2.3. Glosario de las cosas cotidianas: marzo

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Han pasado, amigo mío, tres días que usted y yo detestamos. Tres días en que las gentes se echan agua fría con baldes, globos de jebe, jarros de lata, palanganas y bombillas. Y en que el agua de Kananga y el agua de pila promiscuan en los tubos de estaño de los chisguetes de manufactura nacional. Y en que el yeso cernido, la harina de trigo y los polvos de arroz tienen pródigo dispendio en manos huachafitas y en manos varoniles y atrevidas. Y en que las vejigas hinchadas percuden con sus golpes las paredes, las puertas y los postes y asustan a las viejas y a los niños pequeños. Y en que dominós mugrientos y pierrots plebeyos pasan en victorias deslustradas y sucias. Yen que los cohetes Napoleón de los mataperros hostigan a las gentes tranquilas y son los granos de maíz y frijol sustitutos del confetti.
         Son deplorables los carnavales de Lima, amigo mío. Las gentes vulgares y tontas y zafias que abundan en esta tierra tienen no sé qué satisfacción grosera en malograrse las ropas, bañarse con agua clara o agua teñida, zambullirse unas a otras en las tinas domésticas que para mejor uso acaso sufren dilatados olvidos, untarse con añil, restregarse polvos ásperos y miserables que ponen una pátina húmeda en los rostros sudorosos, llenarse la cabeza de una virutilla oprobiosa que llaman “polvos de oro”, echarse “pica-pica” sigilosa y traicioneramente entre la piel de la espalda y la camiseta, zarandearse, estrujarse, emborracharse de locura, de chicha y de pisco, agredir al vecino oculto y encharcar las calles. Y luego, el miércoles de ceniza, se acicalan, se reparan, se disfrazan hipócritamente, apelan al recurso hogareño de la bencina acre y volátil y de la escobilla y van a dejarse ungir por la ceniza mística y a pedir perdón por sus culpas y deshonestidades.
         Dicen las gentes eruditas —yo soy muy ignorante, amigo mío— que los carnavales provienen de otras fiestas que en épocas en que habitaron el mundo hombres que hoy se dice menos cultos y menos civilizados, se llamaron Saturnales y Bacanales. Yo creo que los nuestros no tienen tal genealogía ni tal prosapia. No es posible que las tengan. Porque en nuestros carnavales no hay nada que sustituya a la Afrodita pagana, ni al barbudo Dionisio, ni a las venustas sacerdotisas, ni a los dulces efebos, ni a los amables tañedores de la shiringa, del pífano y de la lira, ni a los atributos risueños de los pámpanos, ni a los vagos misterios, ni a ninguno de los ritos de toda esa extraña liturgia de voluptuosidad que según tengo noticia caracterizaron las fiestas de otrora. No, amigo mío. Aquí solo hay mistificación del agua de florida, manufactura mercenaria de globos llenos de agua, aleve baño a los viandantes honestos como usted y como yo, afán de hostigarlos con el ruido de los petardos, de los vejigazos y de las cornetas, abigarramiento de disfraces de alquiler, narices de cartón, bigotes de cerda y antifaces de papel y horteril desenfado de los hombres que se visten de blanco, y salen a la calle con el único y descortés propósito de romper los vidrios del balcón de su muy amada, lo cual es el saludo más grosero y bárbaro que yo me imagino.
         Las gentes cultas y limpias no debían salir a las calles en estos días. Y como no es cuerdo que las gentes cultas y limpias estén sujetas a la grosería y al desenfreno de las gentes vulgares y tontas, habría que pensar seriamente en que los carnavales dejasen de ser entre nosotros tres días de parranda democrática en que todos los criollos de esta villa vivimos en una promiscuidad deplorable, nos confundimos, nos enloquecemos y nos embadurnamos.
         Si en vez de corso de flores tenemos solamente la trashumante y funambulesca pandilla del “son de los diablos” y los desfiles raudos de carruajes de punto o de carretones que se disfrazan; si en vez de confetti tenemos solo los humildes frijoles; si en vez de las luces de bengala y de las serpentinas, tenemos los cohetes chinos y las vejigas infladas; si en vez de los faranduleros y luminosos bailes de máscaras de otros pueblos, tenemos la orgía canalla de un teatro de barrio; si en vez del champán rubio, prodigamos la chicha de jora; no es fácil encontrar buen gusto, arte, aristocracia, grata placidez, fina alegría en los carnavales de esta aldea grande que, a pesar de todo, queremos tanto usted y yo, amigo mío. Pero ni con quererla tanto, dejamos de tenernos asco, amigo mío, las veces que nos remojaron en una tina, nos macularon con los polvos de yeso, nos despeinaron, nos deshicieron la corbata o, en las calles, nos empapó un globazo mientras la turba abigarrada y vocinglera se reía satisfecha y daba voces que a mí se me antojaban con escalofríos…


