5.5. Una Carta sobre La Medusa
- José Carlos Mariátegui
De Juan Croniqueur a Augusto Aguirre Morales1
A don Augusto Aguirre Morales, amigo mío:
¡Con cuánta satisfacción obedezco el requerimiento de mi sinceridad artística para felicitarle y elogiarle por su novela La Medusa! ¡Cuánto entusiasmo, cuánta devoción, cuánto calor hay en mi ánimo para escribirle unas breves líneas sobre ella! Mi espíritu se siente regocijado al encontrar en el libro que Ud. ha escrito una armonía admirable del arte, del pensamiento y de la emoción. Y se siente orgulloso de que el elogio que a Ud. se le tribute no sea ese elogio convencional y caritativo con que hasta ahora hemos acostumbrado engañarnos, público y escritores, acerca de los valores de nuestra literatura.
Cuando —haciendo abstracción de las lecturas que regalan mi espíritu en los minutos en que siento la necesidad de fortalecerme con el pensamiento y con la frase ajenas— me detengo en el examen de nuestra literatura antigua y contemporánea y hojeo sus volúmenes representativos, yo me espanto, Augusto Aguirre Morales, antelo ficticio de tanta reputación y ante lo mezquino de tanta obra, yo me asombro de que la ignorancia y la amistad hayan motivado tanta consagración injusta, y me aflijo al contemplar que en nuestra historia literaria han sido tan pocos los artistas verdaderos y los pensadores verdaderos y que, después de haber vivido confundidos entre la ola de los mediocres, en la posteridad tiene su obra que sufrir que se le involucre con la obra de los artistas artificiales y de los pensadores artificiales.
Ud. sabe, Augusto Aguirre Morales, cómo la literatura está representada en nuestra historia por una burguesía o una aristocracia diletantes que habían aprendido a hacer versos, artículos, cuentos, historia, etc., como aprenden las niñas la música, los idiomas y el pirograbado: como “adorno”. Menos mal cuando los afamados diletantes de la literatura peruana fueron: no de la burguesía arribista sino de la aristocracia engreída, porque siquiera esta aristocracia pudo poner blasón en sus infolios. Y una obra, cuando tiene nobleza heráldica en la marca de su pórtico y en su exlibris, es siempre más apreciable que una obra que aparte de su menguado mérito carece de escudo y de pergamino que la recomienden. Las armas y los motes pusieron siempre un sello decorativo y gentil lo mismo en las portezuelas de las calesas que en las carátulas de los libros.
Los que no tenemos intención de hacer análisis de la literatura peruana, porque nos parece ingrata labor, porque la dejamos para más eruditas, minuciosas y serenas mentalidades, y porque no vemos que haya urgencia en la empresa de hacer una verdadera y determinativa revisión de nuestros valores literarios históricos, debemos contentarnos con considerarlos para nuestro estudio como simples valores cronológicos de una literatura que no ha tenido mayor celebridad, mérito y fortuna en su proceso que la democracia y que la industria nacionales en sus procesos respectivos.
Pero tenemos que sentir muy honda satisfacción y muy dulce halago cuando, en esta época, aparecen un artista y una obra que exhiben, además del mérito efectivo del esfuerzo realizado, el mérito inconmensurable del esfuerzo que prometen la capacidad y el aliento del artista.
Y yo, que tengo el optimismo de creer en la verdad de que vivimos una alborada literaria, siento un orgullo legítimo, espontáneo e imperioso al ver que es la generación presente, la juventud intelectual a la cual con escaso contingente de años y méritos pertenezco, la que trabaja, la que produce y la que triunfa. Y al ver que los triunfos de esta juventud, amigo mío, no son los triunfos convencionales y embusteros de otras generaciones, ni son los triunfos forjados en las cábalas de la amistad y de los afectos, ni son los triunfos arquitectura dos sobre castillos de fuegos artificiales.
