2.13. Proceso lánguido - Grandes capitanes
- José Carlos Mariátegui
Proceso lánguido1
La lucha parlamentaria de las interpelaciones al señor ministro de fomento ha tenido una nueva tregua. Es una lucha que se prolonga. Parece que los amigos del gobierno la estiraran como un alfeñique con profundo miedo de que terminara.
Y la lucha presente tiene, pues, un proceso lánguido, intermitente y casi frío. Se inició con una crisis violenta, pero pareció enseguida como si se hubiera cansado.
Anteayer no hubo quórum. Ayer hubo quórum, pero no hubo continuación del debate iniciado. Se charló en secreto sobre ciertas complicaciones del asunto de las concesiones de terrenos de montaña con el ramo de relaciones exteriores y se acordó que el señor ministro de fomento volviese otro día acompañado del señor ministro de relaciones exteriores.
El señor Sosa salió alborozado. Más alborozado que si le hubiesen dado un cámara para irse y regresar acompañado. Ya no volverá a la cámara solo. Volverá con él el señor Riva Agüero. Y serán dos en afrontar las acometividades del señor Vivanco y del señor Gamarra que es en buena cuenta otro representante de la montaña y, por lo tanto, heroico y denodado.
Y ayer el señor Macedo hizo violenta protesta contra la insinuación que los senadores han acordado dirigirle al ejecutivo, que no quiere otra cosa, para que disponga el ascenso del señor Zapata a la clase de coronel efectivo. El señor Macedo no quiso que le llevasen chico el señor Lanatta y el señor González y dijo cosas muy feas y despectivas del señor Zapata. Y al final tuvo una ocurrencia diabólica. Pidió que se oficiase al señor ministro a fin de que remitiese la foja de servicios militares del señor Zapata. Los diputados casi se mueren de risa ante el pedido.
Y el señor Macedo comentaba con sus vecinos de la cámara:
—¡Claro! Si el señor Zapata tiene derecho para que se le ascienda debe deducirse ese derecho de su foja de servicios…
Y luego agregaba entre sonrisas de lo más malignas y sospechosas:
—¡Pero es que no tiene servicios militares! ¡Ni foja! ¡El ministerio va a tener que mandarla en blanco!
Y se restregaba las manos jubilosas. Y, como los chicos, hacia “bien hecho” castañueleando los dedos de la mano derecha. El señor Macedo es un hombre terrible. Le ha declarado una guerra encarnizada a la música y, por eso, nosotros que somos amigos de cosas bellas, le guardamos resentimiento. Su señoría encuentra desabrido al piano, plañidero y llorón al violín, descorada a la mandolina, melindroso al violoncelo. Transige un poco con la vihuela. Admite a la flauta. Y cree que los instrumentos soberanos son el bombo y los platillos. Suenan más fuerte que ninguno indudablemente.
Pero su actitud contra el ascenso que ha soliviantado los ánimos más reposados, ha sido valiente y hábil.
Solo que el señor Moreno en los pasillos cuchicheaba:
—Ganas tengo de decir por qué el señor Macedo no quiere bien al señor Zapata…
Y la lucha presente tiene, pues, un proceso lánguido, intermitente y casi frío. Se inició con una crisis violenta, pero pareció enseguida como si se hubiera cansado.
Anteayer no hubo quórum. Ayer hubo quórum, pero no hubo continuación del debate iniciado. Se charló en secreto sobre ciertas complicaciones del asunto de las concesiones de terrenos de montaña con el ramo de relaciones exteriores y se acordó que el señor ministro de fomento volviese otro día acompañado del señor ministro de relaciones exteriores.
El señor Sosa salió alborozado. Más alborozado que si le hubiesen dado un cámara para irse y regresar acompañado. Ya no volverá a la cámara solo. Volverá con él el señor Riva Agüero. Y serán dos en afrontar las acometividades del señor Vivanco y del señor Gamarra que es en buena cuenta otro representante de la montaña y, por lo tanto, heroico y denodado.
