5.7. El automóvil fugó de la ciudad

  • José Carlos Mariátegui

¿Los árboles, el polvo y otras cosas del campo1  

La ciudad es como un aprisco: de ella
huyó mi alma cual huye un cordero del
aprisco. Y tuvo el temor obsesionante
de perderse para siempre en el camino.

 
A Ramón Apíllaga Anderson:

         El automóvil fuga de la ciudad. Por el cristal trasero de la capota, que parece un vidrio de gafa, yo miro el suburbio que se pierde. No es el suburbio antiguo y miserable. Es el suburbio joven y remozante. No es el suburbio donde la ciudad se envejece, sino el suburbio donde la ciudad se renueva. Calicanto, ladrillo, yeso, mármol, cristalería, flores.
         Yo siento una gran satisfacción al saber que el automóvil corre de la ciudad. Y si he mirado por el cristal trasero de la capota, no ha sido para contemplar de lejos el suburbio, sino para constatar la eficacia de la fuga del automóvil.
         La carretera es amplia. Es amplia, es leal, es noble y es austera. Se extiende directa hasta el mar. Y concluye en un precipicio. Hay a cada lado de ella una doble fila de árboles. Y a sus flancos se ven burocráticas casas de campo y rústicas chozas.
         Viene otro automóvil. Este automóvil regresa a la ciudad y lleva mucha más prisa que el mío. ¿Por qué lleva más prisa este automóvil que regresa a la ciudad? Me parece absurdo. Es muy justo que corra apresurado el automóvil que se escapa de la ciudad, pero no es justo que corra apresurado el automóvil que regresa a ella. Sin embargo, es así. Yo acabo de constatarlo. Y pienso que este automóvil raudo que torna a la ciudad, es como un corderito incauto y tímido, inconsciente y lentamente alejado del rebaño que vuelve a él asustado y medroso.
         Una gran nube de polvo ha dejado a su paso ese automóvil. Lo miro perderse entre un torbellino denso y febril. Y pienso en este raro afán de la tierra de cubrirnos de polvo, de ensuciarnos, de cegarnos, de sepultarnos casi. Lo mismo es en la ciudad que en el campo. La tierra siente a cada instante la necesidad de levantarse y de hostilizarnos. En la calle pavimentada y pulcra donde la escoba y el riego la persiguen, encuentra siempre oportunidad de sublevarse, de amenazarnos, de agredirnos. Le place poner sobre la piel enjugada y perfumada, sobre la pechera luciente, sobre la ropa engreída, la pátina dolorosa de sus granos menudos y obsesionantes. Y en las carreteras, rústicas y campesinas, el paso del hombre la solivianta. Se yergue en pertinaces torbellinos y ansía asfixiarlo. Es un sórdido, maligno y porfiado empeño de hacerle sentir su miseria.
         Yo he observado mucho este afán de la tierra contra los hombres. He sentido que la tierra tiene la voluptuosidad de maltratarlos y mancharlos. Un día, envuelto en uno de estos torbellinos, he tenido el mismo miedo que tendría si quisieran estrangularme.
         Y he comprobado que solo en el campo fecundo, donde la vegetación es pródiga y tupida, la tierra es calmada y buena. Y he comprobado que el césped, los árboles, las flores, tienen la virtud divina de tranquilizarla y de defendernos de ella. El césped que es tan pequeñito, tan rastrero, tan débil, tan miserable, sabe aquietarla y dormirla como se aquieta y se duerme a un niño. ¡Oh, el afán eterno de la tierra de amortajarnos cuando aún estamos vivos!


         En el confín del camino se ve el mar. Lo vela y lo mistifica la niebla. ¿Por qué la niebla lo vela y lo mistifica todo en esta tierra? Cuando yo quiero mirar el cielo lo impide la niebla. Cuando yo quiero contemplar en toda su inmensidad y en toda su exactitud el mar, lo impide la niebla. Cuando yo quiero ver el panorama, lo impide la niebla. Cuando yo quiero saber cómo es la cúspide de un cerro, lo impide la niebla. La niebla está siempre robándonos el horizonte. La niebla es en Lima lo mismo que el polvo. La niebla lo amortaja todo, lo oculta todo, lo disfraza todo. Lima está enferma de gris y de niebla. Y por eso todos tenemos el alma tan triste.
         El automóvil sigue avanzando raudamente. Hay momentos en que yo tengo la sensación de que se ha detenido y siento una angustia muy grande. Hay otros momentos en que yo tengo la sensación de que el camino se alarga.
         El automóvil pasa junto a un labriego cabalgado en un caballo rústico y miserable. Y ese hombre no se inquieta, no vuelve la cara, no hace un gesto, ni cuando el automóvil se aproxima a él, ni cuando pasa junto a él. Si el chauffeur hubiera querido, el automóvil habría podido matarlo, sin embargo. ¿Por qué en la carretera solitaria este hombre que viaja en un caballo rústico y miserable no ha vuelto los ojos para mirar el automóvil rápido, poderoso y fuerte?
         Yo pregunté una vez, por qué Nuestro Señor Jesucristo no habría dicho a los hombres: “Amad a los árboles”. Los hombres le habrían obedecido y los árboles y los hombres serían seguramente felices. Les ha dicho en cambio: “Amaos los unos a los otros”. Y los hombres no le han obedecido. Y ni los hombres ni los árboles pueden ser felices. ¿Por qué Nuestro Señor Jesucristo no habría mandado a los hombres: “Amad a los árboles”?
         Hay árboles alegres, hay árboles taciturnos, hay árboles sombríos, hay árboles misántropos, hay árboles ingenuos, hay árboles hostiles. El automóvil marcha entre dos filas de árboles. Estos árboles de la carretera son unos árboles disciplinados y obedientes. Tienen una función pública importante. Señalan el camino y guían a los viajeros. Sumisión es tan trascendental y tan precisa que la misión de la policía, como la misión de los gendarmes, como la misión de los faros marítimos, como la misión de los celadores municipales y como la misión de los perros sabuesos en la cacería.
         Un pino es un árbol aristocrático y majestuoso. Es un árbol hidalgo, un árbol orgulloso, un árbol egoísta, un árbol nietzscheano. Su fronda es escueta y negativa. Se desarrolla cónicamente con un gallardo afán de estética y de elegancia. Permite que entre sus ramas se infiltre el sol. Y niega sombra, paz y hospitalidad a los caminantes. El pino es un árbol inútil y frívolo. Pero es, sin embargo, un árbol admirable y bello. Sus ramas tienen la noble suntuosidad de la palma, su resina es aromática, su esbeltez es gótica y fina.
         Un sauce es un árbol palurdo, pero romántico, lírico y bueno.
         Un álamo es un árbol fúnebre, flaco y canijo como un fantasma, y hierático y triste como un fraile capuchino.
         Un roble es un árbol grave, filosófico y austero como un abuelo.
         Un ficus es un árbol exuberante, bondadoso, apacible, frondoso, plácido y caritativo como una institución católica.
         Un laurel es magnífico, altivo y solemne como un mito.