Y anoto sobre todo con júbilo que esta generación, a la cual usted hace honor, es una generación que piensa. Y esto es mucho más importante de lo que parece, Augusto Aguirre Morales. Los extáticos orfebres del estilo y los emotivos intérpretes del sentimiento, cuando el mérito que los asiste en sus respectivas o armonizadas calidades es verdadero, son seguramente literatos muy apreciables, pero están muy lejos de ser eso que podríamos llamar literatos “actuales”. No está la máxima expresión del arte en la elegancia de la frase o en la profundidad del sentimiento tanto como en la majestad de la idea. Y es por eso que cuando la majestad de la idea se coaliga con el estilo y con el sentimiento la producción adquiere los atributos supremos del arte. Los orfebres y los sentimentales puros son muy admirables, pero yo los encuentro hoy rezagados de siglos más románticos, y los encuentro casi anacrónicos en un siglo en el cual todo es investigación, inquietud, análisis.
Toda obra que traiga a nuestra literatura renovaciones victoriosas tiene que ser, pues, motivo de orgullo y de satisfacción para mí por representar la certidumbre consoladora de que los nuevos literatos del Perú saben seguir las orientaciones presentes. La suya, Augusto Aguirre Morales, es una de estas obras a mi juicio.
Usted manifiesta cierto inexplicable empeño en no calificar a La Medusa como novela. Novela es La Medusa, Augusto Aguirre Morales, y novela de muy noble estirpe. Y yo no sé por qué usted no le expidió patente de tal, cuando la entregó al público. Y pienso que fue acaso por amor a su obra y por austero anhelo de no verla comprendida entre lo que, con rarísimas excepciones, ha sido la novela de moderna manufactura nacional. Dos o tres libros de estos conozco —bien sabe usted a cuáles me refiero— y tienen tan innobles tendencias a la pornografía, tal mezquindad de arte, tal ausencia de ideas, y tal pobreza de estilo, que la verdad, recordándolos, yo pienso que no debe ser muy tranquilizadora la seguridad de que va a verse considerada una obra propia, honrada y noble, en familiaridad y tuteo con obras tan mediocres e ínfimas.
Hay en La Medusa un completo argumento de novela, pero hay sobre todo mucha vida interior, mucha emoción y mucho calor espiritual. Para escribirla, usted no solo ha sentido mucho. También ha pensado bastante. Y esto, le repito, tiene más importancia de lo que parece. Repare que la languidez de los escarceos literarios a que entre nosotros hemos asistido frecuentemente, se caracteriza en especial por la ausencia de ideas.
Y entre lo que más me seduce en el libro de usted, está su pureza artística. Cuando en el libro de usted aparece la sensualidad —la sensualidad está en todas las obras de la vida—, aparece austera, limpia, recatada, excelsa. En el verdadero artista la sensualidad tiene un perfume purificado de humo de pebetero. Es el suyo un aroma de mirra o de incienso. Otras veces, es como un aroma de jardín y, si suele posee refluvios afrodisiacos, no hay en él libidinosidad impúdica. Otras veces, en un plano inferior de austeridad, es como un aroma de esencia de tocador. Pero en otros casos, en los de la ramplonería y la insuficiencia, no es esencia, jardín, ni incienso. Es simple hálito de sexo. Y esto es muy reprobable y equivocado.
Y yo insisto en este punto, no solo porque execro todas las producciones influenciadas por la pornografía, sino porque me place la purificación artística que tiene la sensualidad en las páginas de su hermoso libro. Gusto del estilo sencillo y a la vez donoso que usted emplea. Y gusto singularmente del orden, método, diafanidad y precisión de sus imágenes y expresiones.
Pero, singularmente —y en esto reside lo fundamental de mi admiración como ya usted habrá comprendido— gusto del caudal de ideas que ha vertido usted en su obra. La vida, eso que muchos dejan pasar miopes e indiferentes, le ha inquietado a usted. Ha investigado usted en ella. Se ha acongojado usted ante el límite de ella. Y entonces ha interrogado usted al misterio. Ha tenido usted pues las inquietudes del supremo artista. Quienes no han pensado nunca en la vida, quienes no han tenido un minuto de recogimiento como los que usted y yo acostumbramos, quienes no han sabido del análisis desconcertante, doloroso y fatal pero seductor, no pueden establecer teoría alguna sobre la vida. Solo sobre la base del propio caudal de sensaciones se puede establecer el propio caudal de pensamientos. Y usted, Augusto Aguirre Morales, es un espíritu sensitivo y delicado en el cual es muy rico y muy grande ese reservorio de emociones que va vertiendo el escritor poco a poco en su obra y que pueden estimular y fortalecer, pero jamás formar, la cultura y los libros.