         Ayer ha sido miércoles de ceniza. En la mañana han puesto ceniza en la cabeza de los pecadores. En la tarde, se han excitado nuevamente los ardores de fiesta de las gentes y ha habido holgorio en La Punta y en otros sitios. Han enterrado a Ño Carnavalón. Yo encuentro en esta ceremonia grotesca, jocunda, alborozada, del entierro de un muñeco pintarrajeado, todo el símbolo de nuestra vida tragicómica y vulgar. Lo mismo que a este muñeco que es para nosotros un Momo de trapo, criollo, necio, feo y sucio, un Momo sin pámpanos, sin vino, sin cortejo pagano, que preside tres días de pregones, chubascos, costalazos y bulla prosaica, lo mismo, amigo mío, exhumamos hoy un fetiche y lo enterramos mañana. Y es por eso preferible y es por eso señal de selección y de aristocracia espiritual en este medio ser ególatra orgulloso. Después de todo, más fácil y conveniente es quedarse en idólatra...

Juan Croniqueur

 

         2Perdida entre noticias vulgares y tontas —una nueva patente industrial, un choque en la línea del urbano, un nombramiento de preceptora de escuela mística, un robo de ropa interior, una fechoría del bandolerismo trashumante y canalla de las provincias—, ha publicado este diario, hace pocos días, la del gesto de un gran poeta. Es este gran poeta, Amado Nervo —por común coincidencia paisano del zambo forajido Pancho Villa, del inca y prócer Montezuma, del exquisito cantor Gutiérrez Nájera, del insigne felón Victoriano Huerta, de la mestiza actriz Virginia Fábregas y de la funámbula bailarina y tocadora de marimba Neli Bell, que hace poco tiempo nos visitara—, y es este último gesto suyo el que se compendia en las pocas líneas de una carta en que rehúye aceptar la pensión que las cortes españolas le habían otorgado como un auxilio y como un homenaje.
         Por culpa de todas las hordas de gentes famélicas, sanguinarias, pillastres y bárbaras que en México mantienen el duro tributo de una convulsión interminable, Amado Nervo sufre en Madrid las asechanzas de la pobreza. Y como en España a pesar de que aún las corridas de toros tienen sobre todas las cosas el imperio de su señorío, se piensa y se siente aún con ancestrales romanticismos y como en España se cree todavía que un poeta vale más que un financista, aunque siempre menos que un torero fenómeno, hubo en el parlamento de esa tierra, madre nuestra, la idea y el acuerdo de ofrecer a quien es tan grande lírico, una pensión que lo librase de la miseria, mientras las circunstancias de su país lo tuviesen privado de su puesto diplomático.
         Yo me pregunto si este místico y dulce poeta, que canta a la hermana agua y por amor de la hermana agua hace la loa de la bruma, de la nube, de la lluvia, del arroyo, de la ola y de la cascada, si este místico y manso poeta que cree en Dios y llora con Tomás Kempis, si este místico y manso poeta que rima el elogio de la llave evocadora, del rizo de la amada y del cofre que guardó el rizo y la cinta que lo anudó, si este místico y manso poeta que ha rechazado orgulloso el auxilio, lo ha hecho por sincero lirismo o por arrogante teatralidad. Porque así son locos los poetas, y así la seducción de un gesto bizarro, de una arrogancia romántica puede influenciarlo a tal punto que los haga condenarse a morir de hambre o a cualquier otra cosa semejante. Son personas que por lo regular tienen el buen sentido de optar, entre una plaza de abastos y un parque, por el parque y, entre una chácara de leguminosas y un macizo de claveles, por el macizo.
         Y la actitud de la cámara española nos dice, amigo mío, cómo aún hacen las almas y los gobiernos genuflexiones corteses ante la gloria de los poetas, que tan definitiva trascendencia han tenido en los progresos de la humanidad. Porque yo pienso que los poetas han marcado todos los derroteros de la ciencia. Ellos hicieron al céfiro portador de sus mensajes, mucho antes que el señor Guillermo Marconi tomara en serio las ondas hertzianas; ellos escalaron las nubes y se embriagaron de infinito mucho antes de que un globo incipiente y ruin intentara el primer vuelo y mucho antes de que Santos Dumont ensayara el aeroplano; ellos presintieron siempre todas las cosas que después hombres más detallistas y trabajadores trasportaron a la realidad, para que todos los zafios y necios, que ni soñaron, ni presintieron como los poetas ni aplicaron y utilizaron como los sabios, se sirviesen y disfrutasen de ellas y pudiesen emplear el inalambrama para un negocio o una especulación, viajar en aeroplano, salvar grandes distancias en automóvil, escribir en máquina, subir a su quinto piso en ascensor, oír a Caruso en gramófono y ver a Zacconi en el cinematógrafo. No sé si las historias tendrán la injusticia de otorgar más consideración al avieso Jerjes que al épico Homero, al agresivo Alcibíades que, al dulce Anacreonte, al deshonesto Nabucodonosor que al simbólico Valmiki, a la frágil reina Cleopatra que, a la selecta Safo, cultora de una filosofía y de un vicio, al bruto Atila que, al sonoro Virgilio, a Napoleón tercero que, a Víctor Hugo, al presidente Estrada Cabrera que a Rubén Darío. Porque después de todo, esto sería muy posible…


