1.8. Una dedicatoria - Convencionalmente - Gesto Heroíco
- José Carlos Mariátegui
Una dedicatoria1
Este es un relato. Un relato auténtico. Parece una invención de Luis Taboada. Pero no lo es. Es un relato auténtico. Y es un hecho auténtico también.
Habla un amigo, busquillo y bien informado como él solo. Habla así:
—Este es un diputado suplente que va a incorporarse recién a su Cámara.
Este es un diputado del interior. Este es un diputado provinciano. Existe costumbre de que los diputados provincianos, que van a formar en las mayorías, rindan al llegar a Lima homenaje de pleitesía al señor Pardo. Así se lo dijeron a este diputado de mi historia. Y el diputado buscó en sus maletas un regalito para ofrecérselo al señor Pardo, junto con su adhesión. Sacó de su equipaje un huaco. No le pareció bien. Sacó una momia. Le pareció mal. Sacó un trozo de cuarzo. Le pareció vulgar. Sacó una muestra de papa. Le pareció más vulgar. Sacó un santo de piedra de Huamanga. Lo volvió a guardar religiosamente. Sacó su levita. Olía a naftalina y a pimienta. El diputado se quedó meditabundo ante la maleta abierta y pensó con gravedad en el regalo. De pronto, sus manos revolvieron ávidas las ropas, las corbatas y los calcetines y extrajeron de bajo una camisa blanca con motitas azules, un gran pliego muy doblado y cuidado. Era un plano de un camino proyectado por su señoría. Un gran camino que había de trasformar su región, de engrandecerla, de impulsarla. El regalo estaba resuelto.
Y nuestro amigo tomó un respiro e hizo una pausa, como en los cuentos espeluznantes. Nosotros, curiosos de profesión, escuchábamos ávidos. Nuestro amigo siguió:
—El diputado escribió en el plano una gran dedicatoria así: “Al Excmo. Sr. Dr. José Pardo”. Se puso chaqué. Se hizo la barba. Se echó perfume Roger Gallet. Y se fue a Palacio. El señor Pardo lo recibió gentilmente. El diputado le puso el plano en las manos. El señor Pardo quedó encantado con el obsequio y dijo su agradecimiento. Y luego preguntó: —“¿Que podía hacer el Gobierno en este asunto?”. El diputado respondió con modestia: —“Imprimir el plano”. Al señor Pardo le pareció muy bien y prometió hacerlo. El diputado se despidió obsecuentemente. Y el Sr. Pardo mandó imprimir el plano en la sección respectiva del Estado Mayor. Y en esta sección se contestó: “Bueno. Lo imprimiremos nuevamente. Pero ya existe aquí impreso. Fue publicado hace tres años. Solo que entonces la dedicatoria decía: “Al Excmo. Sr. D. Guillermo Billinghurst”. El señor Pardo, festivo y bien humorado, se refociló más que si hubiera leído una historieta de su ilustre antepasado don Felipe, próximo a la exhumación.
Y nuestro amigo calló. Nosotros nos quedamos con la boca abierta. Nuestro amigo se río con un estrépito que nos dejó sordos.
Habla un amigo, busquillo y bien informado como él solo. Habla así:
—Este es un diputado suplente que va a incorporarse recién a su Cámara.
Este es un diputado del interior. Este es un diputado provinciano. Existe costumbre de que los diputados provincianos, que van a formar en las mayorías, rindan al llegar a Lima homenaje de pleitesía al señor Pardo. Así se lo dijeron a este diputado de mi historia. Y el diputado buscó en sus maletas un regalito para ofrecérselo al señor Pardo, junto con su adhesión. Sacó de su equipaje un huaco. No le pareció bien. Sacó una momia. Le pareció mal. Sacó un trozo de cuarzo. Le pareció vulgar. Sacó una muestra de papa. Le pareció más vulgar. Sacó un santo de piedra de Huamanga. Lo volvió a guardar religiosamente. Sacó su levita. Olía a naftalina y a pimienta. El diputado se quedó meditabundo ante la maleta abierta y pensó con gravedad en el regalo. De pronto, sus manos revolvieron ávidas las ropas, las corbatas y los calcetines y extrajeron de bajo una camisa blanca con motitas azules, un gran pliego muy doblado y cuidado. Era un plano de un camino proyectado por su señoría. Un gran camino que había de trasformar su región, de engrandecerla, de impulsarla. El regalo estaba resuelto.
