2.12. Medalla de Oro - Viernes de Moda - Después de la Travesura
- José Carlos Mariátegui
Medalla de Oro1
El señor Pardo acaba de ser condecorado con la medalla del Libertador. Venezuela es un país que demuestra participar de la admiración al señor Pardo. El señor Pardo comienza a ser un hombre continental. Y será también muy pronto un hombre hacia el cual convergirán las reverencias de todas las naciones. A través de los años, Bolívar le tributa su homenaje hecho condecoración y su condecoración hecha medalla de oro.
La aristocracia del señor Pardo reclama realmente condecoraciones, muchas condecoraciones, homenajes, muchos homenajes. Para el señor Pardo solicitaríamos nosotros títulos nobiliarios, blasones, títulos caballerescos. La injustificable calidad democrática de nuestro país y de su gobierno, lo impiden desgraciadamente. Y es así como el señor Pardo, que no puede ser condecorado con el toisón de oro por su majestad el rey Alfonso, es solo condecorado con una medalla del Libertador Bolívar por el excelentísimo presidente de Venezuela.
Y esta condecoración que se llama de primera clase está representada apenas por una medalla de oro. Una medalla de oro que a los profanos irrespetuosos podría parecerles un premio escolar de primera categoría. Una medalla de oro que podría ser codiciada por el contralmirante Gárezon o por el ilusionista y trovador Giusepini, pues de medallas hacen ambos esforzados acopios. Una medalla de oro que podría colocar el Sr. Pardo sobre su diploma de Dr. en jurisprudencia. Una medalla de oro que pesa muchas veces más que una libra esterlina. Una medalla de oro que dentro de cien años los hombres de estudio no sabrán si clasificar dentro de la heráldica o dentro de la numismática. Una medalla de oro que podría prendérsela el señor Pardo en la banda bicolor, en los días de solemnidad y de fiesta.
Dicen las gentes que en la intimidad del gabinete presidencial se ha realizado una escena interesante. El señor Pardo se puso la medalla en el pecho a guisa de prueba. Se irguió ante el señor Concha para preguntarle qué tal lucía. Y se irguió después ante un espejo para preguntarle lo mismo que al señor Concha…
La aristocracia del señor Pardo reclama realmente condecoraciones, muchas condecoraciones, homenajes, muchos homenajes. Para el señor Pardo solicitaríamos nosotros títulos nobiliarios, blasones, títulos caballerescos. La injustificable calidad democrática de nuestro país y de su gobierno, lo impiden desgraciadamente. Y es así como el señor Pardo, que no puede ser condecorado con el toisón de oro por su majestad el rey Alfonso, es solo condecorado con una medalla del Libertador Bolívar por el excelentísimo presidente de Venezuela.
Y esta condecoración que se llama de primera clase está representada apenas por una medalla de oro. Una medalla de oro que a los profanos irrespetuosos podría parecerles un premio escolar de primera categoría. Una medalla de oro que podría ser codiciada por el contralmirante Gárezon o por el ilusionista y trovador Giusepini, pues de medallas hacen ambos esforzados acopios. Una medalla de oro que podría colocar el Sr. Pardo sobre su diploma de Dr. en jurisprudencia. Una medalla de oro que pesa muchas veces más que una libra esterlina. Una medalla de oro que dentro de cien años los hombres de estudio no sabrán si clasificar dentro de la heráldica o dentro de la numismática. Una medalla de oro que podría prendérsela el señor Pardo en la banda bicolor, en los días de solemnidad y de fiesta.
Dicen las gentes que en la intimidad del gabinete presidencial se ha realizado una escena interesante. El señor Pardo se puso la medalla en el pecho a guisa de prueba. Se irguió ante el señor Concha para preguntarle qué tal lucía. Y se irguió después ante un espejo para preguntarle lo mismo que al señor Concha…
Viernes de moda
Ayer no hubo sesión en la cámara de diputados. El señor Manzanilla con el reglamento en la mano, pasó lista a las 4 y 30 de la tarde y, no encontrando quórum, premió con el asueto a todos los concurrentes. Hizo el elogio de los puntuales y dijo que de ellos sería el reino de los cielos. Y quiso ponerles notas de sobresalientes. Y después, en un pasillo, les dijo esta observación diluida entre mil sonrisas y carantoñas:
—El viernes pasado tampoco hubo quórum. ¿Por qué no habrá habido quórum el viernes pasado ni este?
Y como nadie le contestara a tiempo, el señor Manzanilla se apresuró a añadir.
—Estos son viernes de moda en el cinema. Y aquí también quieren serlo.
Y todos los diputados celebraron con algarabía el buen humor del señor Manzanilla y vinieron en cuenta de que era en realidad viernes de moda. Siguió paulatinamente la dispersión. Y mientras quedó en la cámara un diputado, hubo animado y pródigo comentario El señor Vivanco lamentó que no hubiese sesión y afirmó que las horas del señor ministro de fomento estaban contadas. El señor Gamarra (don Manuel Jesús) dijo lo mismo que el señor Vivanco. El señor Tudela y Varela sonrió de ambas afirmaciones. El señor Peña Murrieta hizo una metáfora profesional. El señor Carrillo secretario tomó té con galletas.