Y ayer el señor Macedo hizo violenta protesta contra la insinuación que los senadores han acordado dirigirle al ejecutivo, que no quiere otra cosa, para que disponga el ascenso del señor Zapata a la clase de coronel efectivo. El señor Macedo no quiso que le llevasen chico el señor Lanatta y el señor González y dijo cosas muy feas y despectivas del señor Zapata. Y al final tuvo una ocurrencia diabólica. Pidió que se oficiase al señor ministro a fin de que remitiese la foja de servicios militares del señor Zapata. Los diputados casi se mueren de risa ante el pedido.
Y el señor Macedo comentaba con sus vecinos de la cámara:
—¡Claro! Si el señor Zapata tiene derecho para que se le ascienda debe deducirse ese derecho de su foja de servicios…
Y luego agregaba entre sonrisas de lo más malignas y sospechosas:
—¡Pero es que no tiene servicios militares! ¡Ni foja! ¡El ministerio va a tener que mandarla en blanco!
Y se restregaba las manos jubilosas. Y, como los chicos, hacia “bien hecho” castañueleando los dedos de la mano derecha. El señor Macedo es un hombre terrible. Le ha declarado una guerra encarnizada a la música y, por eso, nosotros que somos amigos de cosas bellas, le guardamos resentimiento. Su señoría encuentra desabrido al piano, plañidero y llorón al violín, descorada a la mandolina, melindroso al violoncelo. Transige un poco con la vihuela. Admite a la flauta. Y cree que los instrumentos soberanos son el bombo y los platillos. Suenan más fuerte que ninguno indudablemente.
Pero su actitud contra el ascenso que ha soliviantado los ánimos más reposados, ha sido valiente y hábil.
Solo que el señor Moreno en los pasillos cuchicheaba:
—Ganas tengo de decir por qué el señor Macedo no quiere bien al señor Zapata…
Grandes Capitanes
No es cierto que en el Perú se hayan extinguido para siempre los grandes capitanes. No es cierto que el general Cáceres y el general Canevaro sean los cierto que los guerreros mexicanos hayan desaparecido totalmente de la que fuera heroica tierra. No es cierto. En el Perú ha habido dos tipos de guerrero, disímiles en sus características, pero idénticos en su trascendencia. En el primer tipo están comprendidos el indio Cahuide y el coronel Alfonso Ugarte. En el segundo tipo están comprendidos el general Gamarra, el general Salaverry, el general Castilla y el coronel Fernando Sarmiento. El primero es el tipo de los grandes soldados. El segundo es el tipo de los grandes capitanes. Ha existido este último en todos los excelsos pueblos y en todas las excelsas edades. En la España de la historia, don Gonzalo de Córdoba y don Rodrigo Díaz de Vivar; en el Perú del presente, el coronel don Fernando Sarmiento.
Hasta hoy las gentes de esta república, irrespetuosas, ingratas y profanas, han vivido ignorantes de la alta calidad militar del coronel don Fernando Sarmiento. Hasta hoy no se habían enterado de su gloria y merecimientos. Hasta hoy no se habían acordado de hacerle gran mariscal o generalísimo. El señor Sarmiento es coronel solamente. Como dice el general Canevaro que probablemente no le teme a ninguna emulación militar:
—El coronel Sarmiento no es general todavía…
En cambio, el coronel Sarmiento, como todos los coroneles, ha tenido siempre la conciencia, la certidumbre de su grandeza y sobrenaturalidad. Nunca la ha puesto en duda. Sabe que está hecho de la masa de los grandes guerreros. Sabe que, si su espíritu no está vaciado precisamente en el molde de Napoleón I, es porque está vaciado en el de Alejandro el Grande o en el de Bolívar. Y cuando le echan en cara que su preparación militar no responde a todas las exigencias de las quinta esenciadas escuelas modernas, responde con énfasis que tampoco Napoleón, Alejandro y Bolívar hicieron mucho de teorías y estrategias. El genio es ante todo dueño de maravillosas intuiciones.
Y efectivamente, el coronel Sarmiento no tiene muchos antecedentes académicos. Pero fue en su mocedad, en el instante preciso de la génesis de su genio guerrero, ayudante de campo del doctor Durand, que ha sido también excelso capitán de montoneros.
Anteayer, en día de graves maniobras militares, el coronel Sarmiento tuvo una postura heroica. Reunió en Canto Grande a todos los jefes y oficiales que en ellas tomaban parte y en una definitiva abominación de la modestia les dijo.
