5.8. Carta a un poeta: A don Alberto Hidalgo
- José Carlos Mariátegui
A don Alberto Hidalgo:1
Aplaudo la arrogancia insolente y audaz con que ha aventado usted a las gentes su libro de versos y se ha proclamado genio. Ha tenido usted la gallardía de exponerse a que las gentes soliviantadas le arrojasen el libro a la cabeza y le malhiriesen, tal la rabia del rechazo. Y contuso usted por la cólera de las gentes, los pocos poetas y artistas generosos y comprensivos que aquí somos, solo habríamos podido correr para socorrerle y llevarle solícitamente a la asistencia pública.
Todavía no está acostumbrado este país a que los hombres talentosos se despojen de la modestia que tan embarazosa y mendaz es y arrostren los riesgos de llamarse grandes con mucha o con poca certidumbre de serlo. Y es que en nuestro país no han progresado aún bastante los métodos de “reclamo” y aún no se ha puesto de uso que los escritores se anuncien como los industriales. Se justifica que un manufacturero se llame el mejor manufacturero, pero no se justifica que un prosador se llame el mejor prosador. Falta de equidad sensible y evidente, amigo Alberto Hidalgo.
Si usted no poseyera el señorío de un vigoroso talento y de un vibrante temperamento artístico, no sería yo quien le saludara con mi alabanza a su arribo a esta metrópoli, porque hay fundamentales ideas y afectos que están entre nosotros separándonos.
Usted es germanófilo y le canta al señor don Guillermo de Alemania, a quien Dios guarde, pero niegue el triunfo. Yo soy francófilo y uno mi voz a los que cantan la loa a los héroes de Verdún.
Usted no niega a Dios, pero no le ama y tiene usted ante él un gesto rebelde de ángel caído. Yo creo en Dios sobre todas las cosas y todo lo hago, devota y unciosamente, en su nombre bendito. Cual el emperador Constantino, yo acometo mis empresas por la señal de la Santa Cruz. Soy cristiano, humilde y débil y no puedo sentirme Luzbel. Y pienso que Dios me asiste y consuela cuando lo invoco.
Creo en la sinceridad de su canto al Káiser. Y no le haré por él impugnación. Si mi sentimiento es esclavo de Francia, mi pensamiento respeta y admira a Alemania. Me ha asombrado la fuerza y la grandeza de este país, rubio y bárbaro, pero no he llegado a enamorarme de él, porque el nombre de Francia está en mi corazón y en mis labios, bien querido, magnífico y supremo.
Mas no creo en la sinceridad de su apóstrofe a Dios y le exhorto para que de él haga arrepentimiento y contrición que le devuelvan al dulce aprisco católico en el cual me siento tan a gusto y regalo.
La arenga lírica y los poemas acoplados a ella en su libro primerizo, me habrían bastado indudablemente para hacer buen conocimiento de su espíritu artístico, pues soy zahorí, perspicaz y avizor en estos análisis. Sin embargo, los versos que usted me ha leído o declamado luego, han perfeccionado tal conocimiento y me han ofrecido amplia y generosa visión de su aliento lírico.
En el nombre de este conocimiento y de este estudio, yo le digo, señor Alberto Hidalgo, que no han salido de la época de las andanzas aventureras y de las caballerías andantes, como si aún las gentes de esta edad supiéramos sentirnos Don Quijote y supiéramos sentir empeño alguno de facer pías abnegaciones y desfacer dolorosos yerros y feos entuertos. Y los hay de tales o cuales siglos herrumbrosos y olvidados, que se pasan la vida lamentándose de que este en que vivimos no les permite vestir cota y cimera o chambergo y casacón.
Los poetas de ahora no tenemos por qué sentirnos rezagados, no tenemos por qué darle a nuestro acervo emocional el alimento de los romanticismos caducos y de las evocaciones plañideras, no tenemos por qué exhibirnos como unos renegados de nuestra edad y no tenemos por qué quejarnos de que Dios, gobernador absoluto del mundo, no nos haya consentido nacer en tiempos que yo no sé por qué fueron mejores.
Amemos nuestro siglo, Alberto Hidalgo. Es muy hermoso a pesar de sus crueldades, a pesar de sus injusticias, a pesar de sus mercantilismos. Y es especialmente muy amoroso con nosotros. No seamos ingratos. Si él nos da la estancia confortable y suntuosa, si él nos da el automóvil raudo y plácido, si él nos da el espectáculo elegante y exquisito, si él nos da el teléfono acucioso y oportuno, si él nos da la luz eléctrica maravillosa y pluscuamperfecta, si él nos da el aeroplano ligero e impávido, si él nos da la vianda máxima, el tóxico inverosímil y la fuerte emoción, ¿por qué, Alberto Hidalgo, vamos nosotros a responderle con la diatriba procaz y el insulto menguado?