Y nuestro amigo tomó un respiro e hizo una pausa, como en los cuentos espeluznantes. Nosotros, curiosos de profesión, escuchábamos ávidos. Nuestro amigo siguió:
—El diputado escribió en el plano una gran dedicatoria así: “Al Excmo. Sr. Dr. José Pardo”. Se puso chaqué. Se hizo la barba. Se echó perfume Roger Gallet. Y se fue a Palacio. El señor Pardo lo recibió gentilmente. El diputado le puso el plano en las manos. El señor Pardo quedó encantado con el obsequio y dijo su agradecimiento. Y luego preguntó: —“¿Que podía hacer el Gobierno en este asunto?”. El diputado respondió con modestia: —“Imprimir el plano”. Al señor Pardo le pareció muy bien y prometió hacerlo. El diputado se despidió obsecuentemente. Y el Sr. Pardo mandó imprimir el plano en la sección respectiva del Estado Mayor. Y en esta sección se contestó: “Bueno. Lo imprimiremos nuevamente. Pero ya existe aquí impreso. Fue publicado hace tres años. Solo que entonces la dedicatoria decía: “Al Excmo. Sr. D. Guillermo Billinghurst”. El señor Pardo, festivo y bien humorado, se refociló más que si hubiera leído una historieta de su ilustre antepasado don Felipe, próximo a la exhumación.
Y nuestro amigo calló. Nosotros nos quedamos con la boca abierta. Nuestro amigo se río con un estrépito que nos dejó sordos.
Convencionalmente
Malo es usar una vez entre nosotros una costumbre, un sistema, un método ajeno. Se aclimata aquí enseguida. Este es un país excelente para la aclimatación de todo lo exótico. Hubo una vez jornada cívica. Y la jornada cívica se hizo en el acto endémica. Jornada cívica para esto. Jornada cívica para aquello. Jornada cívica entre los universitarios. Jornada cívica en un cinema. Jornada cívica en todas partes. Ensayáronse otra vez las ubicaciones parlamentarias. Las ubicaciones son ya también endémicas. Hízose un día gobierno nacional. Y se ha hecho endémico también. Cada cuatro años habrá un gobierno nacional nuevo. Y ahora son las convenciones electorales las que definitivamente compran carta de ciudadanía en el Perú. Ya tenemos cercana otra convención. Como si hiciera mucho tiempo de la reunión de aquella que nos dejó al señor Pardo, con los nuevos atributos de gobierno nacional.
Los constitucionales patrocinaron la convención pasada. Los constitucionales patrocinan la por venir. El general Cáceres inició aquella. El general Cáceres inicia la de ahora. Todo es igual. Idéntico. Y hasta es el señor Osores el incógnito autor de la comedia. Y hasta son las bizarrías históricas y la heroica figura del general Cáceres las que amparan, cobijan y hacen otra vez insospechables las gestiones para esta convención.
El general Cáceres ha visitado al señor Barrios, vicepresidente de los civilistas, al señor Durand, presidente de los liberales, al señor Riva Agüero, presidente de los futuristas. Y al señor Malpartida, presidente de los progresistas. A todos les ha llevado una abnegada frase sobre el bien comunal, sobre los anhelos de la ciudad, sobre la conveniencia de que los partidos se unan y se conchaben, para que, de una convención nueva, de una convención chica, salga la lista de candidatos municipales. Han sido ligeras entrevistas, meros pour parler. Tras ellos vendrá una circular oficial del partido de La Breña, definitivamente resuelto a hacer el bien de la patria. Los constitucionales son todos héroes.