         Desconfíe usted de su criado. Desconfíe el vecino. Desconfíe yo. Desconfiemos todos. Hay cholos precoces que vienen a poner en la existencia vulgarmente azarosa e insípidamente tranquila de esta tierra, la nota trágica, hecha amenaza y hecha traición de una comba, de un trozo de cuarzo, de un estilete antiguo y enfermo de orín o de un cuchillo de cocina. Comba, cuarzo, estilete o cuchillo que pueden servir igualmente para suprimirnos esta preciada y lamentable cosa que es la vida y encararnos insólitamente con la muerte y el misterio. Tras un aspecto de coronguino dócil puede esconderse un alma alevosa y audaz. Y el acero labrado y mellado que compramos en un almacén de antigüedades para adornar nuestro escritorio, puede servir para que nos hieran a la hora en que entramos a nuestra alcoba, de puntillas o con estrépito, a la hora en que nos recogemos del honesto esparcimiento de una función de teatro, una tertulia familiar, una sesión de chismografía en torno de una mesita del Palais Concert, o una cena dignificada por la templanza.
         No estamos acostumbrados, por fortuna, a estos casos de criminalidad precoz y bárbara. Nuestra condición de criollos bromistas, de tropicales perezosos, de híbridos domados, nos tiene exentos de toda violenta manifestación de fiereza. Somos más aptos para la risa que para la tragedia. En nosotros el rictus de cólera da paso enseguida al gesto afable y al disfraz de la mueca risueña. Si nos condenasen a ser forzosamente homicidas, aceptaríamos tal vez ser envenenadores. Y si no somos muy capaces de amar perdurablemente a nadie, somos seguramente incapaces de aborrecer. El odio es virtud que no se muestra accesible a nuestra mansedumbre. Y para sosiego de nuestra vida timorata los casos de crueldad son entre nosotros muy aislados, muy esporádicos, muy distantes.
         Y repare usted, amigo mío, en que cuando se presentan estos casos, inspirados por un rencor intenso o por una pasión violenta y consumados con barbarie, los producen siempre indígenas, gentes que no han tenido influencias de extraña sangre y que exhiben una genealogía libre de hibridismos.
         Hoy este delincuente precoz, que es Alejandrino Montes, suscita las más vehementes investigaciones. Los cronistas cuentan que es humilde, bellaco y manso en apariencia. Hablan de su sangre fría y de su cinismo. Los reportes fotográficos lo retratan. El juez del crimen y el intendente lo interrogan. Los exaltados pretenden lincharlo. Los alienistas lo observan. Este cholo criminal ya vi eso acabará por sentirse un hombre público...
