señor Pinzás agregó:
         —Sigamos andando, Balbuena…
         Y los dos continuaron su marcha. Andando, andando, llegaron al Parque de la Exposición. Y se aproximaron a la fuente de Neptuno. El señor Balbuena que es un poco romántico había dicho: “Vamos a escuchar el surtidor de la fuente”. Pero la fuente de Neptuno es una fuente sin surtidor, sin poesía y sin romanticismo. Es una fuente muerta. Y el señor Pinzás y el señor Balbuena la dejaron presurosos. Y entraron en el Paseo Colón. Volvieron a detenerse para decidir si iban a ver el monumento a Bolognesi o si tomaban el tranvía para dar “una vueltecita”. Lamentaron que el Parque Zoológico estuviera cerrado y que no pudieran entrar a ver la laguna dormida y los cisnes despiertos. Y el señor Balbuena exclamó:
         —¡Oh, los cisnes! ¡Si usted hubiera visto a Felyne Verbist! ¿Por qué no vino usted a ver a Felyne, Pinzás?
         Y el señor Pinzás, por contestar, algo contestó:
         —Cosas que tiene la vida, Balbuena…
         Los dos siguieron indeterminados, irresolutos, indecisos. Pero pronto tuvieron un refugio. El Centro Universitario estaba abierto. El señor Pinzás y el señor Balbuena entraron al Centro Universitario sin ceremonia. Dentro, los estudiantes sesionaban. Y el señor Balbuena y el señor Pinzás se sentaron para asistir a la sesión de los estudiantes. Y la sesión les pareció idéntica a una sesión del parlamento. Había despacho, había pedidos. había orden del día. El señor Luis Ernesto Denegri desempeñaba con absoluta gravedad su papel de presidente y de rato en rato agitaba una campanilla. El señor Balbuena y el señor Pinzás tuvieron poco a poco la ilusión perfecta de que aquel era el parlamento. Y de repente, a mitad del discurso de un estudiante, el señor Balbuena hizo una interrupción. El señor Denegri, comprensivo, la consintió sonriente. Y el señor Pinzás hizo luego otra interrupción. Y el señor Denegri volvió a consentirla sonriente. Los universitarios miraban al señor Balbuena y al señor Pinzás con azoramiento. Y el señor Balbuena y el señor Pinzás, felices e iluminados, sentían que aquel era el parlamento y que ellos eran ahí, como en otros tiempos, dos diputados y dos grandes oradores.
         De pronto el señor Balbuena y el señor Pinzás exclamaron a un tiempo:
         —Pido la palabra.
         —Pido la palabra.
         Y entonces el señor Luis Ernesto Denegri, cruel y despiadado, los devolvió a la realidad. Agitó la campanilla y dijo gravemente:
         —Va a darse lectura a los artículos del reglamento relativos a la compostura que debe guardar la barra.
         Y el secretario, obediente, se puso de pie para hacerlo.
         El señor Balbuena y el señor Pinzás salieron consternados.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 15 de agosto de 1916. ↩︎