Ante la invitación del General Cáceres, todos los jefes de partido han tenido actitudes galantes, sonrisas, venias, cumplidos. El señor Barrios ha dicho que sí con la cabeza. El señor Durand ha sonreído para disfrazar el disgusto que le causaba advertir entre bastidores al vicepresidente de los constitucionales y candidato a la alcaldía. Los únicos que se han alborotado son los futuristas. Las novedades los sacan de quicio como a los chiquillos. Se han juntado en seguida en casa del señor Riva Agüero para acordar su actitud. Y han redactado una enorme y sustanciosa carta de respuesta a la invitación oficial de los constitucionales. Todo el programa comunal del partido; todos sus magnos principios comunales irán en la nota. El señor Riva Agüero pone en ella la autoridad, el señor La Jara la literatura, el señor Belaunde los dogmas, el señor Gálvez una frase rimada. Colaboración absoluta. Si el señor Uceda estuviese en Lima, pondría la fecha…
Los constitucionales patrocinaron la convención pasada. Los constitucionales patrocinan la por venir. El general Cáceres inició aquella. El general Cáceres inicia la de ahora. Todo es igual. Idéntico. Y hasta es el señor Osores el incógnito autor de la comedia. Y hasta son las bizarrías históricas y la heroica figura del general Cáceres las que amparan, cobijan y hacen otra vez insospechables las gestiones para esta convención.
El general Cáceres ha visitado al señor Barrios, vicepresidente de los civilistas, al señor Durand, presidente de los liberales, al señor Riva Agüero, presidente de los futuristas. Y al señor Malpartida, presidente de los progresistas. A todos les ha llevado una abnegada frase sobre el bien comunal, sobre los anhelos de la ciudad, sobre la conveniencia de que los partidos se unan y se conchaben, para que, de una convención nueva, de una convención chica, salga la lista de candidatos municipales. Han sido ligeras entrevistas, meros pour parler. Tras ellos vendrá una circular oficial del partido de La Breña, definitivamente resuelto a hacer el bien de la patria. Los constitucionales son todos héroes.
Ante la invitación del General Cáceres, todos los jefes de partido han tenido actitudes galantes, sonrisas, venias, cumplidos. El señor Barrios ha dicho que sí con la cabeza. El señor Durand ha sonreído para disfrazar el disgusto que le causaba advertir entre bastidores al vicepresidente de los constitucionales y candidato a la alcaldía. Los únicos que se han alborotado son los futuristas. Las novedades los sacan de quicio como a los chiquillos. Se han juntado en seguida en casa del señor Riva Agüero para acordar su actitud. Y han redactado una enorme y sustanciosa carta de respuesta a la invitación oficial de los constitucionales. Todo el programa comunal del partido; todos sus magnos principios comunales irán en la nota. El señor Riva Agüero pone en ella la autoridad, el señor La Jara la literatura, el señor Belaunde los dogmas, el señor Gálvez una frase rimada. Colaboración absoluta. Si el señor Uceda estuviese en Lima, pondría la fecha…
Gesto heroico
Las gentes están alarmadas, asombradas, absortas. Y no es para menos. De la noche a la mañana, los constitucionales han adquirido una postura heroica, epopéyica, marcial. El espectáculo de la guerra europea los solivianta, los exalta y desentumece las belicosidades de sus almas guerreras. En la atmósfera les ha llegado humareda de pólvora. Y han tocado enseguida zafarrancho.
Hace poco tiempo los diarios dijeron: “Se organizan los constitucionales”. Y las gentes preguntaron: —¿Pero hay todavía constitucionales? Porque el partido constitucional desde hacía largos años no daba señales de vida. Soñaba, dormía; existía, pero en estado cataléptico. Era como un faquir en pleno nirvana. El partido civil hablaba siempre a su nombre. Cuando los partidos decían sus pareceres en los debates de la política y le tocaba su turno al partido constitucional, el partido civil intervenía: “Este dice que sí”; y en otros casos: “Este dice que no”.
Hoy el partido constitucional está rejuvenecido, guapo, animado. Parece que por él no hubieran pasado los años. Se cuadra con el señor Pardo, con el señor Menéndez, con todo el mundo. Y hace sonar el sable y se pone su tricornio con pluma colorada.