Las interpelaciones sobre la selva virgen del Madre de Dios, cuya legítima personería tiene el señor Vivanco, han sufrido, pues, una interrupción. El viernes de moda les ha impuesto una tregua. El viernes de moda ha obligado un entreacto. El viernes de moda influye trascendentalmente en la suerte de la actualidad nacional.
A falta de sesión en la cámara de diputados que, por razones de juventud, es la que más se aviene con nuestros gustos, fuimos en la tarde de ayer al Senado. Lo creímos hallar grave, solemne, anciano, venerado. Pero lo encontramos trocados en una cámara juvenil y bulliciosa. Hablaba el señor Lanatta. Y hablaba con ímpetu, con brío, con emotividad. Hablaba con terrible entonación contra el señor Zapata que quiere que se le ascienda a coronel efectivo de infantería. Y exclamaba:
—¡Qué lisura! ¿Por qué se va a hacer coronel efectivo al señor Zapata ¿Cuándo ha peleado en un combate? ¿Cuándo ha cogido una espada? Hacerlo coronel efectivo sería una tontería. ¡Me opongo!
Y como advirtiera en muchos semblantes intenciones benévolas para el señor Zapata, agregaba:
—¡Si se le quiere premiar sus años de servicios administrativos, asegúresele en buena hora en la mejor compañía aseguradora! ¡Yo contribuiré para la prima! ¡Yo, que soy el más pobre!
El señor Lanatta es un tribuno tremendo. Un orador formidable y denodado. Estamos por creer que todos los representantes del oriente tienen idénticos arrestos. Basta estar un año en la selva para venir a Lima hecho un héroe. Lo atestigua el señor Vivanco. Y lo atestigua también el señor Lanatta. No ha tenido consideración alguna para el señor Zapata, ni siquiera en atención a que sus apellidos son consonantes, conforme se lo advertía el senador poeta señor Marquina que para eso de cazar los consonantes al “ojo”, como él dice, es muy ducho y experto.
Y el señor Lanatta ha metido tanta algarabía en el Senado que el Senado nos ha parecido ayer nuevo. No estaba grave, no estaba solemne, no estaba anciano, no estaba venerable. Estaba alborotado y belicoso. Parece que comienza a imitar a la cámara de diputados. No volveremos a ir al Senado. Ni siquiera cuando se anuncie un discurso del señor Picasso o un discurso del señor Carlos Forero…
—El viernes pasado tampoco hubo quórum. ¿Por qué no habrá habido quórum el viernes pasado ni este?
Y como nadie le contestara a tiempo, el señor Manzanilla se apresuró a añadir.
—Estos son viernes de moda en el cinema. Y aquí también quieren serlo.
Y todos los diputados celebraron con algarabía el buen humor del señor Manzanilla y vinieron en cuenta de que era en realidad viernes de moda. Siguió paulatinamente la dispersión. Y mientras quedó en la cámara un diputado, hubo animado y pródigo comentario El señor Vivanco lamentó que no hubiese sesión y afirmó que las horas del señor ministro de fomento estaban contadas. El señor Gamarra (don Manuel Jesús) dijo lo mismo que el señor Vivanco. El señor Tudela y Varela sonrió de ambas afirmaciones. El señor Peña Murrieta hizo una metáfora profesional. El señor Carrillo secretario tomó té con galletas.
Las interpelaciones sobre la selva virgen del Madre de Dios, cuya legítima personería tiene el señor Vivanco, han sufrido, pues, una interrupción. El viernes de moda les ha impuesto una tregua. El viernes de moda ha obligado un entreacto. El viernes de moda influye trascendentalmente en la suerte de la actualidad nacional.
A falta de sesión en la cámara de diputados que, por razones de juventud, es la que más se aviene con nuestros gustos, fuimos en la tarde de ayer al Senado. Lo creímos hallar grave, solemne, anciano, venerado. Pero lo encontramos trocados en una cámara juvenil y bulliciosa. Hablaba el señor Lanatta. Y hablaba con ímpetu, con brío, con emotividad. Hablaba con terrible entonación contra el señor Zapata que quiere que se le ascienda a coronel efectivo de infantería. Y exclamaba:
—¡Qué lisura! ¿Por qué se va a hacer coronel efectivo al señor Zapata ¿Cuándo ha peleado en un combate? ¿Cuándo ha cogido una espada? Hacerlo coronel efectivo sería una tontería. ¡Me opongo!
Y como advirtiera en muchos semblantes intenciones benévolas para el señor Zapata, agregaba:
—¡Si se le quiere premiar sus años de servicios administrativos, asegúresele en buena hora en la mejor compañía aseguradora! ¡Yo contribuiré para la prima! ¡Yo, que soy el más pobre!