El atraso no es poesía, ni prosaísmo el progreso. Dicen esto los trovadores pueriles de la guitarra y la serenata. Pero no debemos creérselo porque tales trovadores son sandios y tontos de remate. El cielo los aguarda, mas no por cristianos sino por cándidos e inocentes.
Amemos nuestro siglo, Alberto Hidalgo. Yo lo encuentro bueno, grande y magnífico. Me siento feliz porque he nacido en él. Me gustan las carreras de caballos, que son muy aristocráticas y muy gentiles. Me place el paseo en automóvil. Me alegra la luz eléctrica. Me maravilla el transatlántico. Me agrada el aeroplano. Me interesa el cinematógrafo. ¿Por qué pues, voy a echarlas de medioeval y a decir que los hombres de hoy son muy malos, muy egoístas y muy especuladores?
Gracias al progreso —¡bendito y alabado sea!— yo he gozado de la emoción milagrosa del vuelo. El aeroplano me ha hecho viajar raudamente sobre el mar, sobre la ciudad, sobre el campo, sobre la vía y sobre el cementerio. La hélice ha sido mi ventilador. Mis pulmones han respirado el aire que respiran los ruiseñores y las águilas, y que es muy puro porque está muy lejos de la tierra.
Yo quiero a este siglo y lo venero. Si lo reprocho, mi reproche es cariñoso y mimoso. Si lo motejo, mi mote es suave y benigno. Si lo satirizo, mi sátira es risueña y amable. Me siento enamorado suyo. Y mis querellas con él serán querellas de amantes, que no de enemigos.
Usted, Alberto Hidalgo, también quiere a este siglo. Y porque lo quiere, lo canta y explora los senderos de la nueva poesía, transeúnte de los cuales es mi automóvil, pues no tengo Pegaso ni Rocinante, ni lo quiero para mi aventura.
Y porque es usted un poeta de este siglo, un poeta moderno, un poeta sincero, yo le estrecho la mano como un amigo y no pienso en que hace falta el espaldarazo.
Buenos días, poeta.
Aplaudo la arrogancia insolente y audaz con que ha aventado usted a las gentes su libro de versos y se ha proclamado genio. Ha tenido usted la gallardía de exponerse a que las gentes soliviantadas le arrojasen el libro a la cabeza y le malhiriesen, tal la rabia del rechazo. Y contuso usted por la cólera de las gentes, los pocos poetas y artistas generosos y comprensivos que aquí somos, solo habríamos podido correr para socorrerle y llevarle solícitamente a la asistencia pública.
Todavía no está acostumbrado este país a que los hombres talentosos se despojen de la modestia que tan embarazosa y mendaz es y arrostren los riesgos de llamarse grandes con mucha o con poca certidumbre de serlo. Y es que en nuestro país no han progresado aún bastante los métodos de “reclamo” y aún no se ha puesto de uso que los escritores se anuncien como los industriales. Se justifica que un manufacturero se llame el mejor manufacturero, pero no se justifica que un prosador se llame el mejor prosador. Falta de equidad sensible y evidente, amigo Alberto Hidalgo.
Si usted no poseyera el señorío de un vigoroso talento y de un vibrante temperamento artístico, no sería yo quien le saludara con mi alabanza a su arribo a esta metrópoli, porque hay fundamentales ideas y afectos que están entre nosotros separándonos.
Usted es germanófilo y le canta al señor don Guillermo de Alemania, a quien Dios guarde, pero niegue el triunfo. Yo soy francófilo y uno mi voz a los que cantan la loa a los héroes de Verdún.
Usted no niega a Dios, pero no le ama y tiene usted ante él un gesto rebelde de ángel caído. Yo creo en Dios sobre todas las cosas y todo lo hago, devota y unciosamente, en su nombre bendito. Cual el emperador Constantino, yo acometo mis empresas por la señal de la Santa Cruz. Soy cristiano, humilde y débil y no puedo sentirme Luzbel. Y pienso que Dios me asiste y consuela cuando lo invoco.
Creo en la sinceridad de su canto al Káiser. Y no le haré por él impugnación. Si mi sentimiento es esclavo de Francia, mi pensamiento respeta y admira a Alemania. Me ha asombrado la fuerza y la grandeza de este país, rubio y bárbaro, pero no he llegado a enamorarme de él, porque el nombre de Francia está en mi corazón y en mis labios, bien querido, magnífico y supremo.
Mas no creo en la sinceridad de su apóstrofe a Dios y le exhorto para que de él haga arrepentimiento y contrición que le devuelvan al dulce aprisco católico en el cual me siento tan a gusto y regalo.