El general Cáceres es el más transformado. Su actitud causa asombro. Celebra conferencias, escribe circulares, guapea a sus amigos, execra la metafísica del señor Hildebrando Fuentes, se pasea en coche, escribe en máquina Underwood y se prueba las caballerescas armaduras de su mocedad. Ha sacado al salón de su casa sus panoplias. Lo único que le falta es montar a caballo. El señor Pardo no se atreve a disgustarle siquiera, porque teme que a lo mejor el General Cáceres le grite: “¡Silencio! Ud. no es ni soldado raso”. El señor Durand tiene idénticos temores. El doctor Barrios no se atreve a preguntarle por los males. El señor Riva Agüero le hace fiestas y reverencias y genuflexiones.
El más maravillado de la transformación es el General Canevaro. No sabe explicársela. Admite que con él no se atreven los achaques, pero no admite que no se atrevan con los demás. El afirmaba que ya el general Cáceres debía pasar al retiro. Hoy no sabe qué decir. Se quita los anteojos y limpia sus cristales en una manga de su americana, para mirar nuevamente y convencerse de que no se engaña.
El Sr. Pardo, confundido, le echa la culpa de todo al señor Osores. Mira inminentes las bizarrías y acometividades del señor Vivanco. Y se asusta. Los civilistas se conmueven y se consternan. Hay ruido de tambores y de chafarrangas. Y ya no exclaman como antes los amigos del gobierno:
—¡A los constitucionales no les regateamos puestos en la Cámara! Les damos una vicepresidencia y una secretaría, pero han de ser para el señor Peña Murrieta y el señor Carrillo que son más civilistas que constitucionales. ¡Nada más!
Hace poco tiempo los diarios dijeron: “Se organizan los constitucionales”. Y las gentes preguntaron: —¿Pero hay todavía constitucionales? Porque el partido constitucional desde hacía largos años no daba señales de vida. Soñaba, dormía; existía, pero en estado cataléptico. Era como un faquir en pleno nirvana. El partido civil hablaba siempre a su nombre. Cuando los partidos decían sus pareceres en los debates de la política y le tocaba su turno al partido constitucional, el partido civil intervenía: “Este dice que sí”; y en otros casos: “Este dice que no”.
Hoy el partido constitucional está rejuvenecido, guapo, animado. Parece que por él no hubieran pasado los años. Se cuadra con el señor Pardo, con el señor Menéndez, con todo el mundo. Y hace sonar el sable y se pone su tricornio con pluma colorada.
El general Cáceres es el más transformado. Su actitud causa asombro. Celebra conferencias, escribe circulares, guapea a sus amigos, execra la metafísica del señor Hildebrando Fuentes, se pasea en coche, escribe en máquina Underwood y se prueba las caballerescas armaduras de su mocedad. Ha sacado al salón de su casa sus panoplias. Lo único que le falta es montar a caballo. El señor Pardo no se atreve a disgustarle siquiera, porque teme que a lo mejor el General Cáceres le grite: “¡Silencio! Ud. no es ni soldado raso”. El señor Durand tiene idénticos temores. El doctor Barrios no se atreve a preguntarle por los males. El señor Riva Agüero le hace fiestas y reverencias y genuflexiones.
El más maravillado de la transformación es el General Canevaro. No sabe explicársela. Admite que con él no se atreven los achaques, pero no admite que no se atrevan con los demás. El afirmaba que ya el general Cáceres debía pasar al retiro. Hoy no sabe qué decir. Se quita los anteojos y limpia sus cristales en una manga de su americana, para mirar nuevamente y convencerse de que no se engaña.
El Sr. Pardo, confundido, le echa la culpa de todo al señor Osores. Mira inminentes las bizarrías y acometividades del señor Vivanco. Y se asusta. Los civilistas se conmueven y se consternan. Hay ruido de tambores y de chafarrangas. Y ya no exclaman como antes los amigos del gobierno:
—¡A los constitucionales no les regateamos puestos en la Cámara! Les damos una vicepresidencia y una secretaría, pero han de ser para el señor Peña Murrieta y el señor Carrillo que son más civilistas que constitucionales. ¡Nada más!
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 23 de julio de 1916. ↩︎