La novela es un género literario muy excelso y para el cual tengo yo todas las reverencias y todos los fervores posibles. En la novela caben la aristocracia del estilo, la originalidad de la idea, la sutileza de la emoción. Cabe la vida, cabe el arte, cabe el pensamiento, cabe la Naturaleza, cabe el misterio. Es una forma literaria que cobija todas las bellezas. Y Ud., por la forma como sabe imprimir emoción en su frase y en su concepto, tiene sobresalientes aptitudes para hacer buena novela.
Yo me regocijo ante esta promesa de florecimiento de la novela en el Perú, sobre todo por la pobreza de los ensayos que de ella se han hecho en los últimos tiempos, de la cual se salvan contadas excepciones entre las que están los ensayos de ese exquisito novelista de notable talento que es Abraham Valdelomar.
Las líneas que le dirijo, como he dicho al comenzar, al influjo de un requerimiento de mi sinceridad artística no intentan ser crítica. Quieren ser elogio únicamente. Y si el elogio ha dado lugar a consideraciones conexas, crea usted que he recurrido a ellas para fortalecer el concepto en que lo fundamento.
Y al terminar esta epístola tengo, además del halago que me produce la aparición de un libro como el suyo, el halago que me produce la aparición de una comedia, como la titulada Lafuente diputado, de reciente estreno. Y la satisfacción de doblar la última foja de su libro para juntar mis manos en aplauso de Luis Góngora, que pertenece también a la generación contemporánea y triunfadora.
Salud, Augusto Aguirre Morales.
¡Con cuánta satisfacción obedezco el requerimiento de mi sinceridad artística para felicitarle y elogiarle por su novela La Medusa! ¡Cuánto entusiasmo, cuánta devoción, cuánto calor hay en mi ánimo para escribirle unas breves líneas sobre ella! Mi espíritu se siente regocijado al encontrar en el libro que Ud. ha escrito una armonía admirable del arte, del pensamiento y de la emoción. Y se siente orgulloso de que el elogio que a Ud. se le tribute no sea ese elogio convencional y caritativo con que hasta ahora hemos acostumbrado engañarnos, público y escritores, acerca de los valores de nuestra literatura.
Cuando —haciendo abstracción de las lecturas que regalan mi espíritu en los minutos en que siento la necesidad de fortalecerme con el pensamiento y con la frase ajenas— me detengo en el examen de nuestra literatura antigua y contemporánea y hojeo sus volúmenes representativos, yo me espanto, Augusto Aguirre Morales, antelo ficticio de tanta reputación y ante lo mezquino de tanta obra, yo me asombro de que la ignorancia y la amistad hayan motivado tanta consagración injusta, y me aflijo al contemplar que en nuestra historia literaria han sido tan pocos los artistas verdaderos y los pensadores verdaderos y que, después de haber vivido confundidos entre la ola de los mediocres, en la posteridad tiene su obra que sufrir que se le involucre con la obra de los artistas artificiales y de los pensadores artificiales.
Ud. sabe, Augusto Aguirre Morales, cómo la literatura está representada en nuestra historia por una burguesía o una aristocracia diletantes que habían aprendido a hacer versos, artículos, cuentos, historia, etc., como aprenden las niñas la música, los idiomas y el pirograbado: como “adorno”. Menos mal cuando los afamados diletantes de la literatura peruana fueron: no de la burguesía arribista sino de la aristocracia engreída, porque siquiera esta aristocracia pudo poner blasón en sus infolios. Y una obra, cuando tiene nobleza heráldica en la marca de su pórtico y en su exlibris, es siempre más apreciable que una obra que aparte de su menguado mérito carece de escudo y de pergamino que la recomienden. Las armas y los motes pusieron siempre un sello decorativo y gentil lo mismo en las portezuelas de las calesas que en las carátulas de los libros.