***  
         Estamos en plena santa cuaresma. Los teatros se han cerrado en apariencia como por un homenaje a la piedad cristiana, pero en realidad por razones económicas. Y las mujeres limeñas, bellas, versátiles, amables y coquetas, mujeres que guardan en el devocionario místico un mensaje de amor, un retrato, una promesa, van los jueves a oír el sermón de feria y van los viernes a ver a la Bertini en el cinema. Y dejan la placidez de la misa madrugadora para buscar el seductor encanto del balneario, donde el flirt está en la playa, en el muelle, en el malecón, en el paradero, en las olas y en todas las cosas. Aquí somos eclécticos, hombres y mujeres, amigo mío.
         Yo encuentro singularmente simpáticos estos días. Son seguramente más distinguidos que los de las fiestas julias, que ponen en todas partes nota de cadencia, de vivandera, de cancionero y de matraca; más aristocráticos que los de año nuevo, en que las gentes se visten de nuevo y compran las ediciones en colores de los diarios; más cultos que los de carnavales en que nos encanalla el juego —chubasco y fricción— con agua de caño, yeso cernido, papel picado y perfume plebeyo; más discretos y sugerentes que otros muchos días ordinarios. Yo creo que hay en ellos aroma de sahumerio, arrullo de plegaria, armonías de órgano, clamores de campanario. Y que una onda de beato recogimiento, —convencional y periódico acaso— pasa por las cosas, las calles y las almas...
***
         Hace ya mucho tiempo que este caudillo zafio y brutal que es Pancho Villa viene interesándonos. Demasiado tiempo para que un Pancho Villa se permita interesar a las gentes. Así deben haber pensado los norteamericanos, que en otros tiempos alentaron, estimularon y acicatearon las nacientes audacias de este jaguar zambo. Solo que los norteamericanos han reparado en que es ya mucho consentir a Pancho Villa, cuando las garras del jaguar han comenzado a lastimarlos y herirlos.
         Por mucho que José Santos Chocano haya hecho el elogio de este revolucionario feroz; por mucho que la loa de un poeta valga más como sinceridad y como concepto más que cualquiera otra loa, que todas las loas son interesadas; por mucho que no sea dable pensar que nuestro genial poeta haya hecho de turiferario de un mulato vulgar e impávido; no es posible dejar de convenir que la epopeya de Pancho Villa tiene mucho de epopeya de Diego Corrientes y nada de epopeya de Juárez Celman.
         Un día de estos concluirá vulgarmente. Los yanquis lo cazarán como a un búfalo salvaje. Los rotativos publicarán una biografía, donde se cuenten todas sus bizarrías, todas sus deshonestidades, todas sus audacias y todas sus felonías, y un retrato suyo en el cual esté galvanizada su sonrisa felina. Y apenas si valdrá la pena pensar que Villa ha sido solo un africano trasplantado a tierras aztecas, que, si no hubiera nacido en ellas, probablemente habría comandado en el Riff una harca bandolera y cruel...