—Yo soy un notable militar. No ha habido en el Perú mejores maniobras que unas que yo dirigí en Arequipa. El éxito de estas maniobras prestigiaría a la mejor preparación militar y al mejor talento estratégico. Y yo tengo hoy una aspiración muy noble. Quiero que, así como se dice cuando se me ve pasar por una acera: “ahí va el coronel Sarmiento que es un militar muy instruido e inteligente”, se diga otro tanto de todos los jefes y oficiales peruanos. Aún no son bien interpretados los maravillosos reglamentos de que yo he dotado al ejército peruano. Aún no se me ha entendido.
Y en un largo discurso el coronel Sarmiento hizo su propia exégesis. Muchos oyentes se asombraron y murmuraban que el coronel Sarmiento estaba completamente “colónida”. Las contagiosas audacias del grupo literario de arrogantes gestos que entre nosotros ha vivido, han trasformado sin duda al coronel Sarmiento.
Pero el coronel Sarmiento no supo mantener el total de su discurso. Y tuvo al final esta frase:
—Hemos llegado al colorario más importante de todos los colorarios…
Y entonces consintieron todos en que el coronel Sarmiento no estaba influido por Colónida, sino más bien por el general Canevaro…
Hasta hoy las gentes de esta república, irrespetuosas, ingratas y profanas, han vivido ignorantes de la alta calidad militar del coronel don Fernando Sarmiento. Hasta hoy no se habían enterado de su gloria y merecimientos. Hasta hoy no se habían acordado de hacerle gran mariscal o generalísimo. El señor Sarmiento es coronel solamente. Como dice el general Canevaro que probablemente no le teme a ninguna emulación militar:
—El coronel Sarmiento no es general todavía…
En cambio, el coronel Sarmiento, como todos los coroneles, ha tenido siempre la conciencia, la certidumbre de su grandeza y sobrenaturalidad. Nunca la ha puesto en duda. Sabe que está hecho de la masa de los grandes guerreros. Sabe que, si su espíritu no está vaciado precisamente en el molde de Napoleón I, es porque está vaciado en el de Alejandro el Grande o en el de Bolívar. Y cuando le echan en cara que su preparación militar no responde a todas las exigencias de las quinta esenciadas escuelas modernas, responde con énfasis que tampoco Napoleón, Alejandro y Bolívar hicieron mucho de teorías y estrategias. El genio es ante todo dueño de maravillosas intuiciones.
Y efectivamente, el coronel Sarmiento no tiene muchos antecedentes académicos. Pero fue en su mocedad, en el instante preciso de la génesis de su genio guerrero, ayudante de campo del doctor Durand, que ha sido también excelso capitán de montoneros.
Anteayer, en día de graves maniobras militares, el coronel Sarmiento tuvo una postura heroica. Reunió en Canto Grande a todos los jefes y oficiales que en ellas tomaban parte y en una definitiva abominación de la modestia les dijo.
—Yo soy un notable militar. No ha habido en el Perú mejores maniobras que unas que yo dirigí en Arequipa. El éxito de estas maniobras prestigiaría a la mejor preparación militar y al mejor talento estratégico. Y yo tengo hoy una aspiración muy noble. Quiero que, así como se dice cuando se me ve pasar por una acera: “ahí va el coronel Sarmiento que es un militar muy instruido e inteligente”, se diga otro tanto de todos los jefes y oficiales peruanos. Aún no son bien interpretados los maravillosos reglamentos de que yo he dotado al ejército peruano. Aún no se me ha entendido.
Y en un largo discurso el coronel Sarmiento hizo su propia exégesis. Muchos oyentes se asombraron y murmuraban que el coronel Sarmiento estaba completamente “colónida”. Las contagiosas audacias del grupo literario de arrogantes gestos que entre nosotros ha vivido, han trasformado sin duda al coronel Sarmiento.
Pero el coronel Sarmiento no supo mantener el total de su discurso. Y tuvo al final esta frase:
—Hemos llegado al colorario más importante de todos los colorarios…
Y entonces consintieron todos en que el coronel Sarmiento no estaba influido por Colónida, sino más bien por el general Canevaro…
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 13 de agosto de 1916. ↩︎