Los que no tenemos intención de hacer análisis de la literatura peruana, porque nos parece ingrata labor, porque la dejamos para más eruditas, minuciosas y serenas mentalidades, y porque no vemos que haya urgencia en la empresa de hacer una verdadera y determinativa revisión de nuestros valores literarios históricos, debemos contentarnos con considerarlos para nuestro estudio como simples valores cronológicos de una literatura que no ha tenido mayor celebridad, mérito y fortuna en su proceso que la democracia y que la industria nacionales en sus procesos respectivos.
Pero tenemos que sentir muy honda satisfacción y muy dulce halago cuando, en esta época, aparecen un artista y una obra que exhiben, además del mérito efectivo del esfuerzo realizado, el mérito inconmensurable del esfuerzo que prometen la capacidad y el aliento del artista.
Y yo, que tengo el optimismo de creer en la verdad de que vivimos una alborada literaria, siento un orgullo legítimo, espontáneo e imperioso al ver que es la generación presente, la juventud intelectual a la cual con escaso contingente de años y méritos pertenezco, la que trabaja, la que produce y la que triunfa. Y al ver que los triunfos de esta juventud, amigo mío, no son los triunfos convencionales y embusteros de otras generaciones, ni son los triunfos forjados en las cábalas de la amistad y de los afectos, ni son los triunfos arquitectura dos sobre castillos de fuegos artificiales.
Y anoto sobre todo con júbilo que esta generación, a la cual usted hace honor, es una generación que piensa. Y esto es mucho más importante de lo que parece, Augusto Aguirre Morales. Los extáticos orfebres del estilo y los emotivos intérpretes del sentimiento, cuando el mérito que los asiste en sus respectivas o armonizadas calidades es verdadero, son seguramente literatos muy apreciables, pero están muy lejos de ser eso que podríamos llamar literatos “actuales”. No está la máxima expresión del arte en la elegancia de la frase o en la profundidad del sentimiento tanto como en la majestad de la idea. Y es por eso que cuando la majestad de la idea se coaliga con el estilo y con el sentimiento la producción adquiere los atributos supremos del arte. Los orfebres y los sentimentales puros son muy admirables, pero yo los encuentro hoy rezagados de siglos más románticos, y los encuentro casi anacrónicos en un siglo en el cual todo es investigación, inquietud, análisis.
Toda obra que traiga a nuestra literatura renovaciones victoriosas tiene que ser, pues, motivo de orgullo y de satisfacción para mí por representar la certidumbre consoladora de que los nuevos literatos del Perú saben seguir las orientaciones presentes. La suya, Augusto Aguirre Morales, es una de estas obras a mi juicio.
Usted manifiesta cierto inexplicable empeño en no calificar a La Medusa como novela. Novela es La Medusa, Augusto Aguirre Morales, y novela de muy noble estirpe. Y yo no sé por qué usted no le expidió patente de tal, cuando la entregó al público. Y pienso que fue acaso por amor a su obra y por austero anhelo de no verla comprendida entre lo que, con rarísimas excepciones, ha sido la novela de moderna manufactura nacional. Dos o tres libros de estos conozco —bien sabe usted a cuáles me refiero— y tienen tan innobles tendencias a la pornografía, tal mezquindad de arte, tal ausencia de ideas, y tal pobreza de estilo, que la verdad, recordándolos, yo pienso que no debe ser muy tranquilizadora la seguridad de que va a verse considerada una obra propia, honrada y noble, en familiaridad y tuteo con obras tan mediocres e ínfimas.
Hay en La Medusa un completo argumento de novela, pero hay sobre todo mucha vida interior, mucha emoción y mucho calor espiritual. Para escribirla, usted no solo ha sentido mucho. También ha pensado bastante. Y esto, le repito, tiene más importancia de lo que parece. Repare que la languidez de los escarceos literarios a que entre nosotros hemos asistido frecuentemente, se caracteriza en especial por la ausencia de ideas.