JUAN CRONIQUEUR


 

23 de marzo3  
         Esta historia la he sacado de la crónica de policía. Es insignificante y vulgar, pero sentida y honda. Leedla:
         Jun San tenía ochentaicuatro años. Ochentaicuatro años durante los cuales Jun-San había sufrido hambre, romanticismo, amor, sed, desnudez, tristeza, abulia, infelicidad, duelo, cansancio y placer, había fumado opio, había recolectado colillas, había hurtado con sigilo cosas triviales, había maldecido y blasfemado, había rezado, había creído, había dudado, había oído hablar de Buda, de Confucio, de Cipriano Castro y de la bailarina Antonia Mercé, había jugado pacapiú y suerte china, había viajado y había sido feliz dos o tres minutos en su vida. Una existencia octogenaria, vulgar, monótona, nirvanesca, sucia, abandonada y viciosa como la de cualquier otro culí ramplón y miserable. Hace muchos años Jun San dejó su país, donde injusticias o caprichos del destino impidieron que fuera mandarín, feudatario, sacerdote, filósofo o soldado. Y vino al Perú, perdida ya la fe de llegar a ser aquí cualquiera de esas cosas, pero con la esperanza honesta de llegar a ser en cambio dueño de una encomendería, empleado de casa de juego, lavandero, cocinero o sirviente de trapiche. Yo no sé si en esta tierra tuvo algún desencanto. Yo no sé si encontró más razonable creer en Confucio que someterse a la Santa Iglesia Católica. Ni si estableció comparaciones entre Yuan Shi Kay y alguno de nuestros hombres públicos. Ni siquiera si llegó a establecer diferencias y órdenes jerárquicos entre el discretísimo petate y la bulliciosa estera. Sé apenas que limpió chimeneas, barrió calzadas, laboró en los campos, sirvió en un mostrador, portó canastas y vendió frutas y hortalizas, que fue bueno, manso, taciturno, indiferente, callado y triste. Acaso misógino y también filósofo. No sabía leer ni escribir y era parco y discreto en el hablar. Mientras conservó juventud y vigor no le faltaron afectos y una que otra simpatía interesada. Se le utilizó y pagó con gusto. Pero vino la vejez, la caducidad y el ocaso y culminaron todas las miserias del culí. En la chácara era apenas un objeto sucio, vil, insignificante, a quien se podía dispensar el mismo interés compasivo que al ruin y famélico gato que maullaba en las noches, que al perro decrépito y ciego nostálgico aún de las hazañas de la traílla, que, al asno enfermo y triste, abrumado por las fatigas y encallecido por los palos. Jun San tenía la misma importancia de la piedra musgosa que desviaba el agua en el camellón, la misma importancia de la cuña que sujetaba la puerta de un rancho contra los forcejeos del viento, la misma importancia de la vieja escoba que prestaba sus servicios convencionales en la carbonera. Un día se sintió aburrido, melancólico, enfermo. Estaba tendido sobre la misma orilla que amparara muchas veces sus siestas. Lo arrullaba piadosamente el rumor del agua clara del riachuelo que tantas veces meció sus dulces y orientales sueños de opiático. A lo lejos los bueyes pagaban filosófica y resignadamente su tributo al trabajo, el arado fulgente infligía a la tierra desgarramientos fecundos, los peones acezaban y urgían a las bestias por gusto de sentirse señores y amos, una moza enjugaba los morros de un rapaz llorón, una vieja aventaba granos a las gallinas. Jun San pensó que sobraba y resolvió suicidarse. Y se dejó caer al agua rumorosa, cuyo arrullo fue tal vez en sus siestas la voz falaz de la muerte que lo enamoraba. Jun San se entregó a ella. Y la muerte quedó contenta de su conquista y las aguas celestinas se llevaron el cuerpo enjuto, miserable y mugriento de Jun San.
         Más tarde peones, mozas, viejos, guardias rurales, perros husmeadores y asnos cargados veían el cadáver de Jun-San sobre una orilla. Uno dijo: —Se habrá suicidado. Pero todos protestaron. Jun San era tan infeliz que no podía suicidarse siquiera. Y el más autorizado habló así: —Se habrá caído al agua. ¡Pobre chino! Fue todo el responso fúnebre de Jun San.
         Esta historia, como dije al comenzar, la he sacado de la crónica de policía. Es insignificante y vulgar, pero sentida y honda.