La arenga lírica y los poemas acoplados a ella en su libro primerizo, me habrían bastado indudablemente para hacer buen conocimiento de su espíritu artístico, pues soy zahorí, perspicaz y avizor en estos análisis. Sin embargo, los versos que usted me ha leído o declamado luego, han perfeccionado tal conocimiento y me han ofrecido amplia y generosa visión de su aliento lírico.
En el nombre de este conocimiento y de este estudio, yo le digo, señor Alberto Hidalgo, que no han salido de la época de las andanzas aventureras y de las caballerías andantes, como si aún las gentes de esta edad supiéramos sentirnos Don Quijote y supiéramos sentir empeño alguno de facer pías abnegaciones y desfacer dolorosos yerros y feos entuertos. Y los hay de tales o cuales siglos herrumbrosos y olvidados, que se pasan la vida lamentándose de que este en que vivimos no les permite vestir cota y cimera o chambergo y casacón.
Los poetas de ahora no tenemos por qué sentirnos rezagados, no tenemos por qué darle a nuestro acervo emocional el alimento de los romanticismos caducos y de las evocaciones plañideras, no tenemos por qué exhibirnos como unos renegados de nuestra edad y no tenemos por qué quejarnos de que Dios, gobernador absoluto del mundo, no nos haya consentido nacer en tiempos que yo no sé por qué fueron mejores.
Amemos nuestro siglo, Alberto Hidalgo. Es muy hermoso a pesar de sus crueldades, a pesar de sus injusticias, a pesar de sus mercantilismos. Y es especialmente muy amoroso con nosotros. No seamos ingratos. Si él nos da la estancia confortable y suntuosa, si él nos da el automóvil raudo y plácido, si él nos da el espectáculo elegante y exquisito, si él nos da el teléfono acucioso y oportuno, si él nos da la luz eléctrica maravillosa y pluscuamperfecta, si él nos da el aeroplano ligero e impávido, si él nos da la vianda máxima, el tóxico inverosímil y la fuerte emoción, ¿por qué, Alberto Hidalgo, vamos nosotros a responderle con la diatriba procaz y el insulto menguado?
El atraso no es poesía, ni prosaísmo el progreso. Dicen esto los trovadores pueriles de la guitarra y la serenata. Pero no debemos creérselo porque tales trovadores son sandios y tontos de remate. El cielo los aguarda, mas no por cristianos sino por cándidos e inocentes.
Amemos nuestro siglo, Alberto Hidalgo. Yo lo encuentro bueno, grande y magnífico. Me siento feliz porque he nacido en él. Me gustan las carreras de caballos, que son muy aristocráticas y muy gentiles. Me place el paseo en automóvil. Me alegra la luz eléctrica. Me maravilla el transatlántico. Me agrada el aeroplano. Me interesa el cinematógrafo. ¿Por qué pues, voy a echarlas de medioeval y a decir que los hombres de hoy son muy malos, muy egoístas y muy especuladores?
Gracias al progreso —¡bendito y alabado sea!— yo he gozado de la emoción milagrosa del vuelo. El aeroplano me ha hecho viajar raudamente sobre el mar, sobre la ciudad, sobre el campo, sobre la vía y sobre el cementerio. La hélice ha sido mi ventilador. Mis pulmones han respirado el aire que respiran los ruiseñores y las águilas, y que es muy puro porque está muy lejos de la tierra.
Yo quiero a este siglo y lo venero. Si lo reprocho, mi reproche es cariñoso y mimoso. Si lo motejo, mi mote es suave y benigno. Si lo satirizo, mi sátira es risueña y amable. Me siento enamorado suyo. Y mis querellas con él serán querellas de amantes, que no de enemigos.
Usted, Alberto Hidalgo, también quiere a este siglo. Y porque lo quiere, lo canta y explora los senderos de la nueva poesía, transeúnte de los cuales es mi automóvil, pues no tengo Pegaso ni Rocinante, ni lo quiero para mi aventura.
Y porque es usted un poeta de este siglo, un poeta moderno, un poeta sincero, yo le estrecho la mano como un amigo y no pienso en que hace falta el espaldarazo.
Buenos días, poeta.
JUAN CRONIQUEUR
Referencias
-
Publicado en La Prensa, Lima, 1º de enero 1917. En Páginas Literarias seleccionadas por Edmundo Cornejo Ubillús, Lima, 1955, pp. 135-140; y 3ra ed., Lima, 1985, pp. 183-187. En Buelna: Nº 4-5, pp. 34-35. México, 1 de marzo de 1980. Y en Invitación a la vida heroica, antología seleccionada por Alberto Flores Galindo y Ricardo Portocarrero, Lima, 1989, pp. 71-74. ↩︎
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