El señor Lanatta es un tribuno tremendo. Un orador formidable y denodado. Estamos por creer que todos los representantes del oriente tienen idénticos arrestos. Basta estar un año en la selva para venir a Lima hecho un héroe. Lo atestigua el señor Vivanco. Y lo atestigua también el señor Lanatta. No ha tenido consideración alguna para el señor Zapata, ni siquiera en atención a que sus apellidos son consonantes, conforme se lo advertía el senador poeta señor Marquina que para eso de cazar los consonantes al “ojo”, como él dice, es muy ducho y experto.
Y el señor Lanatta ha metido tanta algarabía en el Senado que el Senado nos ha parecido ayer nuevo. No estaba grave, no estaba solemne, no estaba anciano, no estaba venerable. Estaba alborotado y belicoso. Parece que comienza a imitar a la cámara de diputados. No volveremos a ir al Senado. Ni siquiera cuando se anuncie un discurso del señor Picasso o un discurso del señor Carlos Forero…
Después de la travesura
A los futuristas les ha pasado lo mismo que a los niños después de la travesura. Se han escondido. Se han puesto pálidos. Se han achicado. Han mirado a su declaración como a un espantajo y le han tenido miedo.
Ellos han dicho que en el Perú el país entero es de empleados públicos. Y como en su declaración han propuesto que se siga cercenando los sueldos de los empleados públicos, es el país entero el que les ha caído encima. El futurismo está en un terrible aprieto. Y se exculpan todos del feísimo pecado de proponer que se mate de hambre a los servidores del Estado. Y coinciden todos en echarle la culpa al señor Riva Agüero.
Al señor Uceda le dijeron:
—Confiéselo Ud. doctor. Ahí ha metido Ud. la mano.
Y el señor Uceda protestó:
—No es cierto. El manifiesto es obra única del señor Riva Agüero.
Y le replicaban:
—¡El ilustre doctor don José de la Riva Agüero!
Al señor Oscar Miró Quesada le dijeron:
—Ud. doctor ha puesto algo. ¿No es cierto?
Y el señor Oscar Miró Quesada protestó también:
—Toda es obra del señor Riva Agüero.
Al señor Francisco Graña le dijeron:
—Ud. doctor ha colaborado en el documento.
Y el doctor Graña protestó igualmente:
—Todo es obra del señor Riva Agüero. ¡Todo!
Y lo mismo han hecho los demás futuristas. Nadie ha querido cargar con las duras responsabilidades del manifiesto. Nadie ha querido compartir algunas de las que a esta hora recaen en el señor Riva Agüero. Y el mismo señor Riva Agüero se encuentra alarmado por la resonancia del documento. Y ha convocado a los futuristas dirigentes a una reunión secreta para el lunes. El lunes se conchabará con todos sus amigos. Va a buscar la forma de botar el yerro. Y, especialmente, la forma de que no vuelvan a aventurarlo a él solito al peso de las responsabilidades. Será el primer concilio después de la travesura. Va a haber caras compungidas y propósitos de enmienda…
Ellos han dicho que en el Perú el país entero es de empleados públicos. Y como en su declaración han propuesto que se siga cercenando los sueldos de los empleados públicos, es el país entero el que les ha caído encima. El futurismo está en un terrible aprieto. Y se exculpan todos del feísimo pecado de proponer que se mate de hambre a los servidores del Estado. Y coinciden todos en echarle la culpa al señor Riva Agüero.
Al señor Uceda le dijeron:
—Confiéselo Ud. doctor. Ahí ha metido Ud. la mano.
Y el señor Uceda protestó:
—No es cierto. El manifiesto es obra única del señor Riva Agüero.
Y le replicaban:
—¡El ilustre doctor don José de la Riva Agüero!
Al señor Oscar Miró Quesada le dijeron:
—Ud. doctor ha puesto algo. ¿No es cierto?
Y el señor Oscar Miró Quesada protestó también:
—Toda es obra del señor Riva Agüero.
Al señor Francisco Graña le dijeron:
—Ud. doctor ha colaborado en el documento.
Y el doctor Graña protestó igualmente:
—Todo es obra del señor Riva Agüero. ¡Todo!
Y lo mismo han hecho los demás futuristas. Nadie ha querido cargar con las duras responsabilidades del manifiesto. Nadie ha querido compartir algunas de las que a esta hora recaen en el señor Riva Agüero. Y el mismo señor Riva Agüero se encuentra alarmado por la resonancia del documento. Y ha convocado a los futuristas dirigentes a una reunión secreta para el lunes. El lunes se conchabará con todos sus amigos. Va a buscar la forma de botar el yerro. Y, especialmente, la forma de que no vuelvan a aventurarlo a él solito al peso de las responsabilidades. Será el primer concilio después de la travesura. Va a haber caras compungidas y propósitos de enmienda…
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 12 de agosto de 1916. ↩︎