         Yo no sé si usted guarda buen recuerdo de ello, amigo mío. Pero fue hace dos o tres años cuando interrumpió la monotonía de nuestras horas un individuo que deshonestamente se apodaba la Princesa de Borbón. Las gentes que lo trataron cuentan que tenía profundos, dulces, grandes y desmayados los ojos, pecadores y breves los labios, aristocráticas las manos, menudos los pies, coquetona la sonrisa, zalamero el gesto, suave la voz y elegante y parsimonioso el andar.
         Este hombre fue un cultor de la farsa. Tuvo tal vez arraigado concepto de que la vida es una comedia, como aún se repite con cursilería inevitable. Y se dedicó por entero a hacer de cada día de su existencia el episodio de una nueva bufonada, en la que había risa, deseo, hurto, ridículo, engaño. Mentíase mujer elegante y bonita y como los hombres tendrán por todos los siglos el culto de una boca roja, de un ritmo sensual, de un manguito voluptuoso y de una toilette bella, lo seguían gomosos viejos verdes, petimetres y aventureros. Y la Princesa de Borbón los dejaba llegar hasta él, consentía sus requiebros y los estafaba finalmente. Cultivaba con suerte su deporte. Con tanta suerte que mucho antes de que los años amenguasen su belleza, antes de que las arrugas maculasen su rostro, cuando era aún fresca su boca, joven su carne, brillante y acariciadora su mirada, en pleno apogeo de su farsa, un enamorado que sintió toda la crueldad del ridículo, lo ha muerto de un balazo. La comedia jocunda ha tenido un final trágico. Yo pienso que tal vez la Princesa de Borbón, herido de muerte, en su último minuto de vida, tendría el solo pensamiento de que el rictus de agonía le desfiguraba el semblante y mancillaba la armonía de sus labios teñidos de carmín...
***
         El joven pintor Darío Eguren Larrea acaba de inaugurar una exposición de pintura. Y como Eguren Larrea es peruano su exposición reviste evidentemente los caracteres de un acontecimiento artístico nacional.
         Yo he observado con mucho cariño y atención la obra de Eguren Larrea y podría apuntar sobre ella múltiples impresiones demasiado subjetivas, pero que tendrían el valor de una infinita sinceridad, de una discreta comprensión y de cierta sutileza. Pero no lo hago hoy porque seguramente estas impresiones tendrían algún interés solo para Eguren Larrea, para usted, amigo mío, para mí y tal vez para algunos espíritus pacientemente buenos y generosos. Por eso voy a ser muy breve para decir algo de lo que me parecen Eguren Larrea y sus cuadros, con toda la sencillez de quien jamás habló de arte con arrogancias críticas, ni pretensiones académicas, ni gestos de suficiencia y se limitó a decir sus personalísimos conceptos y honradas interpretaciones.
         Eguren Larrea es, a mi juicio, un artista elegante. Las tendencias actuales en que predominan exquisitez, esnobismo, aristocracia, lo influyen y seducen. Y como su temperamento es rico, sutil y vasto, se amolda triunfantemente dentro de nuevos rumbos marcados por infatigables buscadores de originalidad en el color, en la línea y en la sensación.
         Hay en estas orientaciones primerizas de su personalidad tanto carácter, tanto vigor y tanto arraigo, que es posible decir que Eguren Larrea sigue ya una ruta definida y que no lo distraerán en su carrera nuevos tanteos ni nuevas inquietudes. Yo lo creo hombre robusto de voluntad, pródigo de energía que “se ha encontrado ya” dentro del arte. No es el suyo el espíritu versátil, tornadizo e incierto de tantos otros artistas que cada día se enamoran de una tendencia nueva, de un rumbo distinto. Eguren Larrea, por ejemplo, y a juzgar por los sellos de su obra presente, no sentirá nunca el arte criollo, cuando el arte criollo es plebeyo, democrático y republicano. Acaso lo entenderá cuando tiene gentileza virreinal, aristocracia de pelucas rizadas, de golas austeras, de abanicos de encaje y de faldas que envuelven los pies de raso en su ornato complicado, vaporoso y armónico de sedas y encajes, con la misma profusión de ritmos y colores con que las flores envuelven sus pistilos en el ornato fragante de sus corolas.