Y entre lo que más me seduce en el libro de usted, está su pureza artística. Cuando en el libro de usted aparece la sensualidad —la sensualidad está en todas las obras de la vida—, aparece austera, limpia, recatada, excelsa. En el verdadero artista la sensualidad tiene un perfume purificado de humo de pebetero. Es el suyo un aroma de mirra o de incienso. Otras veces, es como un aroma de jardín y, si suele posee refluvios afrodisiacos, no hay en él libidinosidad impúdica. Otras veces, en un plano inferior de austeridad, es como un aroma de esencia de tocador. Pero en otros casos, en los de la ramplonería y la insuficiencia, no es esencia, jardín, ni incienso. Es simple hálito de sexo. Y esto es muy reprobable y equivocado.
Y yo insisto en este punto, no solo porque execro todas las producciones influenciadas por la pornografía, sino porque me place la purificación artística que tiene la sensualidad en las páginas de su hermoso libro. Gusto del estilo sencillo y a la vez donoso que usted emplea. Y gusto singularmente del orden, método, diafanidad y precisión de sus imágenes y expresiones.
Pero, singularmente —y en esto reside lo fundamental de mi admiración como ya usted habrá comprendido— gusto del caudal de ideas que ha vertido usted en su obra. La vida, eso que muchos dejan pasar miopes e indiferentes, le ha inquietado a usted. Ha investigado usted en ella. Se ha acongojado usted ante el límite de ella. Y entonces ha interrogado usted al misterio. Ha tenido usted pues las inquietudes del supremo artista. Quienes no han pensado nunca en la vida, quienes no han tenido un minuto de recogimiento como los que usted y yo acostumbramos, quienes no han sabido del análisis desconcertante, doloroso y fatal pero seductor, no pueden establecer teoría alguna sobre la vida. Solo sobre la base del propio caudal de sensaciones se puede establecer el propio caudal de pensamientos. Y usted, Augusto Aguirre Morales, es un espíritu sensitivo y delicado en el cual es muy rico y muy grande ese reservorio de emociones que va vertiendo el escritor poco a poco en su obra y que pueden estimular y fortalecer, pero jamás formar, la cultura y los libros.
La novela es un género literario muy excelso y para el cual tengo yo todas las reverencias y todos los fervores posibles. En la novela caben la aristocracia del estilo, la originalidad de la idea, la sutileza de la emoción. Cabe la vida, cabe el arte, cabe el pensamiento, cabe la Naturaleza, cabe el misterio. Es una forma literaria que cobija todas las bellezas. Y Ud., por la forma como sabe imprimir emoción en su frase y en su concepto, tiene sobresalientes aptitudes para hacer buena novela.
Yo me regocijo ante esta promesa de florecimiento de la novela en el Perú, sobre todo por la pobreza de los ensayos que de ella se han hecho en los últimos tiempos, de la cual se salvan contadas excepciones entre las que están los ensayos de ese exquisito novelista de notable talento que es Abraham Valdelomar.
Las líneas que le dirijo, como he dicho al comenzar, al influjo de un requerimiento de mi sinceridad artística no intentan ser crítica. Quieren ser elogio únicamente. Y si el elogio ha dado lugar a consideraciones conexas, crea usted que he recurrido a ellas para fortalecer el concepto en que lo fundamento.
Y al terminar esta epístola tengo, además del halago que me produce la aparición de un libro como el suyo, el halago que me produce la aparición de una comedia, como la titulada Lafuente diputado, de reciente estreno. Y la satisfacción de doblar la última foja de su libro para juntar mis manos en aplauso de Luis Góngora, que pertenece también a la generación contemporánea y triunfadora.
Salud, Augusto Aguirre Morales.
JUAN CRONIQUEUR
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 6 de setiembre de 1916. Y en Páginas Literarias, seleccionadas por Edmundo Cornejo Ubillús, Lima, 1985, pp. 187-193. ↩︎
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