         Hay árboles que aman la soledad. Nunca son más hermosos ni más sugerentes que cuando están aislados como archimandritas en penitencia. Aman a los pájaros como San Pacomio. Y les prestan seguro escondrijo para sus nidos. Y hay árboles que temen la soledad y gustan de la agrupación. Son los árboles vulgares. Tienen el sentimiento de la manada, de la agrupación, del hato. Se parecen a los hombres, a las ovejas y a los búfalos.
         Árboles, Árboles. Más árboles. El automóvil los rezaga sin descanso.
         Esta ya no es la carretera amplia y polvorienta. Esta es una senda aristocrática. Ha sido hecha para que la recorran los automóviles y para que paseen en ella los jinetes que cabalgan a la inglesa sobre bridones atildados y valiosos. En ella no encontraré como en la otra ni un indio zafio sobre un caballo rústico, ni una carreta de mudanza, ni una vaca con su ternerillo, ni una negra palurda con sombrero de junco sobre un asno servil.
         Esta senda se extiende a lo largo del mar. Une un pueblo de burgueses pobres y de campesinos tristes con un balneario señorial. Y hay en ella pinos infantes, rosales, laureles, plantas que son amorosamente servidas por las manos del jardinero.
         Este es un camino moderno y elegante. Hay en él hitos con indicaciones municipales. Lo vigilan los gendarmes. Hay trabajadores que lo riegan, lo apisonan, lo miman. Y un recaudador de contribuciones cobra en él un impuesto a los vehículos. Es un camino moderno, elegante, burgués, engreído, pulcro.

         Al lado derecho del camino está el mar. Entre el camino y el mar hay una faja de pradería. Esta faja de pradería se divide en parcelas por incongruentes motivos de propiedad y de derecho. Y es muy verde, muy hermosa y muy alegre esta faja de pradería.
         Hay parcelas en las cuales el verde es más oscuro que en otras. Pero en todas es un verde lejano, jocundo, primaveral, vigoroso. Es que la vegetación siente el orgullo de vivir tan cerca del mar.
         Yo he pensado siempre que los seres y las cosas que viven cerca del mar, son más francos, más definidos, más buenos que los que viven lejos de él. El mar hace que los seres y las cosas que viven cerca de él, tengan las almas fuertes pero ingenuas. Y es por eso que las almas de los hombres que viven en las playas y en los acantilados, son siempre fuertes, ingenuas y alegres, en tanto que las almas de los hombres que viven en las serranías son reticentes, hurañas, sórdidas, aviesas y sombrías.

         La bruma está en el cielo, está bajo el cielo, está en el mar, está en el panorama campesino. La bruma está en todas partes.
         La bruma impide que yo vea el sol. La bruma mistifica a mis ojos el color del mar.
         El cielo está anubarrado.
         Cohibida por la bruma, la luz del sol, muy blanca y muy brillante, platea intensamente parte del mar. Y el mar, parduzco junto a la tierra, y plateado junto al horizonte, da la sensación de semejarse a la panza de una corvina.
         En más parcelas verdes, intensamente verdes, agudamente verdes, pacen algunos bueyes y algunas vacas. En otras retozan gallinazos ahítos. ¿Por qué los gallinazos vienen junto al mar?
         Bruma. Bruma. Bruma. Tristeza tardecina. Siento un gran cansancio. Una gran desolación. Quiero que el automóvil regrese inmediatamente a Lima. Tengo miedo de quedarme en el camino. ¡Que regrese el automóvil a Lima! ¡Que torne a Lima de prisa, igual que el corderillo inconsciente y atrevidamente apartado del aprisco!
         Las 6p.m. El Angelus. Suena en la campana de una capilla. Es la capilla de un colegio de niños. El Angelus debía oírse siempre en el campo. Es dulce y melancólico. Siento un vago dolor porque no puedo escucharlo prosternado ante el Sol en esa ruina incaica que se aleja y que se pierde.
JUAN CRONIQUEUR


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo Lima, 9 de octubre de 1916 ↩︎