         Eguren Larrea es un exégeta de las siluetas gentiles, de las cabezas de las mujeres mundanas, de aquellas cabezas que os dicen con los ojos, con el rictus y con la sonrisa cómo saben sus dueñas de la fruición voluptuosa de las pieles australes, de la caricia de las sedas leves, del regalado y mullido interior de los automóviles lujosos, de abandonos sibaríticos y de refinamientos suntuosos. En sus retratos de mujer los labios tienen misterios sensuales y la carne es fresca, incitante y suave y posee la coquetería fresca del carmín que en el tocador las manos finas y expertas extendieron y difuminaron. Los ojos son siempre profundos, luminosos y hondos y hablan de almas complejas y de temperamentos sutiles. Hay en ellos una castidad perfumada de pecado mortal y una honda perversidad de candor y misticismo.
         Pero no porque Eguren Larrea prefiera para su estudio y para sus cuadros la gracia de los ritmos elegantes, es posible creer que sea un artista trivial, epidérmico y frívolo. Es un artista que piensa, que siente. Mirando algunas de sus fantasías y de sus paisajes se halla el más exquisito y cierto valor de sugerencia. Es el elogio máximo que se puede hacer de ellos. Y así se olvida el observador de que los colores son convencionales a veces, de que hay rebuscamiento otras, de que hay acaso demasiado esnobismo, de que las líneas juegan a ratos dentro de una gama caprichosa y absurda, para pensar en que el cuadro apresa un instante lleno de sentimiento, de poesía y también de misterio. Por ejemplo, quien se haya detenido ante los “Nocturnos” de Eguren Larrea—que seguramente ha sentido toda la vibrante e infinita delicadeza de ese formidable poeta que fue José Asunción Silva—, no podrá decir que esas sombras se curvan únicamente en homenaje a una necesidad o a un capricho de armonía y no sabrá pensar que en el fondo de tan admirables poemas de color y de ritmo hay mucho de pirotecnia y de truc, porque sentirá toda la tristeza del jardín evocador en el cual se enlazan las almas, confidencian las sombras, y tienen un coloquio dulcísimo los amantes, porque sentirá el encanto de una luna redonda y austral que está toda luminosa y desnuda y tiene una coloración trágica en sus matices, porque sentirá rumor discreto de frondas que se arrullan, porque sentirá en fin que también el color puede decir aunque menos elocuente y dignamente toda la poesía que sabe apresar la palabra.
         Yo admiro mucho entre los cuadros de Eguren Larrea uno que se titula “Reino Interior”. En él no hay sombras, no hay amantes, no hay confidencias. Hay únicamente soledad y desierto. Y, sin embargo, hay también vida, palpitación, sonido. Y admiro tanto este cuadro que no pienso en que Eguren lo complementa con otro que intitula “La Meta” y en el cual, porque desfallece y desmaya el sentimiento simbolista —¡oh los escollos del simbolismo!— surge el truc y la nota del mármol mortuorio y de la cruz han sido precisas al artista para dar la sensación de la meta misteriosa donde todo acaba.
         Eguren Larrea tiene sin duda un admirable sentido artístico como colorista. Maneja sus colores como un poeta maneja sus ritmos favoritos e interpreta con ellos almas, cosas y paisajes en los cuales cada matiz tiene latido y cada sombra tiene sonoridad.
         Y me merece entre otras cosas gran cariño este pintor y estos cuadros, porque sé por ellos que él ama la noche y la noche es mi bien amada, dulce, buena, compasiva, discreta, misericordiosa, inspiradora y fragante.

JUAN CRONIQUEUR


Referencias


  1. Publicado en La Prensa, Lima, 9 de marzo de 1916. ↩︎

  2. Publicado en La Prensa, Lima, 17 de marzo de 1916. ↩︎

  3. Publicado en La Prensa, Lima, 25 de marzo de 1916. Los párrafos dedicados a la obra pictórica de Darío Eguren Larrea han sido reproducidos por Edmundo Cornejo Ubillús en las Páginas Literarias, Lima, 1985, pp. 146-